Opinión

Pues que vuelva

Un octogenario que quiere morirse en su país y librarse de la “maldición del exilio” que padece su familia desde hace siglos

A estas horas, mientras tecleo esto, Juan Carlos de Borbón está volando hacia España. Va a participar en una cosita de barcos que hay en Pontevedra, lo que le llevará cuatro días. Después pasará por su antigua casa, en Madrid, para hacer una visita de cumplido a su hijo y a su nuera, los reyes Felipe VI y Letizia; a su esposa, doña Sofía; quizá a algunos más, y luego regresará a Abu Dabi… hasta la próxima vez. Porque de eso se trata: de que haya una próxima vez. O varias. Y de que, al final, este hombre se muera en el país del que fue rey durante casi cuatro décadas.

La monarquía, por definición, tiene una fortísima carga simbólica. Y la monarquía constitucional y parlamentaria, como la nuestra, no tiene mucho más que eso, lo mismo que las presidencias de repúblicas como la italiana o la alemana. Pero es extraordinariamente importante porque los símbolos, también por definición, son polisémicos, interpretables y pueden cambiar de significado con el paso del tiempo. Eso incide directamente en la percepción que los ciudadanos tienen sobre, en este caso, la institución a la que simbolizan.

Ahí está la clave. Isabel II de Inglaterra, por ejemplo, en 1952 reinaba de una forma muy concreta y su autoridad tenía un significado simbólico que todos los británicos entendían. Hoy, 70 años después, todo eso ha cambiado por completo. La corona ha sabido adaptarse a la rápida evolución de la sociedad y de sus costumbres, y esa es la razón de su pervivencia. Lo mismo sucede con otras monarquías (la japonesa, las tres escandinavas, quizá sobre todo la belga) y con no pocas repúblicas. Conclusión: hay que saber gestionar los símbolos y el significado simbólico de lo que se hace. O eso, o la tierra tiembla bajo los pies. Lo decía Shakespeare mejor que nadie en su Enrique IV: “Uneasy lies the head that wears a Crown”. Inquieta descansa la cabeza que lleva una corona.

Y tan inquieta. Esta que podríamos llamar “Operación vamos volviendo poquito a poco” intenta acabar con algo que parece una terrible maldición que aqueja a todos los reyes de España (en realidad, a todos los jefes de Estado) desde que comenzó el siglo XIX: el exilio. En muchos casos, la muerte en el exilio.

Juan Carlos es uno de los contados pilotos de la Transición y se jugó literalmente la vida para devolver la democracia a los españoles. Eso le ha dado un sitio glorioso en la historia

Saquen la cuenta. Carlos IV, el único rey español que ha sido destronado dos veces, murió amargado en Nápoles. Su hijo, el miserable Fernando VII, conoció también el destierro. José I murió en Florencia y está enterrado en París. Isabel II murió exiliada en la capital francesa. Los cuatro presidentes de la primera república española conocieron la expatriación y uno de ellos, Nicolás Salmerón, falleció en Pau, Francia. Alfonso XII se fue al exilio a los once años y no regresó del todo hasta casi los 18. Alfonso XIII murió solo en un hotel de Roma. Su hijo Juan, conde de Barcelona, vivió exiliado desde 1931 hasta 1977. Los dos presidentes de la segunda república, Alcalá Zamora y Azaña, murieron lejos, uno en Buenos Aires y el otro en Montauban (Francia). Juan Carlos de Borbón nació en Roma, no pisó España hasta los diez años y ahora hace dos que vive “voluntariamente” en Abu Dabi. La única excepción a la “maldición del exilio” es el dictador Franco.

La percepción de los ciudadanos españoles sobre el ex Rey (a mí eso de “emérito” me da una dentera espantosa) es contradictoria. No podría ser de otra manera. Juan Carlos es uno de los contados pilotos de la Transición y se jugó literalmente la vida para devolver la democracia a los españoles. Eso le ha dado un sitio glorioso en la historia que no le puede quitar nadie. En un país en el que prácticamente no había monárquicos, él logró hacer millones de “juancarlistas” que teníamos simpatía y lealtad personal hacia aquel tipo alto y un poco echao p’alante  que tan bien parecía hacer su trabajo. Un trabajo que habría resultado imposible sin la presencia y la sensatez de su esposa, Sofía.

