Con motivo del fallecimiento de Benedicto XVI el pasado 31 de diciembre, muchos comentarios han destacado la vasta cultura y la talla intelectual del Pontífice emérito. Cuando se retiró en 2013, Mario Vargas Llosa señaló que Joseph Ratzinger no era un hombre carismático, que se sintiera cómodo dirigiéndose a las multitudes como su antecesor polaco, pues era persona más de biblioteca y aula, de estudio y reflexión; al decir del escritor, pertenecía a una especie en peligro de extinción, la de los intelectuales (¡o los intelectuales a la vieja usanza!).
En aquel perfil el Nobel de literatura elogiaba ‘el vigor dialéctico y la elegancia expositiva’ de Ratzinger. Según explicaba, aunque estrictamente encuadrados dentro de la ortodoxia católica, sus escritos ofrecen valiosas reflexiones sobre los problemas culturales, morales y filosóficos de nuestro tiempo, por lo que pueden ser leídos con interés y provecho por lectores no creyentes como él. En tal sentido algunos han recomendado estos días el diálogo que mantuvo con el filósofo Jürgen Habermas en torno a los fundamentos morales del Estado liberal y el papel de la religión en las modernas sociedades seculares. Un encuentro que tuvo lugar en Múnich en enero de 2004, cuando Ratzinger aún era cardenal, y que cuajó en un libro que lleva por título Dialéctica de la secularización (2005).
Por deformación profesional seguramente, hay otro libro de Ratzinger que me parece de particular interés, pues está dedicado a la conciencia moral (On Conscience, 2007). Es una obrita breve, compuesta por dos ensayos, de los cuales solo el primero ha sido traducido al español con el título de ‘Conciencia y verdad’. Son dos conferencias que impartió en 1984 y 1991 en sendos workshops organizados por The National Catholic Center for Bioethics (NCBC), una institución católica norteamericana dedicada al estudio y la investigación en temas de ética aplicada, principalmente en el ámbito de la biomedicina.
Que por dos veces Ratzinger se ocupara de la conciencia pone de relieve su interés por el asunto, que no duda en situar en el centro mismo de la reflexión sobre la moralidad y su papel en la vida humana
Aunque los seminarios del centro estadounidense versan sobre cuestiones específicas de bioética como la eutanasia, el aborto o las técnicas de reproducción asistida entre otras, cuentan habitualmente con un conferenciante invitado que aborda algún problema filosófico o teológico de carácter general. Que por dos veces Ratzinger se ocupara de la conciencia pone de relieve su interés por el asunto, que no duda en situar en el centro mismo de la reflexión sobre la moralidad y su papel en la vida humana. Se trata de una cuestión insoslayable, como bien dice, pues afecta de lleno a los aspectos esenciales de la experiencia moral, como la relación entre el juicio de cada uno y las normas morales que nos vinculan a todos, la autonomía personal para decidir cómo he de actuar en cada caso y el papel de la autoridad, si es que la hay, en los asuntos morales.
No es mal recordatorio para los filósofos, dicho sea de paso, quienes tienden a tratar la cosa un poco al soslayo, o bajo la cobertura de otras nociones que suenan más actuales, como autonomía. En realidad, si nos tomamos en serio cuestiones como la objeción de conciencia, o queremos seguir defendiendo la ‘libertad de conciencia’ frente a sus enemigos de toda laya, que no son pocos, haríamos bien en no pasar por alto ni arrumbar un problema que, más allá del cristianismo, hunde sus raíces en la Antigüedad clásica.
Como era de esperar, puesto que se dirige a una audiencia católica, Ratzinger aborda la cuestión en términos confesionales. Pero al mismo tiempo le da una impronta indudablemente clásica, pues centra la discusión en la contraposición entre la conciencia, vista como el baluarte de la libertad del individuo, y las exigencias de la autoridad, representada en este caso por el magisterio de la Iglesia. En esa oposición entre conciencia y autoridad, ¿debemos otorgar primacía siempre a la primera, considerándola como la guía última en cuestiones morales? Tratándose de quien por entonces era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, nada menos que el antiguo Santo Oficio, encargado de velar por la ortodoxia católica, la pregunta no deja de tener su aquel. Por lo demás, se puede plantear en un contexto enteramente secular, cambiando a las autoridades eclesiásticas por las civiles.
