Sólo aprendemos de los fracasos. Las victorias no nos enseñan nada, al contrario, nos dan información falsa sobre nosotros mismos haciéndonos confundir a menudo la buena suerte o la simple casualidad con nuestras propias capacidades. Los estadounidenses y, por extensión, todo Occidente hemos experimentado a lo largo de la última semana una vergüenza indescriptible al presenciar el colapso de Afganistán como consecuencia de la retirada definitiva del ejército estadounidense, que llevaba sobre el terreno casi veinte años. Podemos en este punto discutir si se hizo forma precipitada, si se ejecutó en condiciones o si Donald Trump debió en algún momento sentarse a negociar algo con los talibanes en Qatar el año pasado. Son temas de interés, especialmente este último de la negociación de Qatar y el primero de si el repliegue se ha hecho bien o ha sido una estampida innecesaria ante un adversario que había violado los términos de un acuerdo previo. Son detalles importantes sin duda, pero la cuestión de fondo va algo más allá. Como no se puede viajar al pasado para cambiarlo, como no podemos regresar a 2001 y evitar la intervención, o a 2020 y no alcanzar acuerdo alguno con esta gente, hay que plantearse que lecciones se pueden extraer de este fracaso, un fracaso monumental que sólo a Estados Unidos le ha costado unos más de dos billones de dólares y unas 2.500 vidas.
Powell se había opuesto a la campaña de los Balcanes precisamente por eso. No había consenso internacional y no se atisbaba victoria posible en un avispero de odios étnicos
La primera cuestión que debemos abordar es si cuando dio comienzo esto se habían aprendido las lecciones de Vietnam o de otros conflictos como el de los Balcanes. En 2001 el entonces secretario de Estado, el general Colin Powell, un veterano de Vietnam, trató de aplicar algo de lo que había aprendido allí. No quería meterse en Afganistán sin un plan muy claro para ganar la guerra desde el principio y sin apoyo de la opinión pública en casa y de la comunidad internacional. En los años noventa, Powell se había opuesto a la campaña de los Balcanes precisamente por eso. No había consenso internacional y no se atisbaba victoria posible en un avispero de odios étnicos como el de las guerras yugoslavas. Clinton siguió adelante, pero escudándose tras la ONU y limitando mucho la presencia de efectivos estadounidenses.
Con Bush en la presidencia y tras el trauma del 11-S, entrar en Afganistán era inevitable y además cumplía con los requisitos de Powell. La guerra como tal se ganaría en cuestión de semanas valiéndose de la abrumadora superioridad de los aliados, y el resto del mundo estaba de acuerdo en deponer a un régimen odioso como el de los talibanes. Todo salió a pedir de boca al principio. En poco más de dos meses el ejército de Estados Unidos se apoderó del país y acabó con los talibanes, a quienes forzó a abandonar el país tras la operación Anaconda de marzo de 2002. El resto del mundo aplaudía porque aquello se percibió no como una agresión, sino como la liberación de una tiranía espantosa.
Todos nos preguntamos qué sucedería en Afganistán a partir de ese momento. El mando aliado controlaba el país, por lo que sería el presidente de EEUU quien decidiría el rumbo político a tomar en un país ya pacificado. Porque, a pesar de su nombre, la guerra de Afganistán sólo adquirió tal naturaleza durante los primeros meses, el resto del tiempo ha consistido en la creación de un nuevo Estado afgano que se consolidase, ganase consentimiento de los habitantes y fuese viable sin necesidad de intervención extranjera. Aquí es donde todo ha naufragado dando argumentos a los enemigos de Occidente, que se sienten reivindicados ahora asegurando que Estados Unidos sólo empeora las cosas allá donde meta a sus soldados.
Los británicos consiguieron hacerse con Afganistán tras la segunda guerra anglo-afgana de 1878 y lo convirtieron en un protectorado hasta que se retiraron de allí medio siglo más tarde
Hablan, por ejemplo, de un presunto país indómito en el que todos los imperios han fracasado. No es cierto. Lo que hoy es Afganistán formó parte del imperio aqueménida, del parto, del sasánida, del califato omeya y, por supuesto, del imperio mongol hasta que éste se fragmentó en otros imperios menores. Ya en tiempos más recientes, los británicos consiguieron hacerse con Afganistán tras la segunda guerra anglo-afgana de 1878 y lo convirtieron en un protectorado hasta que se retiraron de allí medio siglo más tarde tras la primera guerra mundial. No existe nada parecido a la maldición afgana, aquel país no es un “cementerio de imperios”, o no más que otros lugares del mundo que son lugar de paso como Mesopotamia, Italia o la propia península ibérica. Es cierto que fracasaron los soviéticos, pero cuando la URSS ya se encontraba en pleno declive y porque sus tropas tuvieron que vérselas con milicianos armados y entrenados por los Estados Unidos.
Entrar en Afganistán no era un pasaporte seguro a la derrota tal y como ahora afirman muchos basándose más en impresiones comúnmente creídas que en hechos históricos. ¿Qué falló entonces? Los sucesivos Gobiernos estadounidenses cometieron una serie de errores colosales que frustraron continuamente sus propios objetivos. La lista de patinazos es larga. La administración de George Bush se negó a incluir a los talibanes en las conversaciones de noviembre de 2001 para formar un nuevo Gobierno en Afganistán. No quiso contar con ellos porque los había derrotado, ni siquiera con la parte más propensa a la negociación. Los expulsó a los márgenes desde el primer momento. En un país montañoso e inaccesible como Afganistán los márgenes son muy amplios.
