Opinión

Porqué la república no es una buena idea (al menos por ahora)

Ni tenemos banquillo para asumir con garantías un cambio de modelo de Estado, ni nuestra clase política está capacitada para liderar, para bien, una transición de esta envergadura

No digo que no lo acabe siendo. Dependerá, sobre todo, de la capacidad de adaptación de la Monarquía. No, no rechazo el debate, y no niego que algún día se pueda plantear de manera natural, desde el sosiego, pero no ahora. No en estos tiempos de crisis encadenadas; no con una clase política como esta, que ha hecho de la colisión su norma de supervivencia, incapaz de ponerse de acuerdo en nada de lo que se considera esencial para la estabilidad y el progreso de un país. No quiero ni pensar en que a esta confrontación permanente, a esta rebatiña infantil que padecemos en demasiadas ocasiones, añadiéramos la disputa sobre el modelo de Estado, exponiendo las traviesas de la Constitución, único fortín de la certidumbre, al vendaval de un populismo desbocado.

Provoca escalofríos el mero ejercicio de imaginar lo que sucedería si hoy tuviéramos que elegir a un presidente de la república en medio de una severa crisis institucional y con órganos vitales del Estado viendo cómo la autocomplacencia de sus miembros, y la incapacidad política para abordar una razonable renovación, dilapidan su crédito. Pone los pelos de punta aventurar posibles nombres de quienes en estas circunstancias, previa selección de los partidos, podrían optar a una jefatura del Estado republicana; una jefatura, por supuesto, sin apenas contenido. Nada que ver con el modelo francés; ni siquiera con el italiano. ¿Y qué república? ¿La de la elección directa por el pueblo? No seamos ingenuos: la actual partitocracia española, una vez sometidos los actuales, jamás aceptará un nuevo contrapoder.

No existe la menor posibilidad de que un supuesto cambio de régimen condujera a una mayor democracia. Es más, el cambio más visible e inmediato sería el de la más que segura pérdida de neutralidad de la jefatura del Estado, acompañada de una aminoración de la capacidad de representación internacional y el sometimiento al gobierno de turno. No somos Francia. Tampoco Italia. Lo he comentado en alguna ocasión (aquí por ejemplo): Nos queda mucho para plantearnos en serio un cambio de régimen. Ni tenemos banquillo para asumir con garantías el relevo, ni nuestra clase política está capacitada para liderar, para bien, un cambio de esta envergadura. Sin olvidar que el objetivo de los que retuercen el debate, en cada ocasión que se presenta, no es promover de forma ordenada un referéndum constitucional, sino acelerar el descrédito de la Corona y así provocar una monumental crisis de Estado como única vía para lograr sus objetivos.

Juan Carlos I, caballo de Troya

Dicho lo anterior, no conviene infravalorar el extraordinario talento para la autodestrucción de ciertos actores principales, y de no pocos secundarios, que forman parte del reparto monárquico, sean o no miembros de la Casa Real. Que la Corona siga manteniendo hoy un apoyo popular mayoritario es mérito exclusivo de su actual titular. Tras la cascada de noticias ominosas sobre Juan Carlos I, los sucesivos errores de gestión de la crisis -en los que ha estado involucrado el Gobierno-, y la estrafalaria puesta en escena del retorno a España del Emérito como guinda del pastel, lo sustantivo, y dramático, es que Felipe VI es, hoy más que nunca, el solitario dique de contención que impide el anegamiento de nuestro modelo de Estado.

Expresado de otro modo: de que la figura del actual monarca no sufra una acelerado deterioro, por causas ajenas o propias, depende en gran parte que España no se precipite hacia el abismo; que a las crisis ya existentes, variadas y profundas, no añadamos la peor de todas, la que abriría un período de alta tensión política y definitivamente quebraría los ya de por sí frágiles equilibrios institucionales y territoriales. Pero el peligro no solo está al otro lado de la verja de Zarzuela, y por muy comprensibles que sean las manifestaciones de afecto hacia un anciano de 84 años, empujado a un exilio preventivo, lo que debiera entender una parte de esa familia, y ciertas amistades cuyo protagonismo no parece ser del todo desinteresado, es que don Juan Carlos ya no es dueño de sus actos.

