Que si viene, que si no viene, que si ya está en Cataluña de incógnito, esto es un sin vivir. El ex President que juraba en campaña que retornaría a suelo catalán si le votaban, ahora juega al despiste. ¿Estrategia? No. Jindama.
Ahora que el President del Parlament Roger Torrent, apodado el Bello Roger por algunas damas separatistas, ha impuesto las tesis de su partido Esquerra, convocando la sesión de investidura el martes 30 de enero, a Carles Puigdemont se le van acabando las bazas. La última la están haciendo circular por las redes sociales los indepes a sueldo de la cosa convergente: dicen que si han visto al fugadísimo en un restaurante del Empordà, que si está oculto en un piso barcelonés propiedad de un conocido político, que si está a bordo de un yate presto a desembarcar en tierra catalana, cual un nuevo Mac Arthur, en fin, de todo un poco. Nada, pura bambolla.
Al chico del flequillo le convendría decidirse y hacer algo que no fuese andar todo el día zascandileando por esas tierras de Dios, máxime si tenemos en cuenta que cuando lo hace se lleva más palos que una estera, y, si no, vean lo ocurrido recientemente en la universidad danesa. Flequillín anda mohíno y ya no exhibe esa sonrisa de payés recién levantado de una mesa opípara; ahora solo se dibuja en su rostro una mueca crispada porque seguramente sabe, aunque sea en su fuero interno, que el sainete que protagoniza está a punto de terminar.
Si no fuera por lo que es, a Puigdemont le deberían sacar coplas hasta por las esquinas debido a su proceder tan chusco. Todo eso se debe, además de a una posible falta de hierro y vitaminas en la infancia, que se dan casos, a la tonta contumacia del aprendiz. Porque estos muchachitos del proceso no son más que puros aprendices, bisoños politicastros del tres al cuarto e incapaces de mantener en orden siquiera el número de rollos de papel higiénico que hay en su casa.
Además, a todos les va el melodrama, la interpretación, las candilejas, lo que no es precisamente algo meritorio en quienes se proclaman líderes de un país nuevo, luminoso e iridiscente. Mariano Rajoy, tan tibio el hombre cuando de aplicar la ley se trata, podría tomar buena nota y darles a todos un cargo en el Corral de Comedias de Almagro o la Compañía de Teatro Clásico, por decir algo. Cuando en la Francia de los años treinta se produjo el Affaire Stavisky, al Prefecto de la Sûrete se le degradó condenándolo a dirigir la Comèdie Française. Allí si que saben. Puigdemont sufre esas mismas ansias de ser la Prima Donna de la función, y se empeña en declamar su monólogo de Segismundo, ya saben, “Apurar cielos pretendo, ¿qué delito cometí contra vosotros naciendo?”, etc., con toda la unción que da ser un perfecto mentecato.
Padece el fugadísimo lo que en psiquiatría se empieza a conocer como el síndrome de Mortadelo, a saber, disfrazarse de lo que sea cuando sea y como sea. Por usar diferentes apariencias, incluso se ha travestido en alguna ocasión de persona decente. Pues bien, con la investidura más que complicada, los jueces al acecho, los de Esquerra con los dedos que se les vuelven huéspedes y la mayoría de la población sensata preguntándose si se muere o cenamos, al político separatista solo le queda una solución: alquilar la vieja peluca que utilizó Santiago Carrillo, volver a España y dar una rueda de prensa. No se rían, que cosas más raras se están diciendo por ahí.
Cuando en España se hacía política
La transición, se diga lo que se diga, fue una época muy complicada que hubiera resultado mucho peor sin la concurrencia de un buen puñado de políticos serios, de hombres con sentido del Estado, empezando por el Rey Juan Carlos. Lo de Carrillo, que muchos de ustedes recordarán, fue antológico. Entonces, cuando ser comunista significaba algo más que cobrar un sueldazo despampanante y pasearse por ahí hablando de la puñetera capa de ozono, Carrillo se la jugó a pecho descubierto, y este sí que le montó un pollo enorme al aparato del Estado, amén de al por entonces ministro de la cosa del orden público Rodolfo Martín Villa.
