El viernes fue fiesta mayor para el Gobierno de Pedro & Pablo, particularmente para el profesor asociado de la facultad de Políticas de la Complutense sobrevenido Nobel de Economía y aguerrido Robin Hood de los pobres hispanos. El vicepresidente presentó como una conquista personal la aprobación del Ingreso Mínimo Vital (IMV) que "se concederá de oficio, de forma inmediata, a todas las personas que están recibiendo una prestación por hijo a cargo" (…) "Solo tendrán que presentar los documentos que acrediten edad y tiempo de residencia viviendo en España". Momento para la propaganda y los excesos verbales. Iglesias sostenía que "es el mayor avance en derechos sociales desde la aprobación de la ley de dependencia”, mientras nuestro Granma, atiborrado de cifras impactantes sobre la pobreza en la piel de toro, pandemia que atribuía a la ineficacia de “las políticas españolas para redistribuir la riqueza”, aseguraba que "España empieza a levantar este viernes un nuevo pilar en el Estado de bienestar". La desigualdad y su letanía.
Pocos, por no decir nadie, cuestionan hoy la oportunidad de ese IMV llamado a socorrer con urgencia a aquellas capas de población más golpeadas por una crisis sanitaria que ha obligado a cerrar la economía a cal y canto. La cuestión está en hacer de ese subsidio una realidad con los controles necesarios y la garantía de que en efecto llegará a quienes lo necesiten, no a los que no han dado golpe en su vida y sueñan con la idea de seguir viviendo del erario público sin trabajar. La precipitación, no casual, impuesta por el vicepresidente comunista, abona las sospechas. Todo desprende un tufo a improvisación que apesta. El IMV, que debería ser un programa de ayuda temporal no consolidable como un gasto fijo más del Estado, corre el riesgo de convertirse, sin los controles precisos, en una especie de PER a escala nacional capaz de dar un nuevo impulso a la economía sumergida y generar una bolsa de pobres dependientes de la caridad del Estado, sin incentivos para la búsqueda efectiva de empleo.
Tal explosión de caridad con el dinero del contribuyente tuvo el mismo viernes su contrapartida en la publicación de un déficit del Estado que entre enero y abril rozó los 20.000 millones, el 1,78% del PIB, casi el triple del registrado el mismo periodo de 2019. Los gastos públicos se dispararon en abril un 48,7%, mientras los ingresos cayeron un 29,2%. "A este ritmo la brecha presupuestaria a final de año superará los 100.000 millones". Apenas un entremés para el espectáculo de quiebras empresariales y pérdidas de empleo que nos espera, y cuyo prolegómeno hemos conocido esta semana con el episodio de Nissan. ¿Cómo va a reaccionar este Gobierno ante lo que se viene encima? ¿Cómo piensa pagar tanta generosidad, la caja vacía, con todo tipo de colectivos? ¡Que no cunda el pánico! El maestro Ciruela de Podemos adelantó esta misma semana, jueves 28, su receta milagrosa, consistente en aumentar la presión fiscal (con impuesto a las grandes fortunas incluido) en más de 7 puntos “para afrontar la reconstrucción con políticas fiscales expansivas”, al más puro estilo Zapatero, todo un programa que remató con una frase para la historia: “Sin reforma fiscal no habrá reconstrucción”. José Luis Feito, uno de los economistas españoles más prestigiosos, puso la frase en contexto: “Hay reformas fiscales para sustentar la reconstrucción y reformas fiscales para fomentar la destrucción”.
Aludir a la necesidad de una reforma fiscal capaz de liberar los corsés que atenazan el crecimiento potencial de nuestra economía, anulando su tendencia a producir paro a mansalva en la fase bajista del ciclo, es mentar la soga en casa del ahorcado. Ni izquierda ni derecha han sido capaces de abordarla, porque ni una ni otra se han atrevido nunca a decirle la verdad al ciudadano. No lo hizo el pasmado Rajoy (dos años se cumplen ahora de la “rendición del Arahy”) con su mayoría absoluta, que optó por la sempiterna salmodia socialdemócrata con Montoro de solista, y mucho menos lo hará un Gobierno cuya ideología rinde pleitesía al rancio estatismo de la planificación económica centralizada. Iglesias se ha aprendido como un lorito la especie de que la recaudación de impuestos en porcentaje de PIB en España es inferior en 7 puntos a la media de la zona euro (en realidad 6,3 puntos, 35,4% frente a 41,7% en 2018), y a ello se aferra para amenazarnos con una reforma fiscal que acabaría con la economía española contra la lona. Ese es todo su basamento teórico, y el de gran parte de la izquierda, que olvida el detalle fundamental de que la renta per cápita española es inferior a la media de la zona euro.
