Dos etarras patriotas asesinos vascos han reconocido, veinticuatro años después, su papel en el asesinato del periodista José Luis López Lacalle. Lo han hecho, obviamente, para obtener permisos penitenciarios. De hecho, uno de los criminales ya disfruta de esos permisos y acudió por su cuenta al juicio. Supongo que iría todo el trayecto hasta el juzgado dando vivas a la justicia española. Ese crimen produjo una de las imágenes más poderosas de la maldad patriótica etarra. El cuerpo de Lacalle tendido bajo una sábana blanca y a su lado el paraguas rojo que, en sus últimos minutos de vida, lo protegió de la lluvia. Lluvia sagrada vasca, hasta el punto de que, en la famosa novela de Aramburo, actúa como sordina de los disparos del asesino de Txato, interponiendo entre ellos y la realidad una cortina sentimentaloide. Tampoco hay sangre ni trozos de cerebro en la escena, también diluidos, supongo, en la sagrada lluvia vasca. Para no hablar de la viuda del pobre Txato, que antes de morir lo único que anhela es una cartica en la que el asesino pida perdón. Como si el perdón lavara la sangre vertida. No lo hace. El famoso perdón sólo beneficia al criminal y al Estado que se parapeta detrás del perdón para justificar sus abyecciones, trapicheos innobles y otras defecaciones políticas.
Los dos patriotas vascos han reconocido que mataron al periodista Lacalle. Oh, ah, exclama orgásmicamente la prensa socialdemócrata: ¡triunfo de la justicia! Pero. En verdad es otra vergüenza para la Justicia española. El reconocimiento del asesinato no añadirá ni un minuto a las condenas de los asesinos. ¿Cómo es posible? Más crimen, pero la Ley lo ignora. Mientras que la fiscal del caso solicita 26 años de prisión para ambos patriotas, sabiendo que no los pueden cumplir porque la Ley española no lo permite; ¿cinismo o resignación?
En España, como es sabido, prima la política del vivo al bollo y el muerto al hoyo. Aplicada a patriotas como Txapote, De Juana Chaos (25 asesinatos y 3.000 años de prisión, de los que cumplió 18) o el llamado Carnicero de Mondragón, ajusticiador, según se define a sí mismo, en ningún caso asesino. Un hombre que duerme en paz todas las noches. Mataba por la sagrada Patria vasca. La Patria y su Pueblo, lo contemplan orgullosos, etcétera.
¿Las obras que hubieran evitado o disminuido decisivamente el horror en la provincia de Valencia? Eso puede esperar, hagamos lo importante: politiquear, despilfarrar, masajear a las fuerzas tribales antiespañolas
A riesgo de provocar sacudidas en los tiernos corazoncitos socialdemócratas, diré que todos estos etarras deberían estar cumpliendo cadena perpetua o, en los casos más sangrantes, nunca mejor dicho, muertos. A estas alimañas lo más saludable es exterminarlas por el bien de la comunidad, y de la Humanidad. No diré colgarlas del alumbrado público como proponía el gran Víctor Klemperer que se hiciera con los jefes y colaboradores intelectuales nazis: "Si alguna vez diera la vuelta la tortilla, y el destino de los vencidos estuviera en mis manos, yo dejaría en libertad a toda la gente común y corriente e incluso a algunos de los jefes, que tal vez tenían buena intención y no sabían lo que hacían. Pero a los intelectuales los colgaría a todos, y a los profesores universitarios un metro más alto que a los demás; y tendrían que seguir colgados de las farolas todo el tiempo que permitiera la higiene”. Yo sería más bien partidario de que se les eliminase de forma rápida y humana.
El horror de la riada Valencia
Ya puedo oír a los piadosos a costa siempre del dolor de otros (con excepción de algunos casos que merecen atención profesional especializada, véase el de una mujer que cocina deliciosos patillos para el asesino de su marido) lloriquear escandalizados. También puedo oír a los moralistas Teresa de Calcuta argumentar que el Estado no tiene derecho a matar. Juá. El Estado mata constantemente, véase a los muertos de la DANA. Si el Estado hubiese hecho su trabajo preventivo, que en algunos casos estaba planeado y aprobado pero nunca fue realizado, no hubiera muerto tal vez ninguna de las personas sacrificadas por la negligencia del Estado. El Estado prefirió regalarle dinero a los nacionalistas vascos y catalanes, pagar chantajes tribales, robar, contratar familiares y amiguetes, usar el dinero de los contribuyentes para rascarle la panza al dictador marroquí, comprar voluntades y votos mediante ayudas y subvenciones, o invertir en el control de los medios de difusión llamados públicos. Amén de repartir millones entre sus propagandistas culturales, cineastas, poetas, periodistas y literatos de la cuadra. ¿Las obras que hubieran evitado o disminuido decisivamente el horror en la provincia de Valencia? Eso puede esperar, hagamos lo importante: politiquear, despilfarrar, masajear a las fuerzas tribales antiespañolas con tal de mantenernos en el Poder. El Estado mata constantemente. Pero. Ay no, la pena de muerte, cómo nos degrada. Un poco de contención, señoritas.
Si la vida humana es el valor supremo, por qué las que siega la negligencia, el abandono de sus obligaciones, o los cálculos políticos de los que encarnan el Estado, no merecen el mismo castigo que los criminales ya sean sociópatas o patriotas. ¿Por qué Txapote, asesino de Miguel Ángel Blanco y otros muchos infelices, es considerado un monstruo merecedor de largas condenas y el Estado que mata cientos de personas, no?
Que yo sepa, los ciudadanos han concedido al Estado el uso exclusivo de la violencia, pero no el de la incuria asesina.