Opinión

¿Reír o sonreír?

¿Qué podría decir sobre los Juegos que no se haya escrito ya? El articulismo gira en torno a lo más reciente: lo ocurrido ayer ya pasó, nadie lo recuerda, mero

¿Qué podría decir sobre los Juegos que no se haya escrito ya? El articulismo gira en torno a lo más reciente: lo ocurrido ayer ya pasó, nadie lo recuerda, mero envoltorio para pescado de las cabeceras que mantienen el formato impreso.

El fenómeno tiene multitud de causas, que no comentaré ahora porque otra de las reglas ineludibles es no aburrir al lector. Los plumillas recurrimos a varias estrategias para lograrlo. Una, escribir muy enfadados y apocalípticos. Es mi especialidad, nací con el ceño fruncido, mi lema es que un pesimista es un optimista bien informado. Segundo truco, escribir en primera persona, en la mayoría de ocasiones desde la soberbia de quien cree –o finge- que todo lo ve, todo lo oye, todo lo sabe. De la tercera echan mano quienes dominan formas muy cuidadas, toda una exhibición de talento y virtuosismo literario para compensar mensajes huecos con prosa cursi o hilarante.

No se interprete este comienzo como una crítica a mis colegas, entre bomberos no nos pisamos la manguera. O sí, pero eso ya es terreno de escribientes encumbrados. Lo mío es una simple excusatio non petita, accusatio manifesta. Suelo emplear las dos primeras tácticas. Nadie me verá recurrir a la tercera porque no soporto el adorno relamido y mi sentido del humor es un poco –mucho- especialito: o muy bobo o corrosivo en exceso. Lo cierto es que no utilizo la tercera táctica porque no la domino, pero no se lo cuenten a nadie. Conclusión: hoy toca segunda estrategia: hablar en primera persona, experiencia personal, yo, mí, me, conmigo.

Subir al tatami

Un cuarteto me manda hacer Violante y, burla, burlando, ya tengo medio artículo delante. ¿Cómo entretener al expectante? ¡Oh, no! ¡Con otro artículo sobre la taekwondista, joven, más no diletante!

Saber de Adriana Cerezo despertó mi curiosidad. Cuando era universitaria aprendí los rudimentos de su disciplina, por lo que me informé con fruición sobre la trayectoria de esta joven. En determinado momento leí que Cerezo entraba al estadio y al tatami riéndose. Riéndose. Me invadió una sensación incómoda. Volé hacia el pasado, a mi primer entrenamiento de taekwondo en la universidad.

En la sala había únicamente taekwondistos, a saber, sólo hombres. Muchos. Preparé la huida. No suelo poner objeciones a ser la única chica de un grupo, pero no me seducía la idea de entrenar con personas que podían enviarme a urgencias de una sola patada. Manías. La solución obvia habría sido percibirme como un joven alto y musculoso. En aquel entonces, sin embargo, éramos poco sofisticados y desconocíamos los senderos hacia la liberación de la mujer.

Justo antes de abandonar sigilosamente la sala atisbé una chica, de mi tamaño y altura, sonreía mucho a los compañeros. Abandoné mis planes de fuga y me dirigí a ella para presentarme. ¡Ay, qué poco duran algunas sonrisas! Lo agradecí, si les soy sincera. Los hombres, al menos cuando son jóvenes, solucionan sus antipatías o discrepancias a golpes, de forma explícita. Incluso el perdedor puede obtener reconocimiento de sus pares, si es valiente y encaja bien los golpes y la derrota. Entre mujeres no suele ser así, la violencia entre nosotras es velada. Se tira la piedra, se esconde la mano y a sonreír de forma angelical.

El angelito me ignoraba de forma explícita. Entrenábamos entre nosotras –por motivos obvios- algo que ella aprovechaba para tatuar mi cuerpo de cardenales

No fue el caso entonces. El angelito me ignoraba de forma explícita. Entrenábamos entre nosotras –por motivos obvios- algo que ella aprovechaba para tatuar mi cuerpo de cardenales. El hecho de que se encontrara cuatro cinturones por encima de mis escasas habilidades debió influir algo. Para más inri, soltaba una carcajada después de cada golpe. ¿Entienden por qué me produjo rechazo descubrir que la taekwondista española entra riendo al combate?

Llegó la final de Tokio. Nervios y mucha curiosidad por mi lado. Aparece Adriana Cerezo en el estadio y descubro que no ríe: sonríe. Parece igual, pero no es lo mismo, diría el castizo. Reír en semejante contexto destila prepotencia. O desvarío mental. No creo que nadie le hubiera contado un chiste a la semifinalista segundos antes del combate. Adriana sonreía, porque disfruta con lo que hace, porque sabe perder con elegancia, porque tiene claro que su vida no es el taekwondo, pero entrena con ahínco. Porque tiene otros planes, que si se tuercen encajará con esa sonrisa que utiliza todos los músculos de la cara, la sonrisa sincera que hemos aprendido a identificar gracias a la mascarilla. Podría escribir los versos más bonitos esta noche, pero el pensamiento que llena mi corazón de madre es el deseo profundo de que mis hijos, cuando alcancen la edad de Adriana, se parezcan un poco a ella.

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