Opinión

¿Qué va a ser de nosotros?

Un grupo de socialistas de segunda fila se mira angustiado preguntándose lo que les depara el futuro

Se han reunido el mismo día de la semana en el mismo restaurante desde hace años. Sus ágapes han sido, de ordinario, copiosos, abundantes en libaciones y escandalosamente plebeyos, con risotadas soeces, palmadas en la espalda, voces con imperio y chistes de una vulgaridad total. Se sentían invulnerables, todopoderosos, por encima de la masa que les votaba. Eran responsables orgánicos del PSOE, oportunamente colocados en cargos públicos remunerados con sueldos opíparos que cobraban para no hacer nada salvo pasarse el día controlando la agrupación local, acudiendo a las reuniones del partido en la capital y cumpliendo a rajatabla las instrucciones que recibían. Vivían cómodamente instalados en la mediocridad que da el caciquismo provincial sin mayores problemas. Eran los nuevos señoritos, los amos de la tertulia del café local, los que recibían innumerables peticiones a diario, haciéndolos sentir importantes. “Compañero, mi hijo, que se va a Madrid no tiene trabajo y como sea que llevo treinta años de militancia en el partido y en la UGT…”, “Compañero, si quisieras moverme el expediente de una subvención que tengo pedida al ministerio para un negocio y que no hay manera…”, “Compañero, es una vergüenza que al facha de Menganito le hayan dado plaza después de aprobar unas oposiciones y, en cambio, a mi mujer, que es tan socialista, no le hayan aprobado el examen…”.

Sí, eran como dioses que hacían y deshacían y de su palabra o amistad dependían los destinos de una famélica legión de subvencionados con dinero de todos. Los votos que compraban servían para mantenerlos a ellos en un trono desde el que tiranizar a los mismos que tenían que ir a pordiosearles. Pero ahora, sus comidas se han espaciado. Ya no se escuchan conversaciones a grito pelado, ni se oyen carcajadas a costa de algún vecino que no les vota. Ya no hay aquella exhibición pornográfica de mando, y sus miradas se han tornado huidizas, como si esperasen de un momento a otro que la desgracia se presentase a su lado. Porque esos nuevos señoritos de la España real experimentan el viejo temor del albañil que, cayendo desde un décimo piso, mientras su cuerpo se precipitaba al vacío, decía “Dios mío, haz que dure”. Saben que su tiempo está a punto de acabar porque la dinámica de la historia es pendular y ahora les toca a ellos. Notan que la gente en la calle ya no los mira con ojos de fidelidad perruna, que se atreven incluso a increparlos, que no hay manera de disimular lo mal que lo han hecho, que por más propaganda que empleen cada vez hay menos personas dispuestas a creérsela, porque todo está imposible, el trabajo escasea y el contraste entre sus vidas de lujo y la de sus paisanos es obscenamente desigual. Saben que su estilo toca a su fin y se preguntan qué será de ellos, gentes sin más oficio ni beneficio que el de adular al de arriba y pisotear al de abajo. Con su nula formación, su escasísima propensión al trabajo y los años de dorada corrupción incrustados en sus cráneos a machamartillo nadie los querrá porque para nada valen.

Estamos en los prolegómenos de una caída abismal, la de los funcionarios del partido, la de los del aparato socialista, la de quienes se jactan de contar con los dedos en los congresos y de no saber idiomas. Porque cuando caiga Sánchez, que caerá, arrastrará con él a todo ese ministerio de propaganda en el que se ha convertido el partido socialista. Tienen razón los señoritos socialistas. Sin el gobierno, ¿qué será de ellos? Yo se lo respondo: lo mismo que ellos son, nada. Y conste que esto que digo obedece a una escena que he presenciado y que me limito a reproducir. Así están las cosas.

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