Opinión

El recochineo de Puigdemont y el oficio más antiguo del mundo

He invertido una buena parte de la mañana en buscar una alternativa a la frase soez que me vino a la cabeza al escuchar las amenazas que dedicaron los líderes de Junts a Pedro Sánchez después de que se refiriese a la amnistía como un

He invertido una buena parte de la mañana en buscar una alternativa a la frase soez que me vino a la cabeza al escuchar las amenazas que dedicaron los líderes de Junts a Pedro Sánchez después de que se refiriese a la amnistía como un “perdón” en lugar de como el “reconocimiento de una injusticia”. Podría decirse que los independentistas abusaron de su posición de dominio a sabiendas de que el líder socialista los necesitaba. Que le humillaron porque, en realidad, tampoco se fían de él, pero estaban en condiciones de ridiculizarle delante de todos los españoles. Le pasaron por la cara algo en lo que no abundaremos porque, ya digo, no es menester el adentrarse en el terreno de la ordinariez.

En cualquier caso, no hay mejor metáfora de la realidad de España que la que se vivió este miércoles por la tarde-noche durante el debate de investidura. Porque escenificó aquello de 'mi reino por siete votos'. Mi país a cambio de la presidencia. No hay que engañarse: no hay ningún partido que quiera más esta investidura que Junts. Lo desea más incluso que el PSOE, que en su fuero interno debería sospechar que cualquier singladura que emprenda con estos compañeros será tendente al caos. Porque es cierto que las tragaderas de Sánchez son amplias y que en su afán por dormir en Moncloa es capaz de casi todo, pero no lo es menos que la fiabilidad de sus 'socios de investidura' podría derivar en fuertes tormentas. No conviene olvidar que un capricho de ERC terminó con una legislatura en 2019. Nada garantiza que eso no suceda pasado mañana.

Pero de momento, Puigdemont debe sentir al despertar la proximidad de otra primavera vital. Debe estar deseando volver a su terruño. Sólo alguien muy pegado a su tierra puede defender con tanto ahínco una causa tan cateta como la catalanista. Ese empeño es el propio de los señores de pueblo que consideran que el mundo es peor una vez se rebasa el cartel que avisa de final del municipio. Ahí empieza Villabajo, donde todo es más prosaico y ácido; donde se gobiernan peor y demuestran modales más toscos; y donde hasta el cielo parece menos azul que en su tierra.

No cuesta deducir que, al principio, allá por 2016, todo fue muy emocionante para este señor, cuyo carácter no debe ser muy distinto al del vecino plomizo que administra la comunidad sea presidente o no; o al del boomer aburrido que se quedó anclado en la época de la canción protesta y todavía cree en las causas justas.

El Almendro y Puigdemont

Puigdemont ascendió del segundo plano a la presidencia de Cataluña y, de ahí, a la cúspide del independentismo, que simplemente persigue el reconocimiento de que su pueblo es el mejor, al igual que lo que buscan los participantes del Grand Prix. Cuando huyó a Bélgica, seguro que este pobre cateto pensaba en Bruselas como la cuna de Europa, de la libertad, del Occidente avanzado, el faro del mundo, el que nunca ha iluminado a la España oscura ni a la Cataluña secuestrada.

Lo que ocurre es que Waterloo no tiene mucho. Seamos sinceros: es un coñazo de sitio. Uno llega pensando en Napoleón, visita el monumento -piramidal- conmemorativo de la famosa batalla, se fija en las cuatro fachadas y tiendas que merecen la pena y se mete en casa con la sensación de que allí ya no hay más que hacer. La mayoría de los días son grises, el invierno es oscuro e insoportable y el verano es a veces tan corto y húmedo que aplana el alma. “Con lo bueno que hace en Gerona”, diría alguna vez el pobre Carles, mientras distraía su frustración por no poder volver con discursos grandilocuentes o tuits reivindicativos. O con la visita de alguno de esos compañeros de movimiento que parecieron arrastrados a esa causa por sobrecompensación freudiana.

Después de seis años de aburrimiento, de recibir al jardinero, a la asistenta, a los abogados, a los exaltados y a esos Hernández y Fernández que son Rull y Turull (o a quien fuera), de repente se ha presentado la posibilidad de volver a Cataluña y de hacerlo por todo lo alto: con las deudas con el Tribunal de Cuentas condonadas, con los delitos sin efecto y con la posibilidad de ser elegido para un alto cargo público, incluso el de molt honorable president, en un plazo relativamente corto. ¿De veras alguien pensaba que Junts iba a rechazar esta opción? Ni el idealista más pirómano lo hubiera hecho.

¿El jefe del presidente?

Lo que llamó la atención fue su macarrada del miércoles, la cual dejó a Sánchez como a un pobre arrastrado, que es en realidad el papel que ha tenido que escenificar para mantenerse en Moncloa. La izquierda y los Julianas lo negarán porque ya se sabe que son parte interesada en esta historia. Dirán que la negociación política obliga siempre a hacer encajes de bolillos y que Sánchez ha completado un ejercicio de equilibrismo parlamentario ejemplar. Pero lo cierto es que el PSOE ha hipotecado la estabilidad de España y la suya propia para no perder el Gobierno.

Sánchez necesitaba de esta gente y se ha arrastrado para conseguir sus apoyos. Le han humillado en vivo y en directo; y en realidad le han maniatado

Su viaje con Junts será más difícil que con Pablo Iglesias. Podemos era un partido que, cuando dejaba la pancarta y el altavoz, era perezoso. Su actividad parlamentaria rozó la dejadez en muchos momentos; y su labor en el Gobierno no fue mucho más allá del agitprop -por fortuna-. Pero Puigdemont es un hueso más duro de roer. Junts es el partido de la burguesía catalana más pérfida y excluyente. El representante más apolillado de uno de esos nacionalismos decimonónicos cuyo principal peligro radica en que está conformado por señores con muy poca altura de miras -y a veces con mucho dinero-, pero con un concepto demasiado elevado de su entorno. De ahí su desprecio y su insolidaridad con los ciudadanos; y de ahí que sea lo contrario a lo que el socialismo y la socialdemocracia han perseguido -o dicho perseguir- en su historia.

Sánchez necesitaba de esta gente y se ha arrastrado para conseguir sus apoyos. Le han humillado en vivo y en directo; y en realidad le han maniatado. Pero entre claudicar y convocar elecciones... o seguir asistiendo a cumbres y viajando por la gorra, el presidente ha elegido lo segundo, que es malo para España y en realidad también para el PSOE del futuro. Nunca antes las mieles del poder han exigido tanto sacrificio y tanto escarnio.

¿Había una alternativa política a todo esto? Ahí está el verdadero drama. Rotundamente, no. No conviene olvidar la frase que Aitor Esteban dijo en el Congreso: “Algún día diré todo lo que nos ofreció el PP a nosotros hace dos meses”. Ojalá lo cuente. Se volverá a demostrar que la relación de los grandes partidos con esta tropa nacionalista es similar a la que se establece con los ejercientes del oficio más antiguo del mundo. Pagamos el resto.

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