La declaración del estado de alarma el pasado 14 de marzo tuvo sentido. Tras semanas de inacción y de ausencia de previsión por parte del Gobierno presidido por Pedro Sánchez para evitar la propagación y contagios de coronavirus, decretar el estado de alarma se antojaba la mejor de las soluciones posibles para actuar con celeridad ante el avance de la enfermedad.
Éste se declaró de acuerdo con lo dispuesto en la ley orgánica de 1981, reguladora de los estados de alarma, excepción y sitio, que contempla la posibilidad de decretar el primero cuando se produzca una crisis sanitaria, como una pandemia (art. 4, letra b). Durante el estado de alarma se posibilita la limitación de derechos fundamentales (no su suspensión) con una duración máxima de 15 días (prorrogables con autorización expresa del Congreso de los Diputados) y se otorgan casi plenos poderes al Ejecutivo. La alternativa hubiera sido declarar el estado de excepción, que sí que posibilita la suspensión de derechos fundamentales, pero con una duración máxima de 60 días (30 días prorrogables a otros 30) y con un control mucho más férreo por parte del Congreso: las medidas adoptadas en el decreto inicial no podrán ser modificadas sin la autorización de aquél, algo que no sucede con el estado de alarma, durante el cual el Gobierno sólo debe dar cuenta al Congreso de los decretos dictados, que no requerirán de su autorización.
Se suscitó entonces un interesante debate jurídico sobre si hubiera sido más adecuado optar por un estado de excepción que por uno de alarma, pues la aplicación práctica del decreto aprobado por el Gobierno excedió la mera limitación de derechos y suspendió de facto derechos constitucionales, como el de libre circulación, el de manifestación o el de reunión. Pero en la medida en la que se cumplía con el requisito de causalidad, una amplia mayoría respaldó la decisión del Gobierno de la nación.
Lo que sucede es que las prórrogas del estado de alarma se han ido sucediendo, hasta el punto de que en un par de semanas habremos alcanzado la duración máxima prevista para el estado de excepción. Y, en la comparecencia de ayer, Pedro Sánchez anunció su intención de extenderlo hasta finales del mes de junio. Es decir, que vamos a tener a un Gobierno con plenos poderes para legislar sin necesidad de obtener para sus decretos el respaldo del resto de partidos que integran el Congreso. Además, por mucho más tiempo que el previsto por nuestro ordenamiento para situaciones más excepcionales en las que, precisamente por razón de su duración, el Congreso sí que interviene activamente en la adopción de las medidas.
Asimismo, la tan cacareada desescalada lo que implica es que la crisis generada por la pandemia está en proceso de remisión: ya no existe la urgencia que determinó que se declarase el estado de alarma. Por si esto no fuera suficiente, la práctica totalidad de las medidas anunciadas por el Gobierno de Sánchez para el retorno a lo que él denomina “nueva normalidad” pueden ser adoptadas al amparo de otras normas vigentes.
El virus ha mutado y ya no supone únicamente un riesgo sanitario, sino también político
Se me ocurre, por ejemplo, Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de medidas especiales en materia de salud pública, que dispone que para proteger la salud pública y prevenir su pérdida o deterioro, las autoridades sanitarias de las distintas administraciones públicas podrán adoptar las medidas previstas en esa ley cuando así lo exijan razones sanitarias de urgencia o necesidad. Entre estas medidas, contempla el art. 3 que, con el fin de controlar las enfermedades transmisibles, la autoridad sanitaria, además de realizar las acciones preventivas generales, podrá adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato, así como las que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible.
También merece la pena mencionar lo dispuesto en la ley 17/2015, de 9 de julio, del Sistema Nacional de Protección Civil, que en sus artículos 28 a 30, prevé la posibilidad de declarar la situación de emergencia nacional en un supuesto como en el que nos encontramos, cuya dirección asumiría el Ministerio del Interior. Ésta comprendería la ordenación y coordinación de las actuaciones y la gestión de todos los recursos estatales, autonómicos y locales del ámbito territorial afectado.
Como ven, ambas leyes darían perfecta cobertura a la gestión de esa desescalada asimétrica por territorios que nos ha anunciado Sánchez, en la medida en que el impacto del coronavirus no ha sido el mismo en todo el país y, por ende, las medidas a adoptar serán específicas para cada zona. Cabe entonces preguntarse por qué el Gobierno recurre, una vez más, a la prórroga del estado de alarma y anuncia su extensión a los dos próximos meses. Si la única respuesta que encuentran a esta pregunta es que lo hace para eludir el control parlamentario y evitar la fiscalización de su labor legislativa con el pretexto de la lucha contra la pandemia, entonces tenemos motivos para preocuparnos. Porque eso quiere decir que el virus ha mutado y ya no supone únicamente un riesgo sanitario, sino también político.
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