El secretario general del Partido Comunista vino a España sabiendo que se la jugaba, y lo hizo con todas las consecuencias. Aceptaba el riesgo que comportaba una decisión que, no por meditada, era menos peligrosa. Con una peluca y un DNI más falso que la palabra de un vendedor de seguros, Don Santiago se plantó en Madrid. Nada de actuar por persona interpuesta ni mucho menos pordiosear con el aparato estatal. Aquí estoy con mis cojones, y punto. A eso, y lo digo yo, que ni soy ni he sido ni seré jamás comunista, se le llama valor político.
A Puigdemont le falta de todo para emular al mítico comunista. De entrada, ni tiene sentido del Estado ni cree necesitarlo. Es ese mismo sentido que hizo que el PCE aceptase la bandera rojigualda y la monarquía en aras de la convivencia política, el mismo que logró que Manuel Fraga y Santiago Carrillo, ya ven, tan distintos, tan opuestos, de trayectorias completamente antagónicas, supieran encontrar puntos de encuentro. Por no hablar de la amistad que se fraguó entre el dirigente comunista y Adolfo Suárez, quizás el mejor presidente del gobierno que hemos tenido en España.
Puigdemont no tiene ni pajolera idea de todo eso porque carece de empatía, facultad que te permite ponerte en el lugar del otro para conocerlo mejor y así comprender sus razones. Puigdemont es cerril, egoísta, un niño llorón, un palanganero de la metáfora populista, nada, en suma. Ni sabe ni puede aspirar a ocupar un lugar destacado en el Panteón de hombres ilustres de la vida pública. Para ser un Prat de la Riba le faltan ganas de trabajar y sentido práctico; para ser un Francesc Cambó le falta astucia y saberse defender en los resbaladizos salones del poder; para ser un Josep Tarradellas le falta todo, absolutamente todo.
El muchacho bien podrá intentar entrar de matute en España, o no, o hacerse operar, que nunca se sabe con estos personajes, pero lo que está claro es que tiene un miedo cerval a tener que enfrentarse con su destino, que no es otro que rendir cuentas ante un tribunal acerca de las tropelías que ha cometido. Debería hacer un cursillo en la BRIPAC, mi querida Brigada Paracaidista. Para que te den el Rokiski, la insignia que te acredita como paraca consumado, has de haber saltado varias veces. Ustedes se preguntarán si ningún paracaidista tiene vértigo o siente el miedo que da lanzarse al vacío encomendando tu vida a un trozo de tela atado a tu espalda. Pues sí, claro que se tiene miedo, porque eso es lo más humano que existe. Y sí, claro que se tiene vértigo y el estómago se te sube hasta la boca cuando te asomas a la puerta y oyes la voz de “¡Salto!”. Y sí, claro que rezas durante los segundos, ¡eternos segundos!, que tarda en abrirse aquella ala de ángel. Pero ¿saben por qué, aún y así, se salta? Porque es tu deber, porque tus compañeros lo hacen también, porque quieres ser digno de la misión que te han encomendado. No es que se carezca de miedo, porque el que no lo siente es un loco y no un héroe, es porque se aprende a dominarlo. Doy fe, con cincuenta y tres saltos en mi haber, siendo como soy alguien que se marea solo con asomarse al balcón, y eso que vivo en un entresuelo.
Puigdemont no saltaría. Argumentaría que está dispensado del salto, que está en contra de la ley de la gravedad o cualquier pavada similar. Que salte Junqueras, diría con gesto cínico. De ahí que esté reconsiderando mi tesis acerca de la peluca de Carrillo. Al cesado le vendría grande, muy grande. Para ponérsela hay que tener una pasta de la que no está hecho el ex President. Para saltar de un avión, ni les cuento.
De ahí que, venga o no venga, como desliza su adlátere Eduard Pujol, aduciendo que hombre, esto es una decisión personal, cuando su lema de campaña era “Votadme y volveré”, dé igual. Ustedes lo saben, de los cobardes la historia no dice nunca nada. De los de este jaez, aún menos.
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