Era 4 de marzo y en aquella plaza de Bucha, una pequeña ciudad situada a 25 kilómetros de la capital, hacía frío. Los ocupantes rusos habían reunido allí a unas cincuenta personas para interrogarlas durante largas horas. Cinco detenidos recibieron orden de arrodillarse; las camisetas estiradas sobre un rostro amorfo. Sonó un estampido, y uno de ellos cayó con un tiro en la cabeza, entre los gritos asustados de la concurrencia. "No os preocupéis", bromeó el comandante ruso, "estamos aquí para libraros de la mugre."
Cuando estalló la guerra, los habitantes de Bucha habían creído que la capital se llevaría la peor parte. Pronto vieron pasar una nube de helicópteros reflejada en sus ventanas. Los rusos habían enviado una avanzadilla a tomar el aeropuerto de Hostomel, pocos kilómetros al norte del lugar, para usarlo como cabeza de puente en la conquista de Kiev. Cuando el corresponsal de la CNN Matthew Chance se apresuró a presentarse en el aeropuerto, le preguntó a los militares "¿Dónde están los rusos?" La respuesta no fue la que esperaba: "Nosotros somos los rusos."
Sin embargo, las fuerzas especiales ucranianas pelearon con uñas y dientes, y los rusos no lograron dominar Hostomel: se decidieron entonces a rodear la capital. Para ello, habían de pasar por Bucha. Les esperaba una sorpresa. El día 27, aquella columna acorazada de 42.000 soldados, saliendo ya de la ciudad, se vio fulminada súbitamente por los fantasmagóricos drones Bayraktar de los ucranianos. Torretas y cadenas de tanque volaron literalmente por los aires, aterrizando en los jardines de los vecinos. Algunos de estos se animaron a participar de la refriega: un ex-policía de 50 años saltó sobre un vehículo dañado y estranguló a un soldado. Según se apeaba, una bala enemiga le rozó la cabeza.
Pero los rusos iban a volver. El 3 de marzo, un segundo avance en pinza conquistó casi toda la población, y la ira de los ocupantes (o su miedo a una nueva emboscada) pronto se hizo sentir. Un mes después, el Kremlin abandonó la idea de tomar la capital, los rusos se retiraron, y los ucranianos tuvieron la oportunidad de cuantificar los estragos: casi 300 cuerpos yacían sin vida en las calles y sótanos de Bucha.
Podían verse civiles muertos sobre el asfalto mojado, al lado de bolsas de la compra con patatas que nadie cocinaría jamás o mochilas con medicinas que de poco servían ya
El presidente ucraniano Zelensky y el americano Joe Biden no tardaron en calificar los hechos de "genocidio", y algún comentarista excesivamente amigo de las comparaciones históricas los equiparó a lo ocurrido en Sbrenica en 1995 (cuando la armada serbia de Ratko Mladic masacró allí a miles de civiles bosnios). Lo cierto es que, por sangrante que sea el caso de Bucha, poco tiene que ver con un genocidio; es decir, con el exterminio sistemático de un grupo social concreto. ¿Cómo se llegó, entonces, a esta masacre?
En toda guerra, existen tres maneras de matar civiles. La primera es el bombardeo, algo a lo que los rusos han recurrido in crescendo en cuanto comprobaron la correosa resistencia a la que se enfrentaban. La segunda es la que provocan los soldados de gatillo nervioso y accidentado; si no directamente espoleados por la antipatía. En Bucha, los rusos habían insistido en que los civiles llevaran bandas blancas en el brazo, idénticas a las suyas, para identificarlos, pero no parecieron ser muy hábiles a la hora de distinguirlos. Podían verse civiles muertos sobre el asfalto mojado, al lado de bolsas de la compra con patatas que nadie cocinaría jamás o mochilas con medicinas que de poco servían ya. Cerca, dos perros acribillados en su caseta, y un jardinero muerto a tiros sobre el volante de su coche; que sería aplastado con el tiempo por un tanque. Los impactos de gran calibre parecían indicar la acción de francotiradores. Muchos se llevaron un tiro al tratar de huir, como sugería un vehículo blanco Ford con la palabra "niños" escrita en el lateral, los neumáticos deshinchados y el capó arrancado de cuajo. Un cura local recordaría que todo dependía de qué soldados se encontrara uno en el puesto de carretera. Durante aquellos días, cuentan hoy los vecinos, no era buena idea pasear mascotas, como tampoco lo era ser visto con un móvil: los rusos asumían automáticamente -y con cierta lógica- que la persona en cuestión estaba informando sobre sus movimientos.
