Los laberínticos pasillos de las instituciones europeas siempre han dado mucho juego. Pasé una década recorriéndolos, apurado en busca de noticias y cruzándome con toda clase de personas como las del elenco que protagonizan estos días el sombrío ‘Qatargate’.
Durante esa etapa en Bruselas como corresponsal, tuve una pareja que trabajaba precisamente en un ‘lobby’, uno de esos demonizados grupos de presión cuyo objetivo es acercar intereses, casi siempre privados, a las instituciones. En su caso, la tarea era razonablemente noble puesto que canalizaba peticiones de asociaciones de pacientes para sensibilizar a los eurolegisladores de turno sobre enfermedades raras, muchas de las cuales afectan a niños, y dispositivos médicos complejos y costosos para tratar de combatirlas. Pero tras este propósito, igual de legítimo que el de la inmensa mayoría de los intereses que se mueven en centros neurálgicos de tomas de decisiones como es la capital comunitaria, se escondían unas prácticas tan poco ortodoxas como extendidas en ese ámbito.
A su natural encanto navarro le sumaba un abanico de procedimientos y actuaciones que amoldaba a cada reunión, no tanto en función del tema como de su interlocutor y de la situación. No era lo mismo enfrentarse a una sola persona o a un grupo, a un hombre o a una mujer, tener una reunión formal o forzar un encuentro en un pasillo o tomar un café o una de esas ricas cervezas locales. Cada situación se trataba de forma minuciosa con el objetivo de sacar el mayor rédito posible. Y los jueves, en ‘Place Lux’, la plaza llena de bares frente al Parlamento Europeo, la competición entre jóvenes lobistas consistía en amasar hasta altas horas de la madrugada el mayor número posible de tarjetas de visita de asistentes parlamentarios y de cualquier otra persona susceptible de poder ser útil en el futuro.
Ha provocado algo tan inusual como es la detención de un miembro del Parlamento Europeo, situación que solo puede darse en caso de flagrante delito
En esos ámbitos se han movido durante años los eurodiputados, los asistentes parlamentarios, el lobista y el líder sindical implicados hasta la fecha en el llamado ‘Qatargate’. En nuestro caso, nuestra vetusta y fría casa belga era una prueba irrefutable de que nunca un saco de dinero había circulado por ahí. Sin embargo, no pueden decir lo mismo quienes han sido pillados con fajos de billetes provenientes, presuntamente, de lobbies de Oriente Medio en el que es ya uno de los mayores escándalos de corrupción que haya afectado a las instituciones comunitarias y que ha provocado algo tan inusual como es la detención de un miembro del Parlamento Europeo, situación que solo puede darse en caso de flagrante delito, tal y como ha ocurrido con la griega Eva Kaili.
Problema de fondo
Todos los políticos salpicados tienen en común que forman, o han formado parte, de los socialdemócratas europeos, la segunda mayor familia política de la Eurocámara. Sin embargo, quienes ya aprovechan esta circunstancia para teledirigir sus críticas no han enfocado bien el gran problema de fondo. No hace falta resucitar fantasmas del pasado para saber que los sobornos no entienden de colores políticos ni de afiliaciones o que la corrupción no entiende de nacionalidades ni de instituciones. Aquí la única certeza es que estamos ante un terrible golpe para la Unión Europea.
Este mediático caso de sobornos tiene varios ingredientes extremadamente indigestos. Uno es Qatar, un país con unos estándares que están en las antípodas de Europa. Otro son los propios eurodiputados y sus “sueldazos”, concepto manido que no falta en cualquier tertulia de estos días. Y otro es el de esos grupos de interés con sus relaciones poco transparentes, los citados lobbies, como esa ONG de la que es responsable uno de los detenidos, el exeurodiputado italiano Pier Antonio Panzeri, llamada (no es broma) ‘Combatir la impunidad’ y que, gracias a su nombre y a sus integrantes, ha remado durante tiempo a favor del emirato por los canales más cercanos al poder de la capital europea.
Las pruebas incautadas por la policía belga en forma de fajos de billetes son la viva prueba de que no hay suficientes barreras a quienes tratan de corromper o se dejan ser corrompidos
Los grupos de presión forman parte del sistema. Esa no es la cuestión. Pero conviene recordar que otros asuntos turbios del pasado relacionados con lobbies, más o menos sonados, han forzado a las instituciones europeas a crear un registro de transparencia en el que figuran los actores que influyen en las tomas de decisiones. También se ha creado un código de conducta para los eurodiputados y son públicos los sueldos y las partidas que manejan, sus actividades, sus declaraciones o el nombre de cada uno de sus asistentes. Sin embargo, las pruebas incautadas por la policía belga en forma de fajos de billetes son la viva prueba de que no hay suficientes barreras a quienes tratan de corromper o se dejan ser corrompidos.
