En la presentación el mes pasado del nuevo taller de ideas del Partido Popular, la Fundación Reformismo 21, Alberto Núñez Feijóo hizo un canto laudatorio de la reforma frente a la ruptura. En la genuina tradición del conservadurismo occidental, el presidente del PP puso de relieve que todo aquello que merece la pena mantener necesita de perfeccionamiento y mejora a lo largo del tiempo y que las épocas de mayor prosperidad y éxito de las sociedades humanas han coincidido con períodos reformistas, mientras que los de adanismo destructor de lo existente para reemplazarlo por un nuevo orden supuestamente perfecto, conducen indefectiblemente al fracaso, al enfrentamiento violento y a la ruina. Nada que objetar a un planteamiento tan razonable y tan acorde con la experiencia histórica. De las explicaciones que han acompañado al alumbramiento de este consejo de expertos destinado a la reflexión y a la propuesta se trasluce que de su seno saldrán las grandes líneas directrices de la futura acción de gobierno de la formación que lo alberga. Examinada la lista de sus integrantes, aparecen en ella una serie de nombres que tanto por sus acreditados conocimientos como por sus impecables trayectorias personales y públicas, hacen concebir cierta esperanza sobre la ambición intelectual, la solidez moral y la competencia técnica del diseño de España que perfilen para las próximas legislaturas. Sin embargo, estos recios mimbres bien trabados no garantizan que la cesta que tejan sea la que Feijóo y su equipo utilicen cuando llegue el momento de hacer la compra en el supermercado de las iniciativas legislativas y de las medidas ejecutivas que aplicar. En efecto, no hay nada, por bien fundamentado, éticamente impecable e inteligente que sea -o precisamente por serlo- que la política no sea capaza de estropear.
La reconstrucción significa que lo anterior no es aprovechable y que procede erigir un renovado edificio a partir de premisas totalmente distintas
Una palabra que Feijóo empleó en la ocasión a la que me estoy refiriendo fue “reconstrucción”. El actual Gobierno, afirmó, va a dejar a España en una “coyuntura complicada”, expresión edulcorada para no decir “desastre”, y ello exigirá una decidida tarea de reparación de daños. Y aquí el futuro presidente del Gobierno se va a enfrentar con un dilema no menor. Vistas así las cosas, no es lo mismo reformar que reconstruir. El recurso a las reformas implica que hay una base aceptable sobre la que trabajar y que bastarán unas modificaciones adecuadas de este armazón previo para que se obtenga el objetivo deseado. La reconstrucción, en cambio, significa que lo anterior no es aprovechable y que procede erigir un renovado edificio a partir de premisas totalmente distintas.
Consideremos dos ejemplos que sirven para ilustrar este problema: la educación y la política fiscal. La legislación educativa en vigor se apoya en un marco conceptual y moral muy concreto y muy radical. Niega el valor del esfuerzo, del mérito y de la adquisición de conocimientos para poner el máximo énfasis en la equidad a costa de la calidad. Asimismo, impide la libertad de elección de las familias e impone un sistema educativo público propagador de la cosmovisión “progresista”, favoreciendo la zarandaja difusa de las “aptitudes” frente a la certeza de los contenidos. Semejante enfoque difícilmente se puede enmendar con meras reformas, salvo que se acepten los dogmas educativos de la izquierda y se intente minimizar sus daños con retoques inocuos.
Pasemos a los impuestos. La opción socialista consiste en incrementar el esfuerzo fiscal de ciudadanos y empresas a la vez que se aumenta el gasto multiplicando las figuras impositivas que castiguen a las rentas más altas. Este esquema tampoco se puede enderezar con pura cosmética, requiere entrar a fondo en políticas muy sensibles que definen un modelo de sociedad distinto. Así, decisiones tales como la supresión del impuesto de patrimonio y del de sucesiones y donaciones entre parientes en primer grado a nivel nacional, requieren efectivamente una voluntad rectificadora y no simplemente de introducción de matices.
Cuando la Nación ha estado un sexenio en manos de una horda de vándalos totalitarios carentes de cualquier vestigio de escrúpulo moral, el reformismo, por loable y bienintencionado que sea, se queda corto
Los casos específicos que demuestran que la acción reconstructora que demanda la “coyuntura complicada” en la que se encontrará España tras seis años de esa combinación deletérea de sanchismo, separatismo, comunismo bolivariano y desenfreno woke que venimos padeciendo desde la aviesa moción de censura que aventó la indolencia rajoyana para reemplazarla por los cuatro jinetes del Apocalipsis, deberá ir mucho más allá de un tibio reformismo, son numerosos e invalidan la pretensión cautelosa de no montar “líos”.
El reciente calvario sufrido por Emmanuel Macron, todavía no extinguido, para que los franceses se reconcilien con lo evidente, ilustra lo que le espera a Alberto Núñez Feijóo si, llegado el momento, opta por el coraje de la reconstrucción y no se conforma con la timidez de la reforma. La aproximación reformista a la labor de Gobierno es válida cuando la Administración saliente comparte con la entrante un acervo de valores éticos básicos, de verdades elementales sobre el ser humano y su vida en sociedad y de elementos esenciales sobre el funcionamiento de la democracia. Cuando, lejos de ello, la Nación ha estado un sexenio en manos de una horda de vándalos totalitarios carentes de cualquier vestigio de escrúpulo moral, el reformismo, por loable y bienintencionado que sea, se queda corto y, efectivamente, hay que fajarse con ánimo de resistir la presión de la barbarie callejera para acometer sin vacilaciones la imprescindible tarea de reconstrucción.
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