No tiene sentido tratar de converger con los niveles impositivos de países más ricos que el nuestro sin antes conseguir la convergencia con su renta per cápita
En todo caso, el criterio que debería guiar la política impositiva no debería centrarse en su equiparación con la de un conjunto de países más ricos que nosotros, con realidades económicas diferentes, sino que debería tener como meta la corrección de los desequilibrios de nuestra economía, la madre del cordero de siempre, el primero de los cuales es esa diferencia de riqueza. España tiene una renta per cápita inferior en un 8% a la media de la eurozona y en más de un 25% a la de los países más avanzados de la misma. Converger con los países más ricos debería ser el principio rector de cualquier política económica que se precie. Las diferencias son notables dependiendo del tipo de impuesto. Nuestra presión impositiva es especialmente baja en el ámbito de la imposición sobre el consumo (indirecta) y sobre el trabajo (directa), mientras que es más elevada que la media de la eurozona en el ámbito de la imposición sobre el capital.
Los millonarios y el Cohiba
Por eso no tiene sentido tratar de converger con los niveles impositivos de países más ricos que el nuestro sin antes conseguir la convergencia con su renta per cápita. Es el falaz argumento del populismo rampante: “Si los millonarios fuman Cohibas, basta con que me compre Cohibas para ser millonario”. O lo que es lo mismo, para tener el Estado de bienestar de Dinamarca, basta con igualar mis impuestos a los suyos. La realidad es que el Tartufo no podría pagar las deudas ocasionadas por la compra de los Cohibas y terminaría siendo más pobre que antes. El segundo desequilibrio español de siempre es el elevado desempleo en comparación con la media de la UE, consecuencia de una tasa de empleo muy baja, muy inferior a la de la mayoría de los otros países. El tercer desequilibrio tiene que ver con la elevada deuda externa neta de nuestra economía, la tercera más alta de la eurozona. El cuarto y último, en fin, reside en el endeudamiento y déficit públicos de nuestro país.
Son estas las variables que deberían estar en mente de todo aquel dirigente político dispuesto a hablar de subir o bajar impuestos: de su contribución, en sentido positivo o negativo, a la resolución de los principales desequilibrios económicos del país, unos desequilibrios que poco o nada tienen que ver con las “seis grandes reformas” de pitiminí que esta semana nos anunció la ministra Calviño. Para eso sirve la presión fiscal, para resolver problemas estructurales y relanzar la productividad y el crecimiento. Aumentar la productividad de la población activa en relación con los costes laborales es, en efecto, clave para maximizar la creación de empleo y reducir la tasa de paro, algo que depende de la inversión en capital fijo (lo que gasta una empresa en la compra de activos fijos), de donde se deduce la importancia de bajar el impuesto de sociedades para incentivar la inversión privada.
Por mucho que se esfuerce Iglesias, por muy alto que grite, no hay mejor manera de acabar con la desigualdad que acabando con el paro. El mejor subsidio es un empleo
Si hay algo que tiene mala prensa en España es el impuesto que grava los beneficios empresariales. A pesar de toda la demagogia vertida, la realidad es que los ingresos por el impuesto de sociedades suponen el 2,3% del PIB, una cifra muy cercana a la media de la UE (2,6%). El tipo general de ese impuesto se rebajó en España en 2015, en línea con el descenso que viene registrando en la mayoría de países (en 2018, era inferior al 25% en 22 de los 38 países de la OCDE) con los que competimos a la hora de atraer inversión extranjera. Por otro lado, el tipo de impuesto de sociedades efectivamente pagado (cuentas consolidadas) por las empresas españolas que conforman el IBEX se acerca al 23% en promedio en los últimos años, lo que desmiente afirmaciones según las cuales “en España el tipo efectivo medio del impuesto sobre sociedades es el 10% y el de los grandes grupos empresariales el 7%”. Lo quiera la izquierda o no, los beneficios generados en el exterior tributan en el exterior.
Algo parecido sucede con los impuestos de patrimonio y sobre las plusvalías y rendimientos del capital, que se sitúan entre los más elevados de la UE, y que son impuestos sobre el ahorro privado, algo que debería incentivarse todo lo posible si queremos hacer efectiva esa inversión en capital fijo esencial para la mejora de la productividad y para la reducción de la deuda externa neta. No menos importante debería ser reducir las cotizaciones sociales, ese “impuesto al empleo” convertido en caballo de batalla del empresariado español de siempre, entre las mayores de la OCDE. En España, el Estado se queda el 39,4% de lo que le cuesta al empresario tener un trabajador. Reducir cotizaciones significa recortar costes laborales y crear empleo, incluso aspirar al pleno empleo. Una bajada significativa de las cotizaciones permitiría subidas salariales que, además de no perjudicar el empleo, preservaría la competitividad exterior de la economía necesaria para rebajar la deuda externa neta.