Quizá por la escasez de dinero que padeció en su juventud, Juan Carlos se esforzó en hacerse una “fortunita” por lo que pudiera pasar

Hasta que, unos antes y otros después, empezamos a conocer cuál era el peor pecado del Rey. Que no era la tan comentada campechanía, no. Era la codicia. Quizá por la escasez de dinero que padeció en su juventud, Juan Carlos se esforzó en hacerse una “fortunita” por lo que pudiera pasar. Esa fortunita, atropada a base de influencias, coimas y sobrecogimientos, adquirió unas dimensiones que quizá algún día llegaremos a conocer. Digamos aquí que esa fortuna no se podría haber logrado sin la providencial ayuda de quienes gustosamente pagaron, gestionaron, intermediaron y sobornaron sin el menor dolor de corazón, y eso, la nómina de los cómplices que se creían impunes, es muchísima gente.

El resultado fue que el héroe de la Transición, el tipo que paró un golpe de Estado que se escondía perversamente tras él, el restaurador de la democracia y del prestigio de la Corona (durante décadas enteras, la institución mejor valorada por los ciudadanos en todas las encuestas), acabó haciendo a esa democracia y sobre todo a la Corona más daño que nadie desde Fernando VII. Y su hijo Felipe, decidido desde siempre a ser un rey intachable y ejemplar, no tuvo más remedio que romper son su padre, al que adoraba desde que nació; lo echó de la familia real, le sacó del presupuesto de la Casa del Rey, renunció a su herencia y acabó logrando que el ex monarca se fuese a vivir “voluntariamente” (así no es un exilio, técnicamente) a 7.000 kilómetros de su país, en los lujosos arenales del Golfo Pérsico.

Hemos tenido que padecer informaciones vergonzosas sobre sus manipulaciones dinerarias y le hemos visto hacer el ridículo detrás de un personaje siniestro como la tal Corinna

Juan Carlos no ha dado jamás a los españoles explicaciones sobre qué le pasaba con el dinero y qué hizo con él. La Justicia no tiene abierta ninguna causa contra el antiguo Rey, en algún caso porque los posibles delitos ya han prescrito. Pero Juan Carlos sabe mejor que nadie lo que decíamos antes: que la carga simbólica de la Corona es enorme. Su primer deber era ser ejemplar, en lo público y en lo privado. Y él no lo ha sido. Hemos tenido que padecer informaciones vergonzosas sobre sus manipulaciones dinerarias y le hemos visto hacer el ridículo detrás de un personaje siniestro como la tal Corinna. Nunca imaginamos que veríamos al Rey hacer el papel de un personaje grotesco y risible de la literatura: el del viejo que corre detrás de una joven avispada y llega a convencerse de que la ha conquistado gracias a su donaire y simpatía. Y por nada más.

Con Juan Carlos aprendimos que nadie es perfecto, sobre todo quienes más lo parecen. ¿Quién es el que vuelve ahora a subirse a un barco en Sanxenxo y a pasar un mal trago visitando a la familia? En realidad, nadie. Las bandadas de reporteros que no le dejan en paz estos días están persiguiendo, en realidad, no a quien ese hombre es hoy sino a quien fue. A quien lleva dos años suspirando por volver a su país, contando los días para el regreso.

Que no le pase lo mismo que al chisgarabís de Eduardo VIII de Inglaterra tras su abdicación. Que regrese de una vez, con la esperanza –inútil, lo sabemos todos– de que le dejen en paz en su recta final

Los españoles tenemos una innegable tendencia histórica hacia la lapidación pública, mucho más que hacia el reconocimiento ecuánime de las virtudes tanto como de los vicios. Es célebre la anécdota del regreso de Alfonso XII. El gentío gritaba en las calles, entusiasmado. Alguien preguntó por qué. Y uno de los exaltados respondió: “¡Calle! ¡Que más gritábamos cuando echamos a la puta de su madre!”. Eso es lo que sigue pasando hoy.

Lo que el rey Felipe está haciendo es todo un símbolo. Este es el primer regreso de un anciano quejumbroso y desconcertado que necesita recuperar algo del inmenso amor que en otro tiempo tuvo. Un octogenario que quiere morirse en su país y librarse de la “maldición del exilio” que padece su familia desde hace siglos. A mí, en estos casos, me gana la generosidad. Que vuelva, hombre, que vuelva si quiere. Que no le pase lo mismo que al chisgarabís de Eduardo VIII de Inglaterra tras su abdicación. Que regrese de una vez, con la esperanza –inútil, lo sabemos todos– de que le dejen en paz en su recta final.

A fin de cuentas, todo lo bueno que podía hacer ya lo hizo… y todo el daño, que ha sido mucho, también. Solo le queda esperar. Ya no es peligroso para nadie, ni importante siquiera. Por qué no va a volver. Pasemos la llana.

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