Pero es la tercera forma de matar la que destaca sobre las demás, y en Bucha, la señal es inequívoca: cadáveres que lucen muñecas atadas y disparos a quemarropa. Ejecuciones intencionales, quizás por docenas; acompañadas en algún caso de tortura, como pudo verse en un antiguo campamento infantil reconvertido en centro de detención. Allí, los mosaicos soviéticos que mostraban a niños bailoteando hacían de decorado para una macabra puesta en escena: cinco cuerpos con las narices rotas o las piernas baleadas, con las manos atadas a las espaldas y un tiro en la cabeza. En los pueblos cercanos, se informaba de episodios similares. La alcaldesa de Motyzhin fue encontrada en una fosa, detrás de un cuartel, junto a los cuerpos de su marido e hijo. Todos ellos -como tantos otros alcaldes ucranianos- habían sido detenidos previamente.
El Kremlin no tardaría en reaccionar a todos estos descubrimientos. Denunció un "montaje", una "puesta en escena" organizada por los propios ucranianos al avanzar; versión que repetirían no pocos de sus conciudadanos. Por desgracia para la meliflua moral moscovita, la fima de satélites Maxar confirmaría mediante imágenes que los cadáveres estaban en las calles de Bucha desde marzo. Ciertamente, el agit-prop emitido por la agencia estatal rusa RIA había pedido que ningún soldado ucraniano fuera perdonado, y la Inteligencia alemana, el BND, interceptó por su parte unas comunicaciones rusas cercanas a la capital donde se discutía el asunto con calma sorprendente: "Primero interrogas a los soldados, luego les pegas un tiro."
Una madre suplicaría entre lágrimas a un soldado (un hombre cuya altura le valía el mote de "Jirafa") para que no forzara a su hija, tratando de demostrar, certificado en mano, que la chica apenas contaba con 14 años
Los abusos y liquidaciones parecían haber comenzado cuando los ocupantes iniciales ("soldados jóvenes", en palabras de un testigo) fueron sustituidos por otras unidades; chechenos, quizás, o mercenarios de la compañía Wagner, o bien simples veteranos. Motivados por cantidades considerables de alcohol, como atestiguan las botellas abandonadas, estos habían apaleado o amenazado a los sospechosos de ser resistentes o informantes-"¿Quieres morir rápido o lento?"- y habían llegado a practicar falsas ejecuciones; un tiro al lado de la cabeza, a fin de aterrar al detenido. También se habían dado al saqueo -llegó a utilizarse un transporte acorazado para arrancar un cajero automático de su base- y facilitado, a su vez, el pillaje por parte de los propios lugareños. Sobre todo, habían violado a no pocas mujeres. Una madre suplicaría entre lágrimas a un soldado (un hombre cuya altura le valía el mote de "Jirafa") para que no forzara a su hija, tratando de demostrar, certificado en mano, que la chica apenas contaba con 14 años. "Jirafa" replicó con frialdad: "Si no es ella, eres tú." La madre fue violada, mientras la abuela había de presenciar la escena y su tía Sveta recomendaba cautela: "Ten cuidado, están fuera de sí. Sé valiente." Los soldados, mientras tanto, intercambiaban risitas y chistes verdes.
