En enero de 1936, tras la muerte de su padre el rey Jorge V, subió al trono británico un chico… bueno, vamos a decir “complicado”. Se llamaba David, pero ha pasado a la historia como Eduardo VIII. Aparte de que era bastante tarambana y que odiaba su trabajo de rey (sencillamente, no lo hacía), este muchacho tenía un problema que acabó causando la crisis más grave que había vivido la monarquía británica en varios siglos: estaba enamorado hasta los tuétanos de una señora norteamericana, muy sofisticada, muy lista y astuta, habilidosísima en la cama y… dos veces divorciada. Se llamaba Wallis Simpson.
Ya saben ustedes cómo acabó la cosa. Eduardo VIII reinó 325 días, ni uno más. Abdicó la corona porque ni el gobierno, ni su familia, ni la Iglesia anglicana (de la que él era jefe) le permitían casarse con aquella señora Simpson. Háganse cargo: estamos hablando de hace noventa años, de los tiempos en que los divorciados, en la Inglaterra imperial de los Windsor, eran tratados casi como leprosos: se consentía que existieran, sí, pero no se les permitía el acceso a la corte, no podían mantener relaciones formales con ningún miembro de la familia real y no tenían acceso a ninguna ceremonia religiosa oficial. Hoy todo esto nos parece antediluviano, pero entonces no lo era.
Durante la mayor parte de aquellos 325 días sucedió una cosa muy curiosa: los periódicos estadounidenses, australianos, irlandeses y europeos en general se hartaban de publicar cosas sobre el idilio del Rey con Wallis, pero los británicos no. Había en la Prensa un respeto reverencial por la familia real, respeto que luego se ha perdido, y ni los diarios ni las radios (empezando por la BBC) mencionaban siquiera el romance del jefe del Estado. Como si no existiese. Los kiosqueros tenían que recortar las noticias o comentarios sobre aquello en las páginas de los diarios extranjeros.
¡El rey de Inglaterra sin camiseta! ¡“En chichas”, como decíamos de pequeños! ¡Eso era poco menos que el fin del mundo! ¡Y encima aquella raposa se atrevía a tocarle, cuando hasta los niños sabían que al Rey no se le puede tocar, que su cuerpo es sagrado!
Aquella locura de las tijeras en los periódicos duró hasta que, en verano de aquel año 36, sucedió algo inimaginable. Eduardo se fue de vacaciones a la Costa Azul, naturalmente con Wallis. Les siguieron bandadas enteras de periodistas, pero el Rey se hartó: dijo que estaba, como queda dicho, de vacaciones, y que en su tiempo libre no tenía por qué seguir las tremendas normas del protocolo de la corte. Así que Eduardo VIII fue fotografiado, en actitud completamente natural, a bordo de una lancha… en bañador. Con el torso desnudo. Y en una de las fotos se veía cómo Wallis le tocaba delicadamente en un antebrazo.
Fue peor que un terremoto. ¡El rey de Inglaterra sin camiseta! ¡“En chichas”, como decíamos de pequeños! ¡Eso era poco menos que el fin del mundo! ¡Y encima aquella raposa se atrevía a tocarle, cuando hasta los niños sabían que al Rey no se le puede tocar, que su cuerpo es sagrado! El escándalo fue de tales dimensiones que ya no hubo forma de ocultarlo. Los periódicos británicos se negaron a continuar con el engaño. Todo se hizo público; Eduardo VIII abdicó, se largó a Francia, se casó con Wallis, empezó a tontear con Hitler y murió 36 años después, casi a los 80. Su familia nunca le perdonó. Y todo empezó por unas fotos en las que el Rey mostraba a la cámara su torso blancuzco de alfeñique.
Las cosas, con el tiempo, cambiaron mucho. Mejor fuera decir que cambió la sociedad. Los británicos se acostumbraron a ver fotos en bañador de la hermana de la reina, la princesa Margarita, hay que decir que ya en los tiempos de su ocaso físico y mental, con lo guapísima que había sido aquella chica. Años más tarde, tampoco tantos, nadie se sorprendió al ver al príncipe Carlos Windsor correteando en bañador por una playa. Tampoco hubo grandes aspavientos cuando Diana de Gales lució su espléndida figura, en traje de baño, en diversas embarcaciones y playas. Y su cuñada Sarah Ferguson, igual. Y el príncipe Guillermo. Y el chalado de su hermano Enrique. Y todos, caramba.
