Disfrutamos gozosamente de la peor clase política de los últimos cuarenta años, alfeñiques intelectuales, diletantes del escaño, trepas sin escrúpulos, tontiloquis verborreicos, gandules sin oficio, y, de repente, ya está aquí, el apocalipsis. Pase usted. Y estos, mientras tanto, "cambiando de champú, cuando va a estallar la III Guerra Mundial", como decía el sabinazo. Con un Ejecutivo prescindible y una oposición entre atontada y silente, España asiste a la desintegración del mundo que conocemos con cara de boba y gestos de macaco.
La presencia de Javier Bardem frente a la embajada rusa el día de la invasión de Ucrania resultaba tan desconcertante como imaginar a Irene Montero en una biblioteca. Una especie enajenación visual. ¿Qué hacía ahí el distinguido actor, defensor siempre de los postulados del comunismo, quejándose del agrio desfile de tanques por un país vecino sin haber sido invitados? Rápido se despejó la duda. Aferrado a la pancarta, en la primera fila de la protesta, reclamó la presencia de las cámaras de la tele y recitó una consigna previamente ensayada, en la que, lejos de denunciar la tradición totalitaria y criminal del marxismo y sus derivados, como el sanguinario Putin, la emprendía, en una inesperada cabriola ucrónica, con el 'imperialismo' y 'con los zares'.
Retrocedió cien años para esquivar los cien millones de muertos de Stalin y sus cofrades. Un dribling algo forzado que, sin embargo, se escuchó también a dirigentes varios de Izquierda Unida, formación que milita en Podemos, movimiento que forma parte del Gobierno de Sánchez. Alberto Garzón y otros compañeros de hoz y martillo se han afanado estas últimas horas en corear el curioso estribillo de los dichosos 'zares'. A alguno se le puso cara de grumete del Potemkim.
Sus burdos seguidores lo han entendido y se han lanzado a la calle, mayormente a la Puerta del Sol, a verter consignas contra la OTAN, los yankis y Ayuso, quizás por este orden
La izquierda extremosa, que es la que por aquí circula, se encuentra en una situación incómoda frente al zarpazo salvaje de Moscú, que acaba de embaularse al mayor país de Europa sin apenas pestañear. No pueden aplaudir el gesto ruso por razones de mera prudencia orgánica, pero tampoco se avienen a alinearse en la familia de la OTAN, esa organización militar inútil y desportillada. Menos aún les conviene quedarse en casa porque cuando el 11-M se pasaron semanas gritando 'No a la guerra' y ahora su gente les reprocha este silencio inmóvil.
De modo que han sacado las mismas pancartas de la 'Paz' de antaño y han disfrazado a Putin de zar apestoso y al régimen comunista del imperio de los Romanov. Sus burdos seguidores lo han entendido y se han lanzado a la calle, mayormente a la Puerta del Sol, a verter consignas contra la OTAN, los yankis y Ayuso, quizás por este orden, culpables de todos los males de la humanidad. De esta forma, Bardem, aferrado a la pancarta, por él no pasa el tiempo, puede mantener incólume su imagen de luchador prometeico por la libertad de los parias de la tierra. Luego ya se va a los del Oscar.
La libertad de Occidente está a dos minutos de volar por los aires. Primero Ucrania, luego Moldavia, y así sucesivamente las piezas del dominó. El sistema democrático surgido tras la II Guerra Mundial pende de un hilo invisible y en nuestro pequeño patio trasero la clase política no termina de asumir la posición de firmeza y dignidad que los tiempos reclaman. Cierto que ni Washington, ni la mentada OTAN, ni la ONU ("Oh, no me lo esperaba", declaró Guterres, el secretario general del inútil artefacto), ni la UE, en una apoteosis de escandalosa cobardía, de inmarcesible necedad, han sido capaces de mover un dedo frente al calígula del KGB, ese tipejo detestable, acomplejado y exhibicionista, bajito y alopécico, decidido a llevarse por delante todo cuanto esté al alcance de los caños de sus tanques. El club de los idiotas muertos.
Una cosa es que descrean de la Unión Europea, que denuncien la globalización y lo que se quiera entender por eso, y otra es que no tomen parte más activa en el rechazo a la agresión
Los líderes de Podemos se muerden la lengua. Forman parte del Ejecutivo de Sánchez y se les ha ordenado no prorrumpir abiertamente en elogios hacia la invasión comunista y no entonar La Internacional en los actos oficiales. Al menos hasta nueva orden, salvo que, súbitamente, la acorazada del Cáucaso irrumpa por la Gar Vía. Recurren por lo tanto al truco del zarismo, que es como desviar el tiro hacia la monarquía, e incluso algo, de lengua caliente, trae a colación los vínculos de Putin con Vox. La conexión es Orban, el primer ministro húngaro, de reciente visita en Madrid en un cónclave organizado por Santiago Abascal con lo más granado de la derecha más a la diestra.
Vox apenas se manifiesta. Sus gentes y seguidores observan con cierta perplejidad este papel distante de su formación favorita ante la demolición del orbe Occidental que se está perpetrando en estos momentos frente a las estúpidas napias de Europa, esa vejancona artrítica e indolente. Apenas algunas declaraciones aisladas, ciertos tuits, unas palabras de compromiso. Se le reclama un mayor compromiso, siquiera aparente, y más cuando el principal partido de la oposición anda enfrascado en una ceremonia de autoinmolación de la que tardará algún tiempo en salir. Le piden a Vox una mayor presencia, una beligerancia más perceptible. Una cosa es que descrean de la burocracia de la Unión, que se encelen contra la globalización y lo que se quiera entender por eso, y otra es que no tomen parte más activa en la denuncia de la agresión.
Eso no les exime, al menos a los partidos democráticos, de asumir un tono, si quiera aparente, de responsabilidad cívica y coraje ético. Nadie les va a reclamar heroísmo pero si un comportamiento honorable
El partido de Abascal escala en los sondeos merced a su determinación a defender planteamientos innegociables, aparecer lo justo en los medios y dejar que los demás se equivoquen, o sea, el PP. Quizás su extraño apetito por la prudencia mediática (salvo en redes, donde arrasan) y su ofuscado afán por el mutismo activo no alcance a ser del todo comprendido. El mundo que conocemos está a punto de ser dinamitado y no es momento para entretenerse en estrategias cortoplacistas, electoralistas y domésticas.
Sánchez puede mostrarse revestido de estadista cuantas veces quiera, Podemos puede disimular su venenoso bolchevismo cuanto se le antoje, el PP puede seguir chapoteando en la estulticia más dañina y Vox puede ofuscarse alegremente en su extraño mutismo, tan sólo interrumpido por esporádicos tuits o declaraciones indescifrables de algún portavoz. Ellos verán. Pero eso no les exime, al menos a los partidos democráticos, de asumir un tono, siquiera aparente, de responsabilidad cívica y coraje ético. Nadie les va a reclamar heroísmo bélico, pero sí un comportamiento honorable. Algo inédito entre quienes nos gobiernan.
Las cacatúas del sanchismo repiten ahora, en plan jocoso y por echarle la culpa a los de siempre y sacar rédito a lo imposible, que "Putin parece de Vox", porque es un nacionalista cerril y abomina de Europa, tienen amigos comunes y algunas política concomitantes. No cuela ni como broma. Pero ya la frasecita se repite demasiado. Y a Vox se le está escuchando muy poco. Son los riesgos de refocilarse en el silencio. Bardem lo vio claro y corrió a por la pancarta.
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