Estos macabros descubrimientos provocarían que la ONU expulsara (finalmente) a Rusia del Comité de Derechos Humanos. Se habló también de llevar a los jerarcas del Kremlin ante la Justicia, pero la pregunta albergaba ecos confusos: ¿Qué justicia? La Corte Penal Internacional podría ser una opción, pero Rusia decidió en 2016 que dejaba de someterse a su jurisdicción; a cuenta, precisamente, del conflicto en Ucrania. Los tribunales ucranianos serían otra alternativa, pero ningún mando ruso comparecería jamás ante ellos. Las naciones que practican la justicia universal, eso sí, podrían participar de la causa. En España, no obstante, el gabinete de Mariano Rajoy aprobó en solitario la suspensión de la misma en 2014 -presionado, probablemente, por un gobierno chino al que se juzgaba desde España por crímenes cometidos en el Tíbet- y, desde entonces, no puede perseguir delitos de lesa humanidad o genocidio cometidos en el extranjero.
"Mira, este aún está vivo." No tarda en pegarle dos tiros en la cabeza, cubierta con un abrigo. "¡Aún sigue respirando!", exclama. Su compañero replica: "¡Déjale de una puta vez!"
Sumadas a los bombardeos contra civiles, las atrocidades de Bucha iban a despertar en los ucranianos un odio aún más candente del que ya había contra la figura del soldado ruso. "Nadie los va a capturar ya", aseguraba un militar ucraniano. "Van a acabar todos bajo tierra." Algunos vídeos parecían corroborar este sentimiento. Uno de ellos -emitido una semana antes de descubrirse los sucesos de Bucha- mostraba a prisioneros rusos recibiendo tiros en las piernas por parte de sus interrogadores. Un segundo vídeo, aparecido un día antes de la liberación de Bucha (el 31 de marzo) y rodado a apenas 18 kilómetros al sureste de la población, mostraba varios vehículos rusos emboscados, con tres soldados rusos muertos sobre el asfalto coloreado por un reguero de sangre. Se ve a uno de los soldados acercarse a un cuarto caído -"Graba a estos bandidos"-, y percatarse, entonces: "Mira, este aún está vivo." No tarda en pegarle dos tiros en la cabeza, cubierta con un abrigo. "¡Aún sigue respirando!", exclama. Su compañero replica: "¡Déjale de una puta vez!" Pero suena un tercer disparo, y el cuerpo jadeante deja de moverse.
Tanto el Ministro de Defensa ucraniano como el secretario-general de la OTAN han afirmado que tales acciones deberían investigarse. Pero teniendo en cuenta el ejemplo de otras guerras, no será extraño que, en el futuro, los bombardeos, ejecuciones y violaciones rusas propicien cada vez más represalias por parte de los soldados ucranianos sobre sus prisioneros; digan lo que digan las autoridades.
La salida de las embajadas
Al calor de las imágenes de Bucha, el gobierno español -como el alemán, francés, italiano, danés o sueco- dio siete días para que 27 miembros del personal de la embajada rusa abandonaran el país. Polonia ya lo hizo en su día. El motivo real, se sospecha -y a ello apuntan las declaraciones de Madrid y Berlín- es el de contener la actividad de los espías con los que Moscú generalmente sobresatura sus embajadas.
Mientras tanto, sólo queda preguntarse: ¿se habrán comportado los rusos de igual manera en otros lugares de Ucrania? Los verificadores de la ONG Human Rights Watch ya comprobaron como, entre los días 27 de febrero y 14 de marzo, se habían producido casos de violación y ejecuciones sumarias por parte de los invasores en las regiones de Kharkov, Chernihiv y Kiev. Y las emboscadas que los rusos sufren con frecuencia por todo el país podrían detonar con facilidad episodios similares.
Y es que los desmanes rusos en Bucha pueden no parecerse en nada al caso de Sbrenica, pero recuerdan peligrosamente a lo ocurrido en la guerra de Chechenia. Rusia no ha modernizado en exceso el armamento o la estructura de mando de sus ejércitos. Quizá los modales brutales de sus tropas sigan, también, estancados en el tiempo.
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