Y mejor será no recordar aquellas fotos del hoy Rey Pretérito, Juan Carlos, a quien un día se le ocurrió ponerse a tomar el sol sobre la cubierta de un barco sin más atavío que sus pensamientos. Se quejó, quizá porque su figura hacía mucho que había dejado de ser la de sus buenos tiempos
En España ha pasado tres cuartos de lo mismo. No cuesta ningún trabajo encontrar en internet fotos de la reina Letizia luciendo pierna y ombligo, de vacaciones. A su hoy marido, Felipe, le vi yo en bañador en Puerto Portals, Mallorca, cuando era un muchacho de veinte años que perfectamente habría servido de modelo a Michelangelo Buonarotti. Y mejor será no recordar aquellas fotos del hoy Rey Pretérito, Juan Carlos, a quien un día se le ocurrió ponerse a tomar el sol sobre la cubierta de un barco sin más atavío que sus pensamientos. Se quejó, quizá porque su figura hacía mucho que había dejado de ser la de sus buenos tiempos. Y el gran Sabino Fernández Campo encontró la respuesta perfecta: “Señor, para que a uno no le fotografíen desnudo, lo más eficaz es no estar desnudo”.
La infanta Cristina, su exmarido y sobre todo sus hijos han sido fotografiados en bañador cincuenta veces, posando o sin posar. El Rey, su tío, no tantas, pero aquellas imágenes juguetonas con una especie de novieta que tenía son fáciles de encontrar. Y así todos.
Hierven las televisiones
Ahora, una revista de casquería cardiovascular ha multiplicado sus ventas al publicar, en su portada, una muy hermosa foto de la princesa Leonor en bikini, en un día de playa que pasó en Chile con sus compañeros de la Armada. Hierven las televisiones matinales y abren mucho los ojos los tertulianos destazadores de vidas ajenas, sonríen con fingida picardía, hacen mohínes y simulan que se ruborizan, huy, huy, huy, la heredera en bikini; cuando a muchos de ellos la ya famosa foto no debería darles ni frío ni calor, porque lo que les encalabrina no son precisamente las señoritas atractivas.
Vamos a ver, ¿pero qué quiere esta gente que se ponga la chica para ir a la playa? ¿Blusa de cuello cerrado y pololos, como las bisabuelas de los tiempos de la reina María Cristina? ¿Estamos idiotas o qué nos pasa? ¿A qué viene tanto visaje y tanta mueca de sonrojo peñafiélico? ¿Por qué está mal que una muchacha –por cierto: preciosa– de diecinueve años se ponga un bikini para ir a la playa, por más alteza real que sea?
Hay que llenar minutos de audiencia, hay que atraer a la publicidad. Y si para eso hay que poner la misma cara de boba sofocada que ponía Carmen Polo de Franco cuando se le acercaba Raphael, que le hacía tilín, pues mira, pues se pone
Bien, la explicación es fácil de adivinar. Ese aviario de hipócritas, que se hacen los melindrosos y mojigatos en el plató cuando son todo lo contrario en cuanto creen que nadie les ve, están intentando sacar pasta de esta solemne memez. Hay que llenar minutos de audiencia, hay que atraer a la publicidad. Y si para eso hay que poner la misma cara de boba sofocada que ponía Carmen Polo de Franco cuando se le acercaba Raphael, que le hacía tilín, pues mira, pues se pone. Unos cuantos cientos de euros por simular una turbación institucional más falsa que Judas no le hacen daño a nadie.
Y se encocoran las cluecas: “¡Es que un día será la reina de España!”. Bueno, ¿y qué? Su padre lleva años demostrando que eso es un trabajo, ni más ni menos. Y ella se está preparando concienzudamente para hacerlo, por lo menos, tan bien como él, cuando llegue el día. ¿Por qué está mal que la futura reina, cuando va a la playa, se comporte con la misma naturalidad que suelen usar sus conciudadanos? ¿A qué viene (aparte del dinero) este súbito y cursilísimo ataque de meapilismo achumpipado?
Leonor tiene unos ojos que quitan el hipo, una sonrisa preciosa y una simpatía, una naturalidad, deliciosas. Esto ya lo sabíamos. Ahora hemos constatado que tiene también una figura espléndida. Pues muy bien. Ojalá la conserve muchos años. No pasa nada más, gazmoños y gazmoñas de la televisión matinal. Dejen de darnos el coñazo con bobadas que quizá habrían asombrado a doña María de Teck, la madre de Eduardo VIII; pero que, en pleno siglo XXI, ya no extrañan a nadie, menos mal. Y sigamos con lo que estábamos haciendo, caramba.