No parece que la explosión de alegría del independentismo, tras conocerse que la Audiencia de la región de Schleswig-Holstein había decidido conceder la libertad bajo fianza a Carles Puigdemont, descartando como posible causa de una futura extradición el delito de rebelión, esté plenamente justificada. Los jueces teutones no han visto suficientes concurrencias entre el delito de alta traición, vigente en Alemania, con el de rebelión, lo que es tan respetable como discutible, pero en ningún caso han rechazado la petición de la Justicia española de que el ex presidente sea entregado para responder por otros delitos de suma gravedad, vinculando la malversación de caudales públicos al delito de corrupción.
La decisión de la Audiencia del länder germano, que es la competente para estudiar el caso, se basa en la muy controvertible convicción de que si durante los meses en los que se desarrolló el llamado procés ha habido episodios de violencia, estos no han sido promovidos ni por Puigdemont ni por el resto de dirigentes secesionistas. En una rigurosa aplicación del principio de garantías, la Audiencia considera que la Justicia española no ha aportado suficientes pruebas de que el detenido haya utilizado medios violentos para alcanzar sus objetivos. Punto. Pero en ningún caso exime al fugado del resto de acusaciones formuladas en la euroorden, y de ahí que le haya retirado el pasaporte imponiéndole una fianza de 75.000 euros, dejándole en libertad a pesar de reconocer que existe riesgo de fuga.
Desde cualquier perspectiva que se elija, la resolución de la audiencia alemana supone un duro revés para el Gobierno y el sistema judicial español
Dicho lo cual, e insistiendo en que este es sólo un lance más de la batalla judicial iniciada por Puigdemont y otros políticos fugados, en la que el procedimiento y los tecnicismos jurídicos pesan en esta fase tanto o más que el fondo de la cuestión, es igualmente necesario reflexionar sobre las razones que han derivado en lo que sin la menor duda va a ser utilizado por el separatismo para impulsar la internacionalización de su causa e incidir en el discurso del Estado represor que limita las garantías y coarta la libertad de expresión.
Desde esa perspectiva, la de la batalla internacional y mediática, la resolución de la Justicia alemana supone un duro revés para el Gobierno en particular y el constitucionalismo en su conjunto. Y en el plano estrictamente técnico-penal, es un golpe a la contundente estrategia del juez Pablo Llarena y, por ósmosis, al sistema judicial de nuestro país.
Y es que la decisión de la Audiencia de Schleswig-Holstein es algo más que un contratiempo inesperado: es la constatación de que cuando el poder Ejecutivo se esconde, cuando se delegan en la Justicia decisiones políticas y todo se fía a la acción de los tribunales, y estos, por desconocimiento o exceso de confianza, fracasan, no siempre hay segunda vuelta. Por eso ayer, cuando conocimos que la estrategia del magistrado Llarena la echaba abajo el tribunal regional de un teórico país ‘amigo’, a la incredulidad siguió la decepción, y a ésta, la impotencia derivada de la creciente sensación de ineptitud que transmiten en este interminable y desgraciado asunto nuestras autoridades.
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