El Emérito no puede ser dueño de sus actos. Ha dejado solo a Felipe VI, que es hoy más que nunca el solitario dique de contención que impide el anegamiento de nuestro modelo de Estado

Hace unos meses escribía yo en este mismo espacio que “sin la figura de Juan Carlos I probablemente la Transición española no habría sido incruenta. Cualquier análisis que hagamos sobre el Rey Emérito que no tenga en cuenta este singular antecedente será, como poco, parcial, por lo general arbitrario y en ocasiones, dependiendo de quién lo propale, abierta y premeditadamente deshonesto”. Sigo pensando lo mismo. Pero tal reflexión es ya más materia de debate entre historiadores que herramienta para administrar el inmediato futuro. Don Juan Carlos fue en el siglo pasado pieza clave en la restauración de la democracia y hoy, lamentablemente, se ha convertido en una especie de caballo de Troya de los enemigos de la monarquía.

No tiene derecho el Emérito a la queja. Mucho menos a alimentar la animosidad de los ministriles y garzones de turno. Con don Juan Carlos se ha tenido mucha paciencia, y se ha sido extraordinariamente prudente a la hora de manejar su expediente judicial (eso hay que reconocérselo al Gobierno). No las tenía todas consigo. Relevantes penalistas apuntaron en su momento que la inviolabilidad total dejaba de ser efectiva tras la abdicación: “Debe extinguirse la inmunidad tras el cese del Rey como jefe del Estado, resultando así ‘justiciable’ por los posibles delitos cometidos durante su mandato y no amparados por la inviolabilidad limitada” (Luis Rodríguez Ramos). Negar que ha salido bien parado, que en la conciencia colectiva ha quedado la huella de un evidente trato privilegiado, es hacerle un flaco favor a la Corona y cooperar a la parálisis de una institución con la que los jóvenes se sienten cada día menos concernidos y que necesita con urgencia más iniciativas pedagógicas y menos cancerberos. Pero de monarquía, jóvenes y cancerberos ya hablaremos otro día.

La postdata: de interinos a privilegiados

“De regulaciones legislativas propias del compadreo parlamentario y del populismo barato salen enunciados normativos o legales de estructura tan abierta que se aproximan a monstruos legales que prácticamente todo lo admiten (…), vaciando la Constitución, así como la Ley, y dejando en manos de espurias negociaciones sindicales entre bambalinas la comisión de atropellos indiscriminados de derechos ciudadanos fundamentales”.

Muy serio se ha puesto mi admirado Rafael Jiménez Asensio. Lo que describe con prolija precisión en tres artículos publicados en Hay Derecho (aquí, aquí y aquí) son las probables consecuencias de la tramposa Ley 20/2021 de 28 de diciembre de medidas urgentes para la reducción de la temporalidad en el empleo público, diseñada para “aplantillar definitivamente por decisión legal, mediante convocatorias convenientemente trufadas en sus bases, a centenares de miles de empleados públicos temporales sin exigir conocimiento alguno o aflojando tanto las exigencias de acceso que incluso no superando ninguna de las pruebas selectivas se pueda -como expuso el profesor Alejandro Nieto- ‘atravesar el Jordan y besar la Tierra Prometida’; esto es, obtener la ansiada plaza de por vida”.

Jiménez Asensio denuncia “el riesgo evidente de que, con estos procesos excepcionales en cadena de estabilización a la brava, la función pública se nutra en buena medida de personas dóciles con el poder, que sean más permeables a presiones políticas. Votantes eternos de aquellos a quienes siempre deberán su tranquilidad futura. Si así fuera, el desastre sería mayúsculo y sus efectos letales”. Y sigue: “Mediante tales procesos de estabilización, se van a convocar decenas de miles de plazas (por ejemplo, de auxiliares administrativos, administrativos o de actividades de tramitación o gestión), que dentro de muy pocos años (o pasado mañana) ya no dispondrán de tareas efectivas; pero ahí estarán las plazas (puestos o dotaciones) enquistadas para siempre (con los impactos presupuestarios que ello comportará)”.

Pero lo que más sorprende al brillante profesor y jurista es que una ley hecha a medida de los que ya ocupan los empleos públicos que salen a “concurso”, que contraviene abiertamente los artículos 23.2 y 103.3 de la Constitución (“Los ciudadanos tienen derecho a acceder en condiciones de igualdad a las funciones y cargos públicos, con los requisitos que señalen las leyes”) al impedir que ningún ciudadano sin experiencia previa en la Administración pueda ni remotamente aspirar a acceder a las plazas convocadas, no haya sido recurrida ante el Tribunal Constitucional por ninguno de los órganos legitimados para hacerlo (especialmente bochornosa es la pasividad del Defensor del Pueblo). Bueno, le sorprende, pero menos. Porque como él mismo apunta, hay que considerar “el pánico político al coste electoral que ello [el recurso de inconstitucionalidad] comportaría (estamos hablando de millones de votos entre los beneficiarios directos por el regalo legislativo y sus familiares)”.

Pena de país.

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