Podemos está cerca de convertirse en un caso singularísimo de partido político que se cae a pedazos por incoherencias propias del poder sin haber tenido poder. Pablo Iglesias, a pesar de que intenta y desea actuar como vicepresidente, no ha asumido responsabilidades directas en el Gobierno del Estado. Tampoco goza Podemos de presidentes autonómicos hegemónicos en su comunidad y con voz propia en la cúpula, ni de barones territoriales molestos por la gestión de la crisis catalana. Estas últimas figuras suelen complicar a los partidos la ardua tarea de mantener un discurso no ya igual sino parecido en toda España -a veces sucede al revés y de pronto Pedro Sánchez apuntala sus cesiones al nacionalismo con la transferencia de prisiones al PNV-. La ausencia de estos actores susceptibles de convertirse en verso libre no ha surtido efecto en Podemos, que no se ha esperado a gobernar en serio para defraudar a los suyos.
Los de Iglesias ya no cabalgan contradicciones sino que sobreviven a ellas. Y no con pocas dificultades, pues si los partidos con vocación posibilista cuentan con un electorado más proclive a tolerar el pacto o el cambio de parecer, pedir a los votantes que abracen el pragmatismo casa mal con la pureza ideológica. La mayoría de las incongruencias de Podemos coinciden con su cada vez mayor identificación como miembros de la ‘casta’, término que ellos mismos acuñaron. Eso es lo que explica parte de la debacle de los morados en las encuestas, que reflejan ese goteo de españoles finalmente desencantados. La otra parte de la caída, paradójicamente, la explica la única idea en la que Podemos no ha cedido ni un milímetro desde que se presentara a las europeas en 2014: la defensa de un referéndum de autodeterminación -o varios, por qué no, si se planteara el caso- como solución a la crisis territorial.
No hay otro partido con una doble vara de medir tan evidente y en el que quienes más lecciones dan más carecen de condiciones para hacerlo
Los dirigentes podemitas parecen ser conscientes de esto último: ahí está Pablo Echenique con una bandera de España junto a su usuario en Twitter -qué lejos quedan las denuncias de “las peleas de banderas”, sobre todo antes de las elecciones andaluzas-. Sin embargo, es como si nunca hubiesen tomado nota de sus propias contradicciones: bien porque su entero proyecto se construye sobre una farsa o bien porque creen que los ciudadanos son menores de edad. Una de las tácticas retóricas habituales entre los morados es la de apelar constantemente a las bases y a sus decisiones para rehuir debates y responsabilidades de fondo, donde la alusión a los inscritos -e inscritas- funciona como un imperativo divino al que no cabe poner un pero ni añadir un porqué.
Estos días es frecuente esa treta a cuenta de la decisión de Íñigo Errejón de distanciarse de la dirección: los de Iglesias descartan sentarse a negociar nada porque las bases ya decidieron que habría candidatura con su marca. Es bastante estúpido no reconocer unas diferencias personales que todo el mundo conoce, pero en Podemos no hablan de ellas porque eso sería como reconocer que un pique entre antiguos compañeros de facultad ha dado al traste con un proyecto que llegó a aglutinar a cinco millones de españoles en las urnas. Cuando Iglesias e Irene Montero tampoco quisieron hablar de su chalé ni sobre cómo se estaban comportando, exactamente igual que aquellos a quienes habían demonizado, utilizaron el mismo recurso: las bases. Se les plantea un órdago que ratifique a los líderes supremos, un todo o nada, y así nadie vuelve a alzar la voz con los metros cuadrados de la vivienda. Quizás Echenique pueda hacer lo mismo ahora que ha sido condenado por fraude a la Seguridad Social: frente al Código Ético que votaron las bases, otra consulta a las bases.
El caso de Errejón solo pone de manifiesto otra incoherencia en Podemos, ya menos original, que es lo poco que tiene que ver su afán por las asambleas y los círculos con la tolerancia a la disidencia interna. Pero la peor de todas las contradicciones es que no hay otro partido con una doble vara de medir tan evidente y que quienes más lecciones pretenden dar a otros políticos, medios de comunicación y empresarios, más carecen de condiciones para hacerlo. Hace algunos meses, Iglesias, en el Congreso, defendió la ampliación de los permisos de paternidad y argumentó que quería una ley que le obligara a la corresponsabilidad. Quería obligarse. Legislar para protegerse de uno mismo es un ejercicio admirable de madurez que todos practicamos en nuestra vida privada, pero en la política se parece bastante a aquello de no predicar con el ejemplo. Y tiene costes muy altos.
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