Pronto, por suerte o desgracia, llegará Bruselas con la rebaja si el Gobierno quiere recibir las ayudas con las que sueña. Habrá ajustes, desde luego, y también habrá que aumentar los ingresos públicos
Decir a estas alturas que equilibrar las cuentas públicas (déficit –el mayor de la UE en proporción al PIB- y deuda externa) exigirá reformas profundas en la estructura del gasto público no es revelar ningún secreto. Es evidente que nuestro Estado gasta cada año entre 30.000 y 40.000 millones más de lo que ingresa, y que es ilusorio pensar en anular ese diferencial mediante subidas de impuestos so pena de estrangular la actividad económica. Indispensable, desde luego, no aumentar el gasto público no comprometido, algo que el Gobierno Sánchez se ha venido saltando a la torera desde que está en Moncloa con gastos y subvenciones por doquier. Pronto, por suerte o desgracia, llegará Bruselas con la rebaja si el Gobierno quiere recibir las ayudas con las que sueña. Habrá ajustes, desde luego, y también habrá que aumentar los ingresos públicos. ¿Cómo conseguirlo sin renunciar al mismo tiempo a las bajadas de tipos antes citadas en materia de sociedades, cotizaciones sociales e impuestos sobre el capital? La primera línea de actuación consistiría en subir tasas y precios públicos, con la imposición de peajes por el uso de las carreteras de alta capacidad como medida estrella por su impacto recaudatorio. Una decisión altamente impopular, porque las carreteras son hoy gratuitas tanto para vehículos ligeros como pesados, a diferencia de lo que ocurre en buena parte de los países europeos.
El IVA y sus exenciones
Y naturalmente el IVA. En España, menos del 50% del consumo de los hogares está gravado al 21%, un porcentaje muy inferior al de la mayoría de los países de la UE (82% en Alemania, 71% en Francia o 58% en Italia), mientras que el resto está gravado con un tipo reducido o súper reducido, además de las correspondientes exenciones. Esta es la clave de la baja imposición sobre el consumo en España en comparación con la UE. Parece, pues, necesaria, una revisión de los tipos súper reducidos para tender a equipararlos al tipo general, asunto difícil por cuanto ello podría perjudicar directamente a los hogares más vulnerables, algo que podría contrarrestarse fácilmente mediante las transferencias públicas o el IRPF. Por lo demás, de poco sirve a los hogares de rentas bajas que los impuestos indirectos sean muy bajos y los directos elevados, si esa estructura impositiva les condena a tasas de paro insoportables.
¿Tiene, pues, sentido bajar o subir impuestos? Depende de lo que queramos hacer con ello. Si aspiramos a corregir los desequilibrios citados, sobre los que tanto se ha escrito en vano en las últimas décadas, convendría bajar impuestos sobre la inversión empresarial (sociedades), sobre el empleo y los salarios (cotizaciones sociales) y sobre el ahorro (patrimonio y rendimientos del capital). Por el contrario, deberían subir tasas y precios públicos y determinados impuestos especiales, así como los tipos del IVA sobre algunos bienes y servicios. Muchos países de la UE han actuado ya en esta línea con éxito, para lo cual se requiere gobernantes con sentido de Estado, capaces de hacer políticamente posible lo que es económicamente necesario antes de que las circunstancias lo impongan. Lo dicho hasta ahora nada tiene que ver con lo que Pedro & Pablo estarían dispuestos a hacer en España si la coyuntura y Bruselas se lo permitieran. Pero este no es un Gobierno propio de un país miembro de la UE. Esto es otra cosa.
Por mucho que se esfuerce Iglesias, por muy alto que grite, no hay mejor manera de acabar con la desigualdad que acabando con el paro. El mejor subsidio es un empleo, dijo Ronald Reagan. Por eso, un buen Gobierno debería preocuparse por favorecer con sus políticas la creación de puestos de trabajo, ergo debería adoptar las decisiones económicas tendentes a propiciar un clima adecuado para el emprendimiento y la creación de riqueza. Incentivando la inversión, nacional y extranjera. Preservando la seguridad jurídica. Quitando trabas. Favoreciendo la competencia. Liberalizando. Siendo cuidadoso con el gasto, es decir, con el dinero de los contribuyentes. Ayudando a los parados a encontrar un empleo cuanto antes. Socorriendo a los más pobres. Para eso debería servir un Gobierno, además de para garantizar la vida, la libertad y la propiedad. Para el resto, sobra.
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