Últimamente estoy experimentando un fenómeno muy curioso, anómalo, extraño. Incluso empiezo a preocuparme. Les explico. Todo lo que de jovencita me parecía musicalmente infumable, hortera o
comercialmente despreciable, ahora me encanta. Simultáneamente, me horroriza el 99% de la producción de música actual.
Es evidente que no soy la única a la que le ocurre esto. El estreno del musical Bailo, bailo, donde los éxitos concatenados de la inolvidable rubia italiana nos prometen un par de horas de buen rollo pegando saltos, es el último eslabón de una larga cadena de apuestas por resucitar grupos, cantantes o estilos musicales de años atrás. De los magníficos espectáculos basados en la discografía de Mecano (Hoy no me puedo levantar, Cruz de Navajas) a los impresionantes avatares del Abba Arena de Londres, el mundo entero vibra con la resurrección de sintonías de décadas pasadas.
¿Qué nos pasa? ¿Por qué no hacemos esos mismos viajes o nos gastamos ese mismo pastizal para ver a cantantes actuales? ¿Es que se nos ha inhibido la capacidad de valorar nuevas revelaciones artísticas con la edad? ¿Se nos ha atrofiado la potencialidad de reconocer las creatividades de vanguardia? Son varias las explicaciones que podrían justificar mis ganas de ir a ver el musical que se acaba de estrenar de Raffaella Carrà. Mi propuesta es revisarlas todas y, de la manera más objetiva posible (esto es, recurriendo al método científico), elegir una.
Para ello, lo mejor es empezar por hacer un listado de los posibles supuestos que justifiquen este fenómeno revival. Cada uno de ellos pasará a ser una hipótesis de trabajo que trataré de demostrar que es falsa. La que sobreviva a la criba, esto es, la que no me sea posible de catalogar como incierta, será la que admitiré como verdadera y aceptaré como la explicación más pausible de mi realidad. Vamos a ello.
1.- Primera hipótesis: Todo el planeta se ha vuelto hortera
Dado que los gustos no se transmiten como los virus, es infundado el pensar en algún tipo de pandemia que afecte exclusivamente a la capacidad de elección auditiva o que altere el criterio estético de toda la humanidad ante los estímulos sonoros. No, eso no es factible ni defendible. No hay antecedentes biológicos similares ni parece serio pensar en una bacteria mutante tipo Raffaellus carraloquensis. No obstante, lo correcto sería diseñar un ensayo clínico con todos los mayores de 50 años y contemplar el potencial crecimiento de los cultivos microbiológicos de sus fluidos corporales.
Dado lo carísimo que saldría la realización del experimento, lo escatológico de la toma masiva de muestras y la necesidad de ahorrar para poder pagar la demencial investidura de Sánchez, se descarta esta hipótesis (aunque solo provisionalmente, a espera de un milagro en los pactos con Junts).
2.- Segunda hipótesis: La añoranza por una juventud irreversiblemente perdida. Dicho más crudamente, nos hacemos viejos
Esta propuesta es la que, masiva y resignadamente, es aceptada por una mayor
parte de la población. Sin embargo, y personalmente, me niego a llevar esta idea a modo
de cruz sobre mis hombros como un tributo más de la degeneración física concomitante
a la edad. Pero no me niego gratuitamente. Me niego justificadamente.
Asumiendo que existan inevitables evocaciones de tiempos perdidos, canciones que nos despierten el recuerdo de algún viejo amor o estilos que nos retrotraigan a una juventud idealizada por el paso del tiempo, eso no sería suficiente para explicar la proliferación de eventos de este tipo.
