“El sistema de botín fue técnicamente posible porque la juventud de la nación podía soportar una administración de puros diletantes”
(Max Weber, Economía y Sociedad, FCE, p. 1088)
No creo sinceramente que nuestros líderes políticos hayan frecuentado la lectura de Max Weber. Tal vez haya alguna excepción, debida a estudios universitarios. Pero si así fuera, me da la impresión de que nada se ha entendido de esas pretendidas lecturas o tempranamente las han olvidado. Tampoco parece que les suene mucho la noción de spoils system, quizás estén más familiarizados con la de “cesantías”, al fin y a la postre -como recordara el profesor Alejandro Nieto- una aplicación castiza de aquella práctica clientelar estadounidense, pues viviendo tales líderes como viven de la política habrán sentido sus zarpazos muy próximos.
Los resultados electorales del 28-A y del 26-M han abierto de par en par la puerta a auténticos pactos de ocupación de la alta Administración, sea esta local (municipal o provincial), autonómica o estatal. Las desdibujadas líneas que, en nuestro caso, separan el Gobierno de la Administración admiten indecentes trasiegos. Llegar al Gobierno implica repartirse decenas, centenares o miles de cargos (unos de primer nivel y muchos otros más intermedios). La penetración de la política en las Administraciones Públicas españolas no tiene parangón en las democracias avanzadas. Somos líderes indiscutibles de politización intensiva y extensiva. Pero lo cierto es que un país clientelar no hace sino incrementar sus patologías cuando el poder político se fragmenta. Lo vengo anunciando hace bastante tiempo. Y esto es lo que está sucediendo, a ojos de una población atónita que ya nada extraña. La rueda de la historia parece repetirse sin remedio. El siglo XIX retorna pletórico en pleno siglo XXI. El tiempo es un disimulo en España, especialmente en política.
La propuesta del presidente del Gobierno a Iglesias de ‘cooperar’ por la zona intermedia -altos cargos-, no es otra cosa que repartirse el botín de la Administración
Alcanzado el poder, el botín inmediato, a la espera del reparto presupuestario y de sus prebendas anudadas, es, como ya reconociera Weber, el reparto de cargos. El espectáculo empieza a ser bochornoso, y hablar en este contexto de Administración profesional es insultar a la ciudadanía. Los altos cargos y puestos directivos, así como los puestos de responsables de empresas o entidades del sector público, se reparten graciosamente entre las huestes de los partidos gobernantes y sus ávidos seguidores. La Administración Pública sigue siendo como antaño, pasto de clientelas (cargos públicos), hoy en día crecidas al multiplicarse las opciones políticas en liza. Hay quien suspira por un ministerio, consejería, concejalía, un puesto de asesor, un cargo de directivo en una empresa pública o, en fin, por una dirección general, si no se puede calzar una secretaría de Estado o una subsecretaría, viceconsejería o secretaría general. Los más modestos, si son funcionarios, se pierden por un puesto de libre designación. La cuestión clave es entrar en el reparto. Los partidos “nuevos” han envejecido en pocos años lo que otros en décadas. Las ínfulas de renovación de la política se olvidan por un cambio de cromos. Los programas electorales están, hoy en día, para envolver bocadillos de txistorra. Todos, hasta las fuerzas políticas periféricas o incluso con representación testimonial, piden entrar en el reparto: cuando todo pende de un voto, su valor de intercambio se multiplica.
‘Pillar cacho’
Y en esas estamos en este país llamado España. Mientras tanto nada aprendemos, aunque pasen los años, décadas o siglos. Si ustedes leen (algo muy recomendable a estas alturas) Notas de una vida del Conde de Romanones (Marcial Pons, 1999), verdadero adalid en el arte de “colocar” afines en Ministerios o Ayuntamientos, no se sorprenderán. Esa ocupación grosera de la Administración Pública que defendía con pretendida fuerza argumental ese autodenominado “liberal”, es un juego de niños con la que ahora se anuncia por doquier. Lo triste es que hoy pasen las mismas cosas que hace más de cien años, pero lo realmente grave es que ahora esa ocupación de cargos públicos sea infinitamente superior. La bolsa de cargos clientelares ha ido aumentando hasta cifras desorbitadas. Y lo que ahora se llaman pactos o gobiernos de coalición son la viva expresión de la denominada antaño “combinación ministerial”: había que encajar a cada uno en su sitio, sin que las heridas abiertas fueran muy graves. Se lo decía gráficamente al Conde de Romanones ese político riojano ilustre que fuera Sagasta: “No olvide nunca que las cuestiones referentes a las personas son en Palacio las más difíciles”. En esa delicada operación de cirugía política nos encontramos inmersos. Lo importante es sacar más de lo que antes tenías, aunque los resultados electorales hayan sido peores o pésimos. Siendo segundos, terceros, cuartos o quintos se toca poder. Son las paradojas de la política, que pacta hasta con el diablo. Como decía grosera e incultamente una representante política de nueva hornada: se trata de “pillar cacho”. Y bien que lo han aprendido. Hasta su partido ha descubierto, también más de cien años después, la figura del parlamentario cunero. Vinieron a regenerar la política y, sin darse cuenta, la política les ha podrido hasta los tuétanos.
Pero lo que ya me ha dejado descolocado es esa ingeniosa propuesta del presidente del Gobierno de no coaligarse por arriba (Gobierno), sino de “cooperar” por la zona intermedia (“altos cargos”) con sus potenciales socios, que pierden el oremus por tocar poder (quién te ha visto y quién te ve). Dicho en términos más diáfanos: repartirse el botín de la Administración Pública. Viva muestra, como decía Weber, de un clientelismo de “cargos secundarios”. Procuraré ser prudente, pues podría ser mucho más duro: configurar la alta Administración como objeto de reparto político es propio de países tercermundistas. Quien eso propone o está muy mal asesorado o sencillamente tiene una concepción de la política absolutamente clientelar.
Configurar la alta Administración como objeto de reparto político es propio de países tercermundistas y de una concepción clientelar de la política
No es una propuesta muy acertada, salvo que la limite -lo que no parece ser el caso- a las Secretarías de Estado. Lo advertí asimismo hace algún tiempo: la fragmentación política desvanecería por completo las tibias expectativas de crear en España un sistema de Alta Dirección Pública Profesional a imagen y semejanza del que tienen otros países de nuestro entorno (sin ir más lejos, Portugal). Los peores augurios se están cumpliendo en todos los niveles de gobierno y en toda la geografía institucional. Sin verdadero liderazgo político, la alta Administración seguirá siendo terreno ocupado por diletantes amateurs procedentes de la política, ungidos por el (pretendido) “dedo democrático”. Y los resultados de la gestión directiva continuarán siendo paupérrimos, como consecuencia de ese eterno rotar de la noria política sobre los niveles de responsabilidad del sector público.
Definitivamente, nunca conseguiremos ser un país moderno. Repartirse el botín es propio de democracias inmaduras. Y la nuestra, con todos mis respetos, lo es. Al menos, los líderes que nos gobiernan no nos dan señales de otra cosa. El “trono del cacique”, del que hablara Joaquín Costa, lo ocupan hoy en día unos partidos de mirada cabizbaja dirigida a su propio ombligo y aledaños. Nada ha cambiado realmente en cien años, salvo la coreografía.
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