Los que crucificaron a Jesús o perseguían a los primeros cristianos estarían libres de pecado, a poco que creyeran que lo que hacían estaba bien
En una sociedad liberal como la nuestra la respuesta parecería evidente: uno debe seguir siempre los dictados de su conciencia, o no obrar nunca en contra de ella. Ratzinger asume este principio moral como ‘indiscutible’, haciéndose eco de una larga tradición que se remonta por lo menos hasta san Pablo. Por si algún despistado cree que tal principio es una novedad ilustrada, recordemos por ejemplo que un autor medieval como Pedro Abelardo sostiene en su Ética que ‘no hay más pecado que aquel que se comete contra la conciencia’.
Ahora bien, de tal posición se desprenden consecuencias chocantes cuando no paradójicas, como los pensadores medievales advirtieron con claridad, pues entonces los que crucificaron a Jesús o perseguían a los primeros cristianos estarían libres de pecado, a poco que creyeran que lo que hacían estaba bien. Podemos citar el socorrido ejemplo del nazi convencido o acudir a casos más cercanos, como los fanáticos religiosos que maltratan a las mujeres por no llevar el hiyab, o los terroristas de las Brigadas Rojas que asesinaron a Aldo Moro, como la serie Exterior Noche ha vuelto a recordar. En todos los casos bastaría obrar de acuerdo con las propias convicciones para eximir de culpa a quien hace el mal, simplemente porque está convencido de que actúa bien. Lo que es absurdo, pues conduce al resultado paradójico de que cuanto más fanático sea uno, más fácilmente se libraría de culpa.
No es la única paradoja, si vemos que el problema aquí es el de la conciencia errónea. Pues ésta plantearía un dilema irresoluble: por seguir con el lenguaje de los medievales, si la conciencia me lleva a obrar de forma contraria a la ley de Dios, estaría cometiendo un pecado mortal; pero si actúo en contra de su dictado también incurriría en grave pecado, al obrar pensando que lo hago en contra de la ley divina. No hay forma de escapar del dilema más que librándonos de esa conciencia errada (¡pero del error, no de la conciencia!). Para lo cual el primer paso es admitir que nuestras convicciones pueden estar equivocadas, como pueden estarlo los juicios morales que derivamos de ellas, por lo que debemos andar vigilantes, sometiéndolas a escrutinio cuando sea necesario, especialmente si resultan complacientes o se ajustan demasiado bien a lo que se espera en nuestro entorno.
Ni falibilidad ni pluralismo deberían confundirse con relativismo, pues quien habla de error, supone que hay verdad. Ratzinger endosa gratuitamente esa confusión al liberalismo
Pero no hay garantías ni remedios seguros contra el error cuando se trata de cuestiones morales. Si la conciencia ha de ser nuestra guía en tales asuntos, de ahí no se sigue en absoluto que sea infalible. Como dice Ratzinger citando a Spaemann, ‘la conciencia no es un oráculo’ y el cristiano no puede tomarla por ‘la voz de Dios’. Los demás, por supuesto, tampoco. El pluralismo circundante, en una sociedad donde conviven personas con opiniones morales distintas y antagónicas, debería servir como aviso. Ni falibilidad ni pluralismo deberían confundirse con relativismo, pues quien habla de error, supone que hay verdad. Ratzinger endosa gratuitamente esa confusión al liberalismo, al que reprocha una visión superficial de la conciencia desconectada de la verdad. Es un sesgo antiliberal que aparece más de una vez.
Seguramente las mejores páginas del libro están dedicadas al mal uso de la ‘buena conciencia’, cuando ésta vale como mecanismo de racionalización para sentirnos justificados por las cosas que hacemos, o para atrincherarnos cómodamente detrás de nuestras certezas, sirviéndonos de ellas para escudarnos. Pues ya decía Hannah Arendt que solo las buenas personas tienen mala conciencia, que es tanto como recordar que la conciencia funciona bien siendo mala, esto es, como testigo incómodo de lo que hacemos, que puede convertirse en fiscal que acusa y hasta juez que condena. Pero es una jurisdicción íntima, de naturaleza estrictamente personal (sería extraño decir ‘mi conciencia me dice que no hagáis esto o lo otro’), que nos interpela a solas. Ahí está la raíz de una experiencia de división interna que llamó la atención de los clásicos: por mucho que pueda ocultarme ante los demás, siempre viene conmigo un testigo que conoce lo que hago y al que no se le escapan mis razones. ¡Más me vale estar a bien con él, con quien tengo que estar a todas horas!
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación