Opinión

El regreso del vasallaje

Para acabar con la libertad no hacen falta grandes dictadores ni convulsiones políticas: basta con el avance del conformismo y la sumisión. Este domingo asistiremos a otro paso de este penoso proceso en el País Vasco, pero dejémoslo par

Para acabar con la libertad no hacen falta grandes dictadores ni convulsiones políticas: basta con el avance del conformismo y la sumisión. Este domingo asistiremos a otro paso de este penoso proceso en el País Vasco, pero dejémoslo para la semana que viene. Reparemos hoy en el conformismo y la sumisión que irrumpen amenazadores por frentes aparentemente seguros.

Por ejemplo: el Reino Unido está a punto de prohibir comprar tabaco a los nacidos después de 2009. Es una de esas noticias que parecen anecdóticas, pero con más sustancia de lo que parece a primera vista; así, el premier Sunak (olvidando que Hitler era abstemio y prohibía fumar en su presencia, mientras Churchill era formidable fumador y bebedor sociable), ha juzgado esta intromisión en la libertad personal una de las leyes más importantes de su mandato (por lo demás, amenazado por la caída incesante del voto conservador).

Prohibir por el bien de los irresponsables ciudadanos

La nueva prohibición intenta justificarse afirmando que solo persigue proteger a los irresponsables e incautos, y en realidad a todo el mundo porque la prohibición será universal, de la adicción al tabaco, que limitaría su libertad más que elegir comprarlo o no. Así pues, se invoca la protección de la libertad potencial para restringir la libertad efectiva, que es la de elegir por uno mismo las cosas y actividades que prefiera, a condición de que no representen un daño ni peligro para terceros (por ejemplo, poner la música a tope de noche o conducir borrachos como cubas).

Esta excusa podría invocarse para prohibir cualquier sustancia o actividad considerada adictiva, del consumo de churros y patatas fritas hasta la afición al fútbol y los deportes de riesgo, e incluso el mismísimo trabajo, origen del fenómeno desdichado de los workalcoholics o adictos al trabajo ilimitado.

Al menos no han invocado el vulgar argumento de que la atención sanitaria del tabaquismo sale muy cara a la sanidad pública. Pero es un avance engañoso, pues la siempre discutible lógica del costo-beneficio económico -y es indudable que fumar causa problemas de salud onerosos- queda desplazada por el paternalismo moralizante de un Estado que se cree obligado a proteger a los ciudadanos de sí mismos y sus insensatos gustos adictivos.

Paternalismo apoyado en la noción ideológica de individuos inmaduros, víctimas innatas a proteger de su libertad, y en el Estado Protector-Burocrático típico de la socialdemocracia -aunque Sunak no lo sea-, que se ocupa de uno desde la cuna hasta el tanatorio, pero a cambio reclama no solo impuestos, sino obediencia, instaurando relaciones de dependencia no muy distintas a las antiguas de señores y vasallos.

Prohibir el tabaco a mayores de edad comparte la lógica de prohibiciones más abstractas, como la cultura de la cancelación que pretende prohibir ideas, autores y obras de arte, y lo está consiguiendo

En efecto, un sujeto protegido de sí mismo retrocede al estado de vasallo. El vasallo tiene libertad limitada y carece de verdadera autoridad sobre su vida, que depende de la autoridad paternal: vive una minoría de edad sin fin. Prohibir el tabaco a mayores de edad comparte la lógica de prohibiciones más abstractas, como la cultura de la cancelación que pretende prohibir ideas, autores y obras de arte, y lo está consiguiendo, o tan concretas como la coerción despótica que tantos gobiernos ejercieron durante la pandemia del covid, otra vez en nombre de la salud, para limitar la libertad de movimientos y de trabajo.

El miedo a la libertad y el desprecio de la plebe

El nuevo autoritarismo filantrópico se apoya en el miedo y desprecio de la libertad, y en el miedo y el desprecio de la gente corriente, cara y cruz del despotismo rampante. Es común a los populismos de derecha e izquierda, que la tecnocracia reviste de cierta apariencia de necesidad al obligar a elegir entre salud (física y mental) o libertad. Una falsa elección que acaba con todas las demás.

Como dijo Isabel Díaz Ayuso durante el confinamiento abusivo de la pandemia, la libertad consiste en poder tomar unas cañas con los amigos sin el heroísmo de desafiar a la autoridad

Definir la libertad no es tan complicado: la libertad consiste en poder elegir lo que es posible elegir (excluido por tanto el mundo físico de la naturaleza, que tiene sus propias leyes). Baruch Spinoza lo expresó con gran elegancia proponiendo que la libertad es poder llegar a ser lo que uno podría llegar a ser. O como dijo Isabel Díaz Ayuso durante el confinamiento abusivo de la pandemia, la libertad consiste en poder tomar unas cañas con los amigos sin el heroísmo de desafiar a la autoridad.

Efectivamente, no podemos elegir el sexo -lo siento, chalados queer- ni el metabolismo fisiológico, como tampoco podemos viajar por el tiempo o cancelar las leyes de la física. Pero podemos organizar nuestras vidas según preferencias y proyectos personales, emplear nuestros bienes y tiempo libre en lo que nos parezca mejor, incluyendo adicciones, leer lo que nos dé la gana o votar lo que prefiramos. Al menos, hasta que la lógica que te prohíbe comprar tabaco por tu bien vaya carcomiendo los derechos civiles y políticos esenciales.

Según esa misma lógica, ¿por qué permitir a la gente votar partidos o políticas que no le convienen? ¿por qué permitir la pornografía y la prostitución, o la blasfemia y el insulto, que siempre molestan a alguien? ¿y qué tal censurar ideas y obras perturbadoras o incómodas, que desafían al poder o la unanimidad social? ¿No sería mejor imponer la distopía de la felicidad planificada y obligatoria, tipo Un mundo feliz de Aldous Huxley? Hoy en día un proyecto así es más factible tecnológicamente que hace un siglo.

Los límites del poder

La libertad solo progresa cuando se entiende y aplica el principio de gobierno limitado: el poder tiene que tener límites y debe ser posible obligarlo por ley a respetarlos; no prever esa limitación y dejarlo todo a las buenas intenciones de las élites, como hace nuestra propia Constitución, conduce al desastre del sanchismo, que no es un caso único: ocurrió con la Constitución alemana de Weimar, que abría la puerta a la dictadura en caso de necesidad.

Edmund Burke dijo que para que gane el mal basta con que los buenos no hagan nada, y en una película de Woody Allen un personaje dice que cuando oye música de Wagner le entran ganas de invadir Polonia. Pues bien, la prohibición de adicciones por nuestro bien es el mal wagneriano que avanza por incomparecencia del bien y el nuevo vasallaje que avanzan de la mano del conformismo y la sumisión, justificados por el fatalismo político y la opinión de esos expertos que piensan y deciden por ti (incluso por los expertos que no existen, como los de la fantasmal comisión del covid del gobierno Sánchez). Es hora de rebelarse, y precisamente por salud bien entendida.

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