Pierdo el tiempo en ociosidades sin mayor importancia que ser meros pretextos para huir de una realidad asfixiante. Es la bendición de quien decidió desde joven drogarse con los libros. Ojeo con desgana algunos libros de historia, tan inútiles como la mayoría de sus protagonistas. En 1795 François Appert inventa las conservas, obteniendo del Gobierno galo doce mil francos. Lo del que inventen ellos viene de lejos, me digo. También la distancia existente entre tecnología y realidad, porque ese mismo año los sans-culottes, soldados de a pie de la Revolución, organizan una algarada por pasar un hambre atroz en régimen que creían suyo y que acabó, como siempre, en manos de otros. Sigo desazonado sin encontrar algo que ahuyente ese malestar.
Doy en un voluminoso anuario decimonónico con que en 1840 se firma el tratado de Waitangi merced al cual los ingleses se instalan en Nueva Zelanda como amos y señores de destinos y haciendas, pisándoles el poncho a sus eternos rivales franceses, siendo el primer acto del nuevo gobernador, capitán Hobson, reunir a los jefes indígenas y obligarlos a que acepten la soberanía de Su Graciosa Majestad. Solo así conservarán la propiedad de unas tierras que ya eran suyas, lo que recuerda el impuesto de sucesiones que obliga a pagar por una casa heredada que ya pagaron en vida tus padres, y de manera onerosa, y que deberán siguiendo pagar tus herederos después de que continúes aportando óbolos exagerados a Hacienda. Para el caso, preferiría un capitán británico. Tiene más clase que un mero recaudador de impuestos gris y seguramente con halitosis galopante. Que en el mismo año, 1888, Rubén Darío inaugure el modernismo – sucedió en realidad en 1896 con la publicación de su libro Prosas profanas que a mí, sinceramente, nunca me ha emocionado demasiado porque el poeta nicaragüense me parece ramplón -, se inaugure la Exposición Universal en Barcelona de la que tanto rédito obtendría un siglo después el socialismo barcelonés con el cuento de los Juegos Olímpicos, o que Vincent Van Gogh se marche de París huyendo de sí mismo hacia el Midi para estallar en sus lienzos todos los tubos de óleos en una mezcla de locura, genialidad y terrible soledad, no endulza que tales cosas coincidan con la tragedia de Mayerling, drama folletinesco con heredero al trono austríaco y amante. Cultura y crimen, razón de intelecto y razón de estado, qué poco habéis cambiado a lo largo de los siglos.
¿La historia escribe con su propia métrica al margen de nosotros? ¿Hay causa y efecto en que el año de la pérdida de las colonias, el malhadado 1898, sea el mismo en el que se funda en Moscú el Teatro de Arte por Stanislavski , que Emil Zola publique su célebre J’acusse o que muera Lewis Carroll, alias de Charles Lutwige Dogsdon, autor de Alicia en el país de las maravillas? ¿Quería la historia decirnos que las maravillas de aquel imperio en el que jamás se ponía el sol habían terminado para nunca más volver? ¿Quién nos acusaba? ¿Era teatro nuestra política?
Ha sido una visita triste a un pasado reseñado en papel amarillento y quebradizo. Demuestra que el ayer y el mañana no son distintos al ahora
Cierro mis libracos y los devuelvo a ese cementerio que son las estanterías de cualquier biblioteca creada lo largo de los años, más por incapacidad de relacionarse socialmente que por afán de erudición, y compruebo lo sabio que era Vázquez Montalbán cuando hacía que Pepe Carvalho quemase sus libros en la chimenea. Es el único calor que pueden ofrecernos los conocimientos, más o menos útiles, que ocultan esas misteriosas envolturas con títulos tales como Floresta española de Apotegmas, el Costumari Català de Amades, las memorias de Mesonero Romanos o los viejos, viejísimos anuarios de revistas de la época.
Ha sido una visita triste a un pasado reseñado en papel amarillento y quebradizo. Demuestra que el ayer y el mañana no son distintos al ahora. Incluso la mascarilla y los guantes que llevo por el polvo acumulado en mis más de tres mil libros tienen una vigencia que, dadas las circunstancias, es significativa. No sé a ciencia cierta qué estaba buscando, pero sí sé lo que he encontrado. El virus del lector es peligroso pues suele predisponerte a la melancolía, a considerar que todo tiempo pasado fue igual, a que jamás aprendemos nada y a que la condición humana es la que es, aunque cada generación se empeñe en demostrar que es infinitamente superior a la que la precedió.
Soy consciente que no he escrito un artículo de política. Hablo de leer y recordar. Es, por tanto, triste, crepuscular. Lo dijo Borges, hay lectores que son cisnes más tenebrosos que los escritores. Eso sí es actualidad, miren por donde: son tiempos tenebrosos. Y vulgares, terriblemente vulgares.