Hasta hace tres o cuatro días, seis de cada diez españoles menores de 35 años no sabían quién fue Miguel Ángel Blanco. No eran capaces de reconocerle en una foto. Más de la mitad no tenían ni idea de qué fue aquello del “espíritu de Ermua”. Son datos de la consultora GAD3… de hace casi dos años. Es lógico pensar que, a medida que ha ido pasando el tiempo, esas cifras hayan tendido a aumentar.
Es terrible pero inevitable: tenemos memoria de pez. La mafia de ETA es, sin discusión, lo peor que le ha pasado a este país desde la guerra civil y desde la represión franquista, pero a los chicos y chicas que van llegando al mundo no se les habla de la historia reciente, inmediata. No es que pasen o que no les importe: es que no lo conocen. A muchos les habrá sorprendido ver en la tele cómo el Rey, serio, ponía una solitaria rosa junto ha un monumento que hay en un pequeño pueblo de Vizcaya que se llama Ermua. A muchos también les habrá descolocado escuchar cómo Felipe VI, en uno de los mejores discursos que ha pronunciado en toda su vida, recordaba cómo vivió él aquellos espantosos momentos (tiene la misma edad que tenía el concejal asesinado) y les aludía directamente: “No nos podemos permitir que haya generaciones que ignoren lo que pasó en esos dolorosos días de nuestra historia”. Alguno habrá corrido a consultar la Wikipedia. Eso que salimos ganando.
Hay chavales que piensan (y lo dicen) que Franco fue un rey de España de cuando Napoleón, más o menos. Otros están convencidos de que España, esa nación perversa, un día invadió Cataluña, que era una república independiente y feliz y llena de música y flores, y desde entonces la tiene sometida y esclavizada. Ignorantes ha habido siempre, aunque en este segundo caso se trata de una ignorancia inducida porque eso es lo que les han contado en la escuela.
Seis millones de personas no habían salido a la calle, a la vez, jamás. Pero no fue un grupo gigantesco. Fueron –fuimos– seis millones de personas, de conciencias, de individuos, de indignaciones
Dice el Rey que, ante el crimen de Miguel Ángel Blanco, el sentimiento de horror y de indignación fue de tales dimensiones que se hizo colectivo. Yo creo que no. Se hizo individual, personal, completamente íntimo. La gigantesca reacción sí fue colectiva, pero porque aquella canallada (el secuestro de un chaval y la puesta en marcha del reloj de la muerte) nos había llegado al alma a cada uno de nosotros. Seis millones de personas no habían salido a la calle, a la vez, jamás. Pero no fue un grupo gigantesco. Fueron –fuimos– seis millones de personas, de conciencias, de individuos, de indignaciones. Una por una.
Nadie puede decir que en la mafia vasca hayan abundado jamás los intelectuales ni las personas con sutiles capacidades estratégicas, pero el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco fue un error de cálculo garrafal. Una metedura de pata de principiantes de terrorismo. Porque se trató de una venganza, de un cabreo casi infantil. Un par de semanas antes, la Guardia Civil había liberado a Ortega Lara después de un espantoso secuestro de más de 500 días, cuando los mafiosos habían decidido ya dejarle morir nada menos que de hambre. Por ese motivo y por ningún otro ETA decidió “responder” con una acción que seguramente consideraban menor pero que, ante los suyos, les devolvería la “dignidad” perdida tras la humillación de que les hubiesen birlado al torturado. Esto no es una especulación, es una evidencia: alguien llamó al Ministerio y voceó: “Lo de Ortega Lara lo vais a pagar, ¡Gora Euskadi askatuta!”
