Hay políticos que saben, en lo más hondo de su corazón, que realmente no son gran cosa. No me refiero a esos políticos que insisten en decir que son de clase media o de clase media, hacen cosas de hombre común en la tele o hablan como el jubilado medio lleno de opiniones del bar de la esquina. Tampoco hablo de esos líderes que trabajan muy duro para ocultar su inmenso ego detrás de montañas de falsa modestia. Hablo de esos tipos que están en política o porque les gusta o porque quieren hacer lo correcto, pero que en algún momento de su carrera se dan cuenta que no son ni tan listos ni tan carismáticos como se creían.
Sus discursos no mueven montañas. Sus planes de gobierno no revolucionan al país. Sus elaboradas piruetas estratégicas no parecen cambiar la opinión de nadie. Son gente simplemente un tanto mediocre, y que son perfectamente conscientes de que en el fondo tienen algo de relleno.
Todos los políticos, sin excepción, son personas con un ego considerable. Como considerable es el número de ellos que tiene cierto talento para la organización, la retórica, o para decir cosas absurdas y seguir sonando convincente. La inmensa mayoría tiene cientos de ideas sobre cómo solucionar los problemas del país. La combinación de estos tres factores (ego, talento, mesianismo) hace que muchos líderes tengan una cierta tendencia a hablar más de la cuenta, pergeñar elaborados planes para dominar el mundo en la ducha y convencerse a sí mismos de que “sí se puede”. Los políticos son gente a la que le gusta tomar riesgos, y a menudo se lanzan al ruedo muy seguros de sí mismos, sin evaluar las consecuencias.
Rajoy tuvo una exitosa carrera marcada por su tendencia a no hacer nada o en quitarse de en medio cuando sus rivales lanzaban alguna jugada maestra en su contra
Un político que es consciente de su propia mediocridad, sin embargo, no hace esta clase de cosas. Estos líderes sospechan que, aunque no son demasiado malos organizando campañas o hablando en público, no son nada del otro mundo. Saben que sus ideas para arreglar el país son refritos de segunda mano, y que más les vale tener a expertos cerca cuando toman decisiones. No se creen el centro del universo, y no tienen esa necesidad vital de estar en frente de una cámara dos veces al día para iluminarnos con su genio. Son tipos cautos que cuando tienen que decidir entre un plan genial y no hacer nada prefieren no hacer nada, ya que saben que sus planes seguramente son menos geniales de lo que aparentan.
El arquetipo del político mediocre y orgulloso de serlo en la política española reciente es, como no, Mariano Rajoy. El bueno de Mariano tuvo una larga, exitosa carrera política marcada por una acentuada tendencia a no hacer nada, o más en concreto, en salirse de en medio cuando sus enemigos y rivales lanzaban alguna jugada maestra en su contra. Una y otra vez, la inacción resultó ser la jugada correcta, y el tipo llegó a presidente del Gobierno sin nunca hacer nada remotamente creativo. Rajoy sólo acabó por perder el cargo porque un número considerable de sus compañeros de partido estaban robando todo lo que no estaba clavado en el suelo y nunca hizo nada para solucionarlo, pero si no llega a ser por los escándalos de corrupción ahí seguiría, leyendo el Marca sin molestar a nadie.
La mayor sorpresa de las elecciones del domingo pasado es que la clase política española parece haber generado otro Mariano Rajoy, esta vez en la izquierda. Aunque la carrera política de Pedro Sánchez empezó con la típica tendencia de los políticos a creerse genios (como cuando intentó formar gobierno en el 2015 y 2016, y el partido acabó por echarle a patadas), en estas elecciones el líder del PSOE encontró un zen digno del Maestro Mariano. La campaña electoral de los socialistas este ciclo consistió en no decir nada y dejar que los partidos de la derecha y Podemos hicieran la campaña por él. Le salió bien, y ganó por goleada a base de aprovechar errores ajenos.
El PSOE realmente no ha ganado estas elecciones; quien las ha perdido ha sido la derecha. Pablo Casado creyó haber encontrado un filón de votos por explotar cuando empezó a hablar sobre inmigración, apelaciones trumpianas al resentimiento y diatribas contra la corrección política mientras insistía que era el más españolazo de todos. Sus acciones no hicieron más que alimentar el discurso de la extrema derecha que el PP siempre había sabido contener, hundiendo el partido en las urnas.
A base de llenar pabellones y salir en la tele, Vox ha conseguido que Sánchez saque una mayoría cómoda en el Congreso sin tener que bajarse del Falcon
Ciudadanos sigue ensimismado en ese sueño de su líder de ser presidente del Gobierno cuanto antes, y se pasó la campaña más concentrado en adelantar al PP y poder liderar un gobierno de coalición que en dar soluciones reales y pensar a largo plazo. Sus líderes se han autoconvencido que subir tres puntitos escasos en unas elecciones donde su gran rival perdió dieciséis es un buen resultado, pero la carrera hacia la derecha hizo que Sánchez ni siquiera se tuviera que preocupar de apelar al voto centrista.
Vox, mientras tanto, es un partido de ultraderecha que actúa con la misma falta de sentido estratégico que habitualmente caracteriza a la izquierda. Dividir el voto en un sistema electoral como el español, extraordinariamente cruel con los partidos que acaban cuartos o quintos, era una idea digna de alguien de la izquierda madrileña, no de un partido que quiere cambiar el país. A base de llenar pabellones y salir en la tele, sin embargo, trabajaron durísimo para conseguir que Sánchez saque una mayoría cómoda en el congreso sin tener que bajarse del Falcon.
Napoleón Bonaparte solía decir que no quería buenos generales, sino generales afortunados. De Pedro Sánchez (y Mariano Rajoy) se dice a menudo que es un político con suerte, porque sus enemigos acostumbran a derrotarse ellos solos sin que tenga que hacer nada. Más que suerte, sospecho que Sánchez sabe que eso de la genialidad política es algo más bien escaso, y que la “suerte” consiste en saber dejar que tus enemigos cometan errores sin su ayuda.
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