Opinión

Razas incendiarias

Para la biología la cosa está clara: las razas humanas no existen. Apenas un 1% del genoma nos separa de nuestros parientes primates chimpancés, lo que quizás pueda explicar la propensión humana a conductas simiescas, como la sociedad

  • Disturbios en Nanterre (Francia)

Para la biología la cosa está clara: las razas humanas no existen. Apenas un 1% del genoma nos separa de nuestros parientes primates chimpancés, lo que quizás pueda explicar la propensión humana a conductas simiescas, como la sociedad de bandas dirigidas por machos alfa y mantenidas en orden por la violencia. Entre cada humano individual y otro de la misma población las diferencias genéticas, mínimas, pueden ser mayores que entre dos grupos: dos españoles cualesquiera pueden tener más diferencias genéticas entre sí que la media de españoles respecto a portugueses o marroquíes. Una de las bromas genéticas es que, como media, los españoles nos parecemos mucho ¡a franceses y británicos!; pero es el resultado de la herencia ancestral neolítica e indoeuropea, no del turismo.

El racismo y los problemas de la integración civil

El conocimiento científico apenas ha cambiado la mentalidad media: la mayor parte de la gente se siente atraída por los parecidos a los suyos, y desconfía de quienes tienen un aspecto diferente (los fenotipos: tono de la piel, color de pelo e iris, etc.) Y hay una minoría decididamente racista, incluso la mayoría si vive en sociedades educadas en la existencia de diferencias raciales. Como todos nosotros, los racistas buscan sin cesar noticias o bulos que confirmen su sesgo de confirmación y revaliden sus prejuicios. Los disturbios de Francia, donde los prejuicios raciales han tenido un papel, han servido para esto.

Lo de Francia no demuestra el peligro de fantasmales invasiones de inmigrantes, sino algo más grave: el fracaso de la integración civil de comunidades marginadas

No es raro que se ignoren que los saqueadores, gamberros e incendiarios de Francia, que eso son y no rebeldes sociales, son hijos y nietos de franceses, aunque sus abuelos y bisabuelos provengan de la inmigración. Lo de Francia no demuestra el peligro de fantasmales invasiones de inmigrantes, sino algo más grave: el fracaso de la integración civil de comunidades marginadas que, en teoría, no existen. ¿Qué podemos saber de los problemas franceses, y qué podemos aprender de ellos, aparte de que el racismo es peligroso y falaz?

En Francia, en teoría, no existe cuestión racial alguna: la ciudadanía se pretende universal y fundada exclusivamente en los valores republicanos y la gran cultura francesa. Pero las instituciones dedican muchos recursos, sin mucho éxito, a tratar de limar las afiladas aristas de un hecho desagradable: que existe, y desde hace muchos años, un sector de origen inmigrante, a veces remoto, que no se quiere integrar, que hay franceses que no se sienten franceses a pesar de la cuna, la escuela, las ayudas, la comprensión paternalista de los medios simpatizantes. La mayoría son de origen norteafricano, y también subsaharianos, del antiguo imperio colonial francés.

El fracaso francés en Argelia

La inmigración magrebí es antigua. Data de la invasión de Argelia, en 1830. En esa época Francia intentaba rehacer su imperio y expandirse; instaló allí a cientos de miles de colonos, incluyendo muchos españoles (el apodo de estos colonos era pied-noir). Y discriminó a la mayoría nativa sin concederles la ciudadanía francesa, vedada a casi todos ellos. Sin embargo, importó a muchos para los trabajos más humildes en la metrópoli y, cosa importante, para su ejército (decenas de miles de magrebíes murieron en ambas guerras mundiales por Francia, sin obtener el beneficio de la nacionalidad).

En Francia había cientos de miles de inmigrantes argelinos haciendo esos trabajos que nadie quiere, y muchos fueron tratados como terroristas y sospechosos

Era, en cierto modo, un apartheid a la francesa: dos sociedades con diferentes derechos en el mismo territorio, una nativa sometida y otra colonial impuesta. Allí coexistían, más que convivían, la población bereber y árabe con la compuesta por franceses y otros inmigrantes. Los nativos perdieron las tierras más fértiles, entregadas a los colonos, aunque su población siempre fue muy superior; hacia 1960 los pied-noir eran poco más de un millón frente a varios millones de árabes y bereberes. La colonización escindió el país entre comarcas francesas y la Cabilia bereber. Las ciudades también se dividían en casbas árabes y nuevos barrios de modelo francés.

Con esos cimientos, la invención de una Francia norteafricana acabó en fracaso catastrófico. A partir de 1945 dio origen a una larga y terrible guerra civil que casi contagia a la metrópoli: provocó intentos de golpe de estado militar, procreó una organización terrorista ultranacionalista, la OAS, y casi acaba con la tierna Cuarta República del general De Gaulle. Más de medio millón de franceses huyeron a la metrópoli. La guerra acabó en 1962 con la independencia, pero dejó heridas muy profundas. En Francia había cientos de miles de inmigrantes argelinos haciendo esos trabajos que nadie quiere, y muchos fueron tratados como terroristas y sospechosos. En octubre de 1961, una manifestación celebrada en París contra el toque de queda impuesto a los argelinos acabó con entre 70 y 200 manifestantes muertos, muchos sumariamente arrojados al Sena (el entonces prefecto de policía, Maurice Papon, fue condenado en 1998 por colaboracionismo y delitos de lesa humanidad durante la ocupación nazi).

La amenaza parece ser, en nuestro caso, el deseo de ciertos intereses políticos, nacionales e importados, de que también suframos noches raciales de incendios y saqueos

La desconfianza entre franceses y magrebíes data de esa época. Hay, por supuesto, otros ingredientes: los magrebíes fueron arrinconados en las enormes barriadas suburbanas de la banlieu, en guetos lejos de la vista de las clases medias. Y la adopción de políticas paternalistas de integración, tan bien explicadas en este artículo de Luis Rivas, no ha hecho sino empeorar las cosas. En efecto, las políticas antirracistas francesas comparten el mismo pecado original que las de Estados Unidos: no combaten el racismo, lo potencian al convertir las razas en sujeto político y social a proteger, en vez de a integrar por el único medio que funciona: el trabajo y la igualdad de oportunidades (y repiten el error colonial: crean dos sociedades en la misma nación).

Paradójicamente, las políticas antirracistas pueden crear fácilmente razas (mal) protegidas, apartadas de la sociedad competitiva real. Perdidas entre el rechazo y el paternalismo, en la desigualdad de una república dogmáticamente igualitaria, la ira y la frustración revientan de vez en cuando en incidentes violentos, tanto más cuanto que son puramente emocionales (en Francia se habla mucho de la rage, la rabia, y no solo de marginados). Carecen de dirección y objetivos distintos a destruir, robar y extender el caos. Desaparecen casi tan rápido como empiezan, hasta la próxima.

En España, por cierto, nos hemos librado de todo eso, gracias quizás a que apenas se ha hecho nada institucional: no hemos creado guetos, como los franceses o belgas, ni las “políticas de protección” han ido muy lejos (y las pocas iniciadas han demostrado ser poco de fiar o claramente peligrosas, sobre todo en Cataluña). La amenaza parece ser, en nuestro caso, el deseo de ciertos intereses políticos, nacionales e importados, de que también suframos noches raciales de incendios y saqueos. Atención a ese peligro.

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