La insurgencia se mantuvo durante años hasta que, ya en 2009 y con Barack Obama en la Casa Blanca, se recrudeció la ofensiva antiguerrillera. Los resultados no fueron los esperados
Años más tarde, en 2005, el entonces secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, observó consternado cómo esos mismos talibanes a quienes se había condenado al ostracismo resurgían, pero no quería dedicar más recursos al asunto afgano porque en aquel momento se encontraban enfangados en la ocupación de Irak. Se pensó que sería sencillo apagar esos focos guerrilleros con algo de paciencia y mucha pólvora. No sucedió nada de eso. La insurgencia se mantuvo durante años hasta que, ya en 2009 y con Barack Obama en la Casa Blanca, se recrudeció la ofensiva antiguerrillera. Los resultados no fueron los esperados. En ciertas zonas del país los talibanes habían echado raíces de nuevo y las operaciones militares, aparte de impopulares porque provocaban numerosas bajas, eran ineficaces. En 2014 se decidió poner fin a la primera fase de la guerra entregando el control del país al ejército afgano, entrenado y equipado por los aliados. Por último, ya al final del mandato de Donald Trump, se reconoció a los talibanes como parte negociadora, y se firmó un acuerdo de retirada gradual con ellos. Una retirada que concluiría a mediados de este año.
El tráfico de opio
Entre medias, la insurgencia talibán fue creciendo tanto en número como en legitimidad. Muchos afganos empezaron a percibirles como la única solución real a los problemas del país y a una ocupación extranjera que consideraban que se había prolongado demasiado en el tiempo. Tampoco les faltaba el dinero para comprar armas y mantener a sus milicianos. Los talibanes obtienen desde hace años muchos millones de dólares por el tráfico de adormidera, la base del opio y de otros derivados como la heroína. La superficie cultivada de adormidera se ha multiplicado por tres desde 2002 y hoy el país es el origen de aproximadamente el 80% de todo el opio mundial.
Todo esto se sabía en Washington, pero, víctimas del optimismo inicial y de la arrogancia que le siguió, o lo ignoraron o lo postergaron. Para el año 2014 aquello ya se percibía como una ratonera. La de Afganistán era la guerra de nunca acabar, un sumidero de dólares en el que nadie veía resultados prácticos más allá de haber hecho justicia por los atentados del 11-S. Fue en ese momento cuando empezaron a soltar lastre dejando el trabajo sobre el terreno a los propios afganos. Antes habían levantado desde cero una nueva república moldeada al estilo de una democracia occidental con su constitución, su tribunal supremo, su asamblea nacional para la que se construyó un gran palacio legislativo de nueva planta, su presidente, su primer ministro, sus elecciones y su ejército sometido al poder civil.
Al ejército, bien adiestrado y con armas modernas, le tocaba defender un Estado que hacía aguas por los sucesivos casos de corrupción y del que muchos afganos recelaban por venir impuesto desde Occidente
Todo parecía perfecto, casi sacado de un manual de ciencias políticas, pero la república contaba con muchos detractores en el interior que no se sentían representados por los diputados de la asamblea nacional ni otorgaban legitimidad al presidente. Al ejército, bien adiestrado y con armas modernas, le tocaba defender un Estado que hacía aguas por los sucesivos casos de corrupción y del que muchos afganos recelaban por venir impuesto desde Occidente, algo no muy diferente al protectorado británico de hace un siglo con la diferencia de que los británicos respetaron al rey y las instituciones locales. Esta vez casi todo se hizo desde cero inspirándose en una efímera república afgana de mediados de los años setenta, antes de que el país entrase en una interminable espiral bélica. Los talibanes sólo necesitaban porfiar y tener paciencia. Sus milicianos estaban mucho más dispuestos a morir y matar por su causa que los soldados del ejército afgano. Tenían, además, mucho más apoyo popular ya que luchaban por el islam y por la liberación de Afganistán de los ocupantes extranjeros.
La lección principal de lo que ha pasado en Afganistán no es que los estadounidenses sean especialmente torpes y malvados. Más bien es que Estados Unidos sigue insistiendo en que debe hacer lo que no puede hacer. En la cultura estadounidense la voluntad es un valor muy apreciado. Cuando se quiere hacer algo hay que hacerlo, aunque las probabilidades de éxito sean escasas. Se acepta mejor el fracaso que la inacción. Esto, llevado al terreno de la política exterior, ocasionó gestas como la guerra librada y ganada en dos frentes entre 1941 y 1945, pero también descalabros como el de Vietnam, el de Irak y ahora el de Afganistán. Tal vez extrajeron la lección equivocada de su ocupación de Alemania y Japón. Allí dejaron democracias estables y prósperas, pero aquello fue una excepción. Dos países muy avanzados que habían caído presos de sendas dictaduras que los condujeron a la destrucción.
Desde 1973, cuando Nixon tiró la toalla en Vietnam, todas las operaciones inspiradas en el caso alemán han fracasado estrepitosamente proporcionando dolor a los propios estadounidenses y al pueblo objeto de la ocupación. Quizá esta sea ya la última vez que lo hagan, y no tanto porque hayan aprendido a golpes, sino porque las amenazas del futuro es posible que sean algo diferentes a las del pasado. El mundo no es un tablero de ajedrez con China o Rusia jugando con las negras y Washington y sus aliados jugando con las blancas. Hay jugadores entre medias que colocan sus propias piezas que no son ni blancas ni negras. Ese sería el caso de los talibanes o de los ayatolás iraníes. En nuestro mundo, hiperconectado y dependiente de las computadoras y las redes, la principal amenaza para Occidente no son unos guerrilleros con turbante en las montañas afganas, sino piratas informáticos patrocinados por ciertos Estados que podrían poner toda nuestra infraestructura patas arriba. La cuestión es cómo luchar contra eso sin tener que recurrir a las armas de verdad.