En los cuarenta y cinco años que pertenezco al PSOE nunca he sentido una incertidumbre parecida que cuando hace pocos días conocí que Pedro Sánchez intentaría su investidura con el apoyo de Pablo Iglesias, y sus treinta y cinco escaños de Unidas Podemos.
Escribiendo esta columna he procurado que mi subjetividad, como miembro del PSOE, no aparezca en ella, y si en la fecha de hoy se filtra mi condición de socialista, es debido a la incertidumbre que sufro desde el día que he visto a Sánchez y a Iglesias abrazarse tras su preacuerdo de gobierno. Podría haberme callado, y escribir de otra cosa, pero si me decido a valorar ese trascendental acuerdo, no puedo ocultar los reflejos más personales de mi pensamiento.
Puedo recordar las famosas metáforas de Sánchez referidas a Iglesias cuando dijo que no podría dormir si tuviera ministros de su ideología, o que Iglesias sería la última persona a la que daría la llave de su casa, de una lista en la que estaba Donald Trump.
Una cultura política diferente
Pero lo que me afecta más, por esa pérdida enorme de credibilidad de Pedro Sánchez como referente del partido de Pablo Iglesias, Indalecio Prieto, Fernando de las Ríos, Julián Besteiro, Ramón Rubial, Alfonso Guerra, Felipe González o Alfredo Pérez Rubalcaba, fue lo que el presidente en funciones del Gobierno argumentó en el Congreso de los Diputados, cuando se negó a aceptar las condiciones de Pablo Iglesias: la imposibilidad con Iglesias y Podemos no era por el programa, donde había muchas coincidencias, dijo, sino en el hecho de que encarnaban “una cultura política” diferente, en la práctica incompatible con la tradición moral e intelectual del socialismo español.
Mi incertidumbre surge de que las palabras de Sánchez en el diario de sesiones del parlamento -palabras que debían ser sagradas y veraces-, y de que unos pocos meses después ya no le comprometen para este presente.
El desconcertante vaivén de opiniones de Pedro Sánchez puede ser posible porque en el PSOE ya no existe ningún control del poder del secretario general. Al día siguiente del mal resultado electoral, sin que lo supiera su ejecutiva federal, Pedro Sánchez se repartió los puestos de un hipotético gobierno con Pablo Iglesias, sin acordar un programa de gobierno, más allá de un escuálido texto que dice obviedades que servirían para justificar una coalición con cualquier otro partido.
Ningún órgano del PSOE había debatido el significado de la evidente orientación de Sánchez hacia el centro político, desde su frustrada investidura, el pasado 22 de julio. Una vez más, las encuestas sirvieron para prescindir de análisis políticos en los órganos colegiados del partido, como el Comité Federal. La demoscopia, sustituye a la democracia. Y fueron las promesas de obtener 140 diputados, conseguidos a costa de Ciudadanos y de Unidas Podemos, las que callaron a los pocos espíritus críticos de su propia ejecutiva federal, y de las demás instituciones partidarias socialistas .
Pero cuando se comprobó que los pronósticos de José Félix Tezanos no habían acertado en nada, con la sorpresa además de perder más de 700.000 votos desde abril, su radical cambio estratégico tampoco interrumpió el silencio espeso del Comité Federal, y de la mayor parte de los barones territoriales socialistas.
En la consulta a las bases se preguntará indefectiblemente por la investidura, pero ¿cómo se podrá gobernar con ese conglomerado contradictorio de apoyos?
Hay que reconocer al presidente del Gobierno en funciones que es único usando el tiempo a su favor. Utilizó la táctica del blizkrieg para sorprender a la vez a partidarios y rivales. Con rapidez resolvió el dilema, prefirió a un Iglesias debilitado, a coger el teléfono para convencer con tiempo a los dirigentes de los dos partidos constitucionalistas. Pero la táctica de la guerra relámpago no basta para obtener la victoria final.
Con rapidez también convocó una consulta a los afiliados socialistas, para dentro de una semana. Democracia digital, elección binaria: o yo o la nada.
Se preguntará por la investidura, pero ¿cómo se podrá gobernar con ese conglomerado contradictorio de apoyos? De esa cuestión capital, no habrá ningún análisis y debate profundo en los órganos partidarios, y no parece que después se consultará a los afiliados del PSOE.
El diálogo con el bloque de centroderecha
Habría preguntas que exigirían tiempo para contestarlas. ¿Qué hará el próximo Gobierno para garantizar el orden constitucional en Cataluña? Los afiliados, y los ciudadanos querrían, por ejemplo, conocer la opinión del ministro Josep Borrell sobre ese asunto. ¿Cómo llegará el Gobierno a entenderse con los partidos de centroderecha para abordar asuntos que requieren un gran consenso, desde las pensiones y el Pacto de Toledo, a la reforma de la Constitución, pero singularmente, para obtener su necesario apoyo para resolver la crisis en Cataluña? El presidente Sánchez, durante la campaña, afirmó solemnemente: “La única esperanza que tiene el independentismo es que nos dividamos”, refiriéndose a los otros partidos constitucionalistas.
Y finalmente, habría que preguntar: ¿Cómo el Gobierno piensa contribuir a detener la polarización que está emergiendo en la sociedad española? Y un debate para dentro del PSOE: ¿mantenemos nuestra tradicional actitud de búsqueda de acuerdos, o renunciamos a ella cuando aparezcan las esperadas dificultades políticas?
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