Ninguna de las de “El Libro” es una religión de paz. Todas ha sido, o son, más o menos belicosas con “el infiel”. Más belicosas, y aun salvajes, cuando han podido y menos cuando las circunstancias o la propia sociedad no se lo ha permitido. Es la sociedad, que evoluciona y en la que inevitablemente se integran sus propios fieles, la que arrastra a las religiones hacia la tolerancia, pero nunca de buen grado.
Cada uno de los pasos que Occidente ha dado hacia lo que hoy es, desde los más minúsculos, como el vestido o el peinado, hasta los más decisivos, como la Ilustración, la ciencia y las libertades individuales, pasando por los más recientes como el divorcio el aborto o el amor entre personas del mismo sexo, todos ellos han contado con la siempre firme, rotunda y activa oposición del teísmo. No nos engañemos.
Las religiones monoteístas no son solamente una forma de espiritualidad, ni una manifestación cultural, ni una costumbre social, ni un conjunto de prácticas más o menos pintorescas, como podrían parecernos ahora en una sociedad tan afortunadamente secularizada como la que disfrutamos. Siendo todo ello, son mucho más: son un libro de instrucciones concretas y detalladas que establecen las reglas de lo que debe ser la vida de las personas, hasta en sus aspectos más íntimos y que, naturalmente, lleva aparejados premios y castigos concretos.
Enseñar la libertad e invitar a practicarla es nuestra fortaleza, mientras que la auténtica debilidad que tanto se achaca a Occidente sería avergonzarnos de lo conseguido
Si hoy la religión en España y en los demás países de Europa no es lo que era hace décadas o siglos no es porque haya decidido evolucionar y modernizarse sino porque, a regañadientes siempre, ha tenido que adaptarse a una sociedad que avanzaba y que ya no comulgaba con las ruedas de molino de antes. Las religiones no evolucionan por sí mismas (sería una contradicción con su concepto de verdad absoluta) sino que son obligadas a moverse por el avance de una sociedad a la que no pueden ya vencer, por más que sus líderes lo quisieran con todo fervor.
El integrismo islamista no puede tolerar que nos convirtamos en ejemplo de una sociedad abierta, tolerante y libre y sabe bien que la repercusión internacional de un atentado como el de Barcelona o los de Paris o Niza le garantizará su capacidad coactiva en donde realmente le importa, que es en la población de los países de tradición islámica. Ahí es donde quiere implantar el miedo. Por eso el mayor número de víctimas del terrorismo yihadista son las sociedades de mayoría musulmana.
Nada que pueda sorprender por lo mismo que nadie ha matado en la historia más cristianos que otros cristianos. La posesión de esa “verdad revelada” hace inevitable que la más leve desviación o duda opinable se convierta al instante en herejía y mueva al fanático a promover la expulsión o el castigo o la muerte del disidente o del simple tibio. Una tara esta que, por cierto, también ha sido familiar en la izquierda más pura. Humanidad contra divinidad.
Todo lo que hemos peleado en Europa contra las formas integristas de nuestra religión “de casa” para así conseguir ser hoy las sociedades libres que somos, y que muchos envidian, debería servirnos ahora para defender sin miedo los valores de libertad también entre nuestros compatriotas y vecinos musulmanes, que son como nosotros, que quieren vivir en paz, prosperar y ser felices. Lo que todos los seres humanos, ni más ni menos.
La defensa de la civilización occidental no es levantar barreras contra otras religiones distintas al cristianismo, sino enorgullecerse de todo lo conseguido y tenerlo en lo que vale, que es muchísimo. Enseñar la libertad e invitar a practicarla es nuestra fortaleza, mientras que la auténtica debilidad que tanto se achaca a Occidente sería avergonzarnos de lo conseguido o creernos moralmente peores, cuando es justo al contrario.
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