Otros casos mediáticos
La rápida destitución de Kaili, hasta ahora vicepresidenta del Parlamento Europeo, la plena cooperación con las autoridades belgas y los duros mensajes que han emanado de la institución en los últimos días, como el de su propia presidenta, Roberta Metsola, son los primeros pasos que se debían dar de forma evidente. Y los siguientes los tendrán que dar los países de origen de los eurodiputados encausados, responsables de retirarles el escaño. Pero estos no pueden ser los únicos. Es imprescindible que las instituciones europeas, especialmente la Eurocámara, ahonden en sus procedimientos de control para evitar conductas inapropiadas como estas o como las de otro caso mediático como fue el de los empleos ficticios del Frente Nacional de Marine Le Pen, actuación, por cierto, copiada en parte por otros partidos sin que se haya puesto el foco en ellos.
Unas instituciones que tan difícil han tenido siempre conectar con los ciudadanos no pueden permitirse que se ciña sobre ellas el inmenso nubarrón de la corrupción
El proyecto común se ha tambaleado en numerosas ocasiones a lo largo de sus más de siete décadas y siempre ha sabido reponerse, o incluso salir reforzado, como en el caso del ‘Brexit’. Sin embargo, unas instituciones que tan difícil han tenido siempre conectar con los ciudadanos no pueden permitirse que se ciña sobre ellas el inmenso nubarrón de la corrupción, esa mancha tan fácil de extender y difícil de limpiar. Bien lo saben los políticos de nuestro país. Y peor aún es que se extienda fuera de las fronteras europeas la sensación de que el olor del dinero puede quebrantar todos los principios. Europa siempre debería ser lo que casi siempre es: un ejemplo. Debería ser ese espejo alto de casa en el que el niño trata de esforzarse y ponerse de puntillas para poder mirarse en él como hacen los adultos e imaginarse que quiere ser como ellos de mayor.
Hay cosas de Europa que no se entienden, como muchos de los debates tediosos, los mecanismos de los fondos europeos, las desigualdades que provocó la crisis de deuda, el sistema de acogida de refugiados, la burocracia europea (aunque esta tenga un punto de leyenda urbana), las trabas que se ponen a veces a los agricultores y ganaderos, a los pescadores y a los emprendedores, que se tarde tanto en entregar a Puigdemont a España, si es que esto finalmente ocurre, o que no se intervenga en algunas de las decisiones más controvertidas de los gobiernos nacionales. Todas estas y otras muchas dudas tienen su respuesta lógica, pero compleja de explicar y de trasladar.
Sentimiento de pertenencia
Lo que sí que se entiende es que es imprescindible consolidar la Unión Europea como modelo de libertades y de democracia para el mundo. La ejemplaridad debe ser siempre la norma, pero no la única. Para entender que este escándalo es una excepción, es necesario esforzarse aún más en comunicar el trabajo esencial que se realiza en Bruselas y que tiene un impacto diario y directo en todos los ciudadanos europeos. La primera respuesta común frente a la pandemia fue un ejemplo, como también lo es la confrontación actual con Rusia. Así lo muestra el recién publicado eurobarómetro de diciembre con dos datos muy positivos sobre los que reconstruir la imagen de Europa tras la marejada del ‘Qatargate’. El primero es que el 74% de los ciudadanos europeos aprueba el respaldo de la UE a Ucrania frente a Rusia. El segundo es que en varios países del este hasta ahora más desapegados del proyecto europeo, como los bálticos o Polonia, se ha disparado el porcentaje de ciudadanos que consideran beneficioso pertenecer a la Unión. Un sentimiento, por cierto, que en España alcanza el 81%.
Las responsabilidades del ‘Qatargate’ deben ser depuradas en el Parlamento Europeo y en la justicia al máximo nivel y deber ser una lección para todos. Pero la responsabilidad de este proyecto común no hay que buscarla solo en la capital de la Unión Europea. Recae en los 450 millones de habitantes que la componemos, la educación que nos damos, el interés que mostramos y en los representantes que elegimos.
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