Opinión

¿Qué habría dicho el pianista?

Hace algunas semanas tuve el privilegio de conocer a un genio. Esto no sucede todos los días. Se trata de un chaval sevillano de ojos vivarachos, sonrisa franca, lengua afilada,

Hace algunas semanas tuve el privilegio de conocer a un genio. Esto no sucede todos los días. Se trata de un chaval sevillano de ojos vivarachos, sonrisa franca, lengua afilada, aspecto bohemio y que no se está quieto un segundo. Hace teatro, cine, se tira en paracaídas, se arroja desde los puentes atado a una cuerda, yo qué sé. Pues vaya cosa, dirán ustedes. Sí, diré yo, pero añadiré que este jovenzuelo alegre y de fuerte carácter se llama Juan Pérez Floristán y es el único español que ha ganado dos de los tres concursos de piano más prestigiosos del mundo.

Cuando tenía 22 años ganó el Paloma O’Shea, de Santander. Es el primer pianista nacido en España que lo consigue desde 1978, cuando se lo llevó (y por segunda vez) el inmenso Josep Maria Colom. Pero es que ahora, en mayo pasado, el inquieto Juan se convirtió en el primer compatriota nuestro galardonado con el premio Arthur Rubinstein, en Tel Aviv: es el segundo de los tres grandes (el tercero es el Chaikovski, de Moscú) y eso coloca a nuestro sevillano en la estratosfera, en la elite del piano mundial. Hace dos semanas se presentó en el Carnegie Hall, de Nueva York. Pasaron las dos cosas que él sabía que iban a pasar. La primera, que la policía de fronteras de EE UU se las hizo pasar canutas, porque son gente desagradable y lo son con todo quisque, que se lo digan a Felipe VI. La segunda, que la enorme sala se llenó hasta los topes y Pérez Floristán obtuvo un triunfo de los que no se olvidan. No lo sacaron a hombros porque allí no tienen tradición taurina. Pero fue lo único que le faltó.

Hace muy poco, apenas unos días, este prodigioso muchacho fue invitado a un espacio de televisión que se llama “La Resistencia”. Es un late late show marcadamente humorístico que yo no suelo ver, porque con su presentador, David Broncano, me pasa lo mismo que con otros cómicos de gran popularidad: que no consigo reírme con él. Me aburro. Puede que sea cosa de la edad, pero me aburro. En esta ocasión, sin embargo, el invitado era Pérez Floristán, así que me senté delante de la tele para ver qué hacía, qué contaba, cómo se lo pasaba el chico, qué sacaba Broncano de semejante talento.

Pues el chico se lo pasó bien, no había más que verle. Flaco, con unos pantalones de pitillo negros, zapatillas deportivas, una camisa divertida, su barbita a medio crecer, su aro de plata en la oreja. Esa pinta suya de habitante de Malasaña (pero ya dije que vive en Sevilla), su sonrisa, su humor. Sí, está claro que se lo pasó bien. Pero no sé lo que dijo.

El invitado forma parte del atrezzo, del decorado. Es un comparsa más. Un convidado al que apenas dejan hablar.

Y no lo sé porque eso era imposible, al menos para mí. Broncano habla muy, muy deprisa: con la sola excepción de Manuel Fraga Iribarne, yo no sé de nadie que hable tan rápido, que se pise las palabras de forma tan atropellada. Pero lo malo no es la velocidad. Lo malo es que Broncano no dejó contestar al pianista ni una sola vez, y calculo que estuvieron en el escenario más de media hora. Siempre es igual: el presentador hace una pregunta y, cuando el invitado ya ha dicho: “Bueno, yo creo que…”, Broncano le interrumpe para soltar una gracieta o hacer un chiste. O lo que él cree que es un chiste. El público aplaude o se ríe, los dos músicos que hay allí tratan de hacer lo mismo y el invitado, las cinco o seis primeras veces, se adapta al asunto y se ríe también; eso dura hasta que se da cuenta de que, en realidad, lo que él diga no tiene la menor importancia porque el protagonista no es él. El protagonista es el presentador. El invitado forma parte del atrezzo, del decorado. Es un comparsa más. Un convidado al que apenas dejan hablar. Por eso no sé lo que dijo Juan Pérez Floristán durante aquella media hora. Porque no dijo, en realidad, nada. No le dejaron. Y mira que lo intentó.

Hemos llegado a un punto en que, en este tipo de programas, lo que importa no es lo que diga el entrevistado; tampoco, si bien se mira, lo que diga el entrevistador, porque habla tan deprisa que pocas veces se le entiende. Lo único que cuenta es que el público (el de la sala y el que está viendo la tele) se ría, se lo pase bien o, como diría el propio Broncano, “se descojone”. Y en eso Broncano es muy bueno.

Duelo de pianistas

Conseguí adivinar (¿o lo sabía yo de antes?) que Pérez Floristán va a participar en un pequeño festival de música que organiza, en Segura de la Sierra, el hermano pequeño del presentador: Daniel Broncano, un ilustre clarinetista que además tiene en la zona una casa rural, o eso creí entender. No quedó claro quién invitaba a quién a alojarse en aquella casa, si el presentador al pianista o al revés. Sí se demostró palmariamente que a Pérez Floristán le gusta el pan con aceite, que es capaz de imitar perfectamente a Chico Marx cuando este tocaba humorísticamente el piano con una pelota de tenis y que, en fin, el pianista sevillano toca bastante mejor que el director del programa, Ricardo Castella, que estaba allí, en la garita de los músicos, serio como una cebolla, haciendo de teclista. Parte de la “entrevista” se fue en un surrealista “duelo de pianistas” entre Pérez Floristán y Castella, que es humorista y actor, pero no pianista, como quedó bien claro. De ahí, supongo, su seriedad.

Si a Pérez Floristán le hubiesen dejado hablar, quizá habría explicado cómo ganó el Rubinstein: con una versión perfectamente auténtica del concierto nº 4 para piano y orquesta de Beethoven, pero que el ilustrísimo jurado desconocía. Si hubiese podido, el joven genio podría quizá haber explicado por qué le apasiona Mozart pero no le gusta Albéniz, por ejemplo, o por qué es perfectamente posible tocar con toda perfección el emocionantísimo segundo movimiento del concierto nº 2 de Rachmaninov sin haber sufrido las calamidades del desamor, cosa que poca gente cree (yo no lo creo, por ejemplo). O por qué se largó de Berlín después de siete años de cimentar allí su carrera. O por qué se niega a ser una “máquina del piano” que vive en los aviones y da noventa conciertos al año, como hay muchos. O por qué hace cine y teatro. O por qué, para él, el piano es importante, seguramente lo más importante, pero no lo único importante que hay en la vida.

Pero no, claro. Es posible que David Broncano sepa quién fue Rachmaninov, pero seguramente creerá que ese tema de conversación no provocará las carcajadas de la gente ni le permitirá hacer gracietas, una detrás de otra. Y lo importante ya no es lo que un genio del piano diga o deje de decir sobre Beethoven, sobre la música o sobre sí mismo. Lo importante es que la gente se ría, se ría mucho y todo el tiempo. Todo lo demás da igual. Porque lo que hace el presentador no es una entrevista. Es un show. Algo completamente distinto.

Pues no invite usted a un pianista a su programa, señor Broncano. Invite usted a alguien gracioso aunque no tenga nada que decir, porque, total, ya lo dice usted todo. O mejor invítese a sí mismo, caramba. Que lo está deseando.

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