Para asesinar a Blanco usaron a Txapote un psicópata de manual (no todos los terroristas son psicópatas, pero este sí), una especie de Charles Manson con las manos pringadas de sangre
Es difícil ser más cretino y más miope. El asesinato de un muchacho, con día y hora prefijados, no podía sino movilizar al país entero. Encima, aquellos inútiles dieron tiempo (más de cien horas) a que se nos tensaran las venas del cuello a millones de ciudadanos. No lo podían haber hecho peor. Además, para asesinar a Blanco usaron a Francisco Javier García Gaztelu, Txapote, un psicópata de manual (no todos los terroristas son psicópatas, pero este sí), una especie de Charles Manson que lleva toda su vida obsesionado con la muerte y que tiene las manos pringadas en sangre desde que tenía veinte años. Un tipo que jamás se ha arrepentido de nada: ya no puede, el enfrentamiento con la realidad le provocaría tal crisis que quizá acabaría matándose él. Saldrá de la cárcel, si nada lo impide, dentro de diez años.
Pero hay algo en lo que deberíamos pensar, porque es una obviedad. En el independentismo vasco, no todos son Txapote. La derrota de ETA ha hecho aflorar una gran cantidad de matices que hasta entonces permanecían escondidos, obviamente por miedo. Entre Ibon Etxezarreta, el arrepentido asesino de Juan Mari Jáuregui (vean la extraordinaria película Maixabel, por favor) y este descerebrado con perfil de grajo hay un mundo. Cada cual debe pagar por lo que hizo, eso está fuera de discusión, pero conviene recordar que el otro día, cuando Cuca Gamarra pidió por sorpresa un minuto de silencio (debate del estado de la nación) por Miguel Ángel Blanco, los diputados de Bildu se pusieron en pie y participaron, como todos los demás, en el homenaje.
¿Que en el relato que se construya (está ya terminando de cuajar) sobre los años en que actuó la mafia vasca tiene que haber buenos y malos, como dice Marimar Blanco? Desde luego que sí. Nunca podrá equipararse a las víctimas con los verdugos. ¿Que es necesario un esfuerzo para que los chavales de ahora sepan lo que sucedió, y cómo? Sin la menor duda: la memoria es la mejor garantía de que semejante horror no se repita jamás.
Recordar y hacer recordar lo que ocurrió es pura necesidad democrática y hasta vital. Pero transmitir el propio odio a los demás, a quienes no vivieron aquello o no lo conocieron, es una canallada
Pero otra cosa es el odio conservado, cultivado, mimado en el corazón de cada cual. El odio absoluto, sin matices, sin contemplaciones, sin distingos entre quienes lamentan lo que pasó y piden perdón (y estos son muchos) y aquellos que siguen instalados en la locura, en el rencor, en su propio odio. No son lo mismo unos que otros. Recordar y hacer recordar lo que ocurrió es pura necesidad democrática y hasta vital. Pero transmitir el propio odio a los demás, a quienes no vivieron aquello o no lo conocieron, es una canallada.
Una canallada que a algunos parece resultarles, al menos políticamente, muy provechosa. Ya saben a quiénes. Es como si no supiesen vivir sin ello.
ETA fue vencida hace casi once años, en octubre los hace, aunque la “disolución formal” tardó algo más. Heridas tan largas y tan profundas tardan muchísimo en cicatrizar. Pero todos sabemos (mejor dicho, casi todos) que es imposible vivir alimentando el odio y alimentándose de él. ¿Cuándo vamos a empezar a distinguir los matices que cada vez más claramente se pueden ver en lo que sucedió (y en quienes vinieron) después de todo aquello? ¿Cuándo comprenderemos que la intransigencia absoluta siempre va hacia atrás, mientras que nosotros tendemos a ir hacia delante? ¿Cuándo comprenderemos que no es lo mismo no estar de acuerdo con tus ideas que guardarte odio químicamente puro durante el resto de la vida? ¿Caeremos alguna vez en la cuenta de que Miguel Ángel Blanco, ese chaval desconocido para los jóvenes que nos cambió la vida a todos, no manifestó jamás odio hacia nadie?
Por decirlo de una vez: ¿Hasta cuándo vamos a seguir así?
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