Un vestido, un peinado o cualquier otro complemento nos recuerdan igualmente esos gloriosos momentos disfrutados cuando teníamos varias décadas menos
La razón es evidente. Éramos jóvenes no solo con el oído. También teníamos otros sentidos para percibir la realidad y, sin embargo, no parecen verse afectados por esta nostalgia irrefrenable. De hecho, un vestido, un peinado o cualquier otro complemento nos recuerdan igualmente esos gloriosos momentos disfrutados cuando teníamos varias décadas menos. Y, sin embargo, no nos vestimos como Toni Manero en Fiebre del
Sábado Noche aunque nos encante escuchar a los Bee Gees. Tampoco nos maquillamos como Ana Torroja aunque flipemos cantando a todo pulmón Hijo de la luna y, por supuesto, no nos ponemos botas de drag queen cuando bailamos como locos Mamma mia. La moda de la ropa sigue su curso y, a pesar de tener un montón de años, seguimos las modas actuales y flipamos con las nuevas colecciones de las firmas más novedosas.
Dicho de otra forma, nos seguimos rascando el bolsillo por comprarnos el modelito que nnos ha cautivado, seguimos yendo a la peluquería a mantener nuestras melenas (o sus ausencias) en unos rangos de mínima actualización y continuamos pegándonos excesos económicos cuando un determinado bolso nos nubla las entendederas.
Nada nos gusta más que dejarnos sorprender por un nuevo sabor en un ambientede imaginación y creatividad como los que generan nuestros estupendos e innovadoresjóvenes cocineros
Lo mismo podríamos decir del gusto. No hay más que ver quiénes son los que están dispuestos a deleitarse, masivamente, con las experiencias gastronómicas más vanguardistas. Por mucho que sigamos disfrutando con una pizza de vez en cuando, está claro que los “talluditos” somos los que nutrimos las reservas de los restaurantes más punteros. Nada nos gusta más que dejarnos sorprender por un nuevo sabor en un ambiente
de imaginación y creatividad como los que generan nuestros estupendos e innovadores jóvenes cocineros. Estamos a la última de todas las novedades culinarias y, cuanto más años tenemos, más lo hacemos.
No, la edad no nos impide ni seguir siendo “modernos”, ni continuar con ganas
de que la vida nos sorprenda con experiencias organolépticas nuevas.
3.- Tercera hipótesis: La música actual es mala de narices
Para intentar refutar esta hipótesis habría que analizar los dos elementos fundamentales que integran la música, esto es, las letras y las melodías.
Empecemos por la segunda: Las melodías actuales son de un repetitivo
insoportable. El reguetón es una pesadilla y el Hip hop no alcanza, ni ligeramente, una
categoría superior. ¡Qué monotonía! ¡Qué hastío! No obstante, quiero ser justa y
reconocer la existencia, puntual y aislada, de algunos ejemplos algo salvables pero, en
cualquier caso, estadísticamente irrelevantes.
Fuera de los refregones de cama, los cuernos de parejas, o las propuestas de diversidad copulatoria y emocional varias, se crea muy poco (tirando a nada)
Pero donde no hay excusa posible es en las letras. No es que sean simples, que lo son. Y tampoco es que sean vulgares, que es imposible hacerlas más ramplonas. Tampoco es porque constituyan un atentado contra la dignidad de las mujeres que, sinceramente, no entiendo cómo las feministas (tanto las de sus ramas más clásicas como las que protestan por el simple hecho de la mitad de la población tenga un cromosoma Y), no ponen el grito en el cielo cuando escuchan cómo las mujeres se conciben monotemáticamente encerradas en el ámbito puramente sexual. No, no es por eso, ni por lo absolutamente ordinario y bajuno de sus contextos. No.
Es porque hay una estridente ausencia total de ideales, de propuesta de lucha por un mundo mejor, de sueños, de quimeras, de utopías, de deseos políticos o sociales. Dicho de otra manera, hay un vacío total de componente intelectual en esta música. Fuera de los refregones de cama, los cuernos de parejas, o las propuestas de diversidad copulatoria y emocional varias, se crea muy poco (tirando a nada).
Mientras en otros campos, como la ciencia, la informática o las telecomunicaciones, los jóvenes están revolucionando absolutamente el mundo (como es su obligación), la música está viviendo un momento intelectualmente tan plano que hasta Raffaella Carrà nos parece ahora “lo más”. Solo coincidimos las generaciones en que “Para hacer bien el amor, hay que venir al sur”.
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