Opinión

Puigdemont, el turista accidental

Decirle adiós a este personaje no deja de ser un alivio para cualquier persona cuerda, sea separatista o no lo sea

En Cataluña, donde lo trágico puede adoptar matices de esa enorme ridiculez que permite a los resistentes las necesarias risas para aguantar tanto dislate, hubo una vez un heredero al poder de un viejo rey de corrupta familia que se llamaba Artur Mas. Artur para la calle, Arturo de siempre en su casa.

Resulta que este Artur o Arturo convocó elecciones en su región allá por septiembre de 2015, convencido de que iba a ganarlas con claridad, aunque se encontró con un pésimo resultado que le exigía, para poder gobernar, pactar con ERC y los muy fiables, entiéndase la ironía, personajes de la CUP. Como buen partido asambleísta, la CUP se las hizo pasar canutas hasta el último momento al pobre Artur puesto que decidió someter a asamblea general si apoyaban o no al burgués de Barcelona reconvertido en surfista de la ola separatista. En esa asamblea se produjo una de esas maravillas que solo pueden tener lugar en esta región desquiciada: La votación terminó con un empate a 1515 votos. Explíquenme ustedes las posibilidades estadísticas de un empate a 1515, pero así fue, y así le amargaron la vida al pobre Mas, que tras ese prodigio de votación tuvo que resignarse al precio que la CUP le puso a su apoyo: que el propio Mas renunciara a la presidencia y nombrara a otro candidato, el que fuera, ya que la idea era humillarle y punto.

Entre todos los posibles candidatos, el dedazo de Mas recayó en el peculiar alcalde de Gerona, el hijo del panadero de Amer, uno de esos personajes que entran en las juventudes del partido y sustituyen el talento por las ganas de medrar. El hombre había tenido sus más y sus menos con la justicia por un vamos a coger esta partida para A y la vamos a dedicar a B, en este caso la compra de una colección de arte que no ha visto nadie y que se saldó en el Tribunal Supremo con un aquí no hay delito pero sí falta administrativa.

Decidió fugarse en el maletero de un coche sin avisar a los miembros de su gobierno, a quienes dejó colgados en plena reunión


El presidente que accedió al poder sin que nadie le escogiera para el cargo nos llevó a todos de rehenes en su delirante viaje hacia la republiqueta de los ocho segundos, porque en el último momento le temblaron las piernas y añadió, por miedo, a su propia parroquia a la lista de agraviados de su loquísima gestión. Pues bien, nuestro Carles Puigdemont, que así se llama la criatura y que tiene como nombre en twitter el monograma de Carlomagno porque él lo vale y es inmune a la vergüenza ajena que produce, al ver que las cosas no le salían como había soñado, decidió fugarse en el maletero de un coche sin avisar a los miembros de su gobierno, a quienes dejó colgados en plena reunión, y partió rumbo a Bélgica, ese país que tanto nos ha querido siempre.

Allí inició unas larguísimas vacaciones de las que todavía disfruta, en una mansión alquilada en Waterloo, tan apropiado lugar para la épica del asunto, donde recibe a grupos de coros y danzas, señoras entusiasmadas, y exaltados en general, mientras sus socios en el procés asumían sus acciones pasando una temporada en la cárcel que por poco que durara, siempre es mucho peor que inflarse a mejillones en el autodenominado exilio. Preguntado una vez un cuñado de Oriol Junqueras si Puigdemont se había puesto en contacto telefónico con la mujer del líder preso para darle al menos apoyo moral,  la respuesta fue un no rotundo. Es uno de esos gestos que definen a la persona y me atrevo a aventurar que, en caso de caerse por un precipicio y depender de una mano amiga para ponerse a salvo, le iba ir mejor aferrándose a la mía que a la del líder moral de ERC.

Él recordaba al joven Puigdemont siempre solo, apoyado en la barra de la discoteca a la que entonces se acudía en Gerona, sin hablar con nadie, vestido siempre con chaqueta


Ahora, el presidente por accidente y símbolo autoerigido del separatismo más irredento, ha cedido el liderazgo de su partido a Jordi Turull y Laura Borrás, señora que también tiene una o varias columnas, y en su línea ha arremetido contra España y contra ERC en los peores términos. Que si hay boicot al catalán, y aprovecho para mandar un abrazo a la familia de Canet, que si todos los jueces son de Vox, que si se sienten muy solos en el exilio y hay que ir a verlos como quien se va de romería a Lourdes, que si la represión del estado con los pobres catalanes, así en general, porque los que no participamos de sus delirios directamente no existimos.

Lo que viene, Turull y Borrás, no es mejor que el turista en Bélgica, pero decirle adiós a este personaje no deja de ser un alivio para cualquier persona cuerda, sea separatista o no lo sea. Tanta paz lleve como descanso deja.
El brillante columnista del Diari de Girona Albert Soler, que lleva diciendo cosas parecidas a estas que yo estoy escribiendo ahora, en el lugar más incómodo posible con tanta valentía como humor, escribió en una de sus columnas que él recordaba al joven Puigdemont siempre solo, apoyado en la barra de la discoteca a la que entonces se acudía en Gerona, sin hablar con nadie, vestido siempre con chaqueta. A veces las trayectorias políticas se comprenden por las trayectorias vitales. Lo que no tiene perdón es que tengamos que pagarlo todos.

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