Opinión

Respeto y sumisión

En los ya numerosos artículos que he escrito en este medio siempre me he expresado como he querido y siempre he dicho lo que quería decir. Es decir, lo he hecho con absoluta libertad por mi parte y profundo respeto del periódico. En ningún momento se me

En los ya numerosos artículos que he escrito en este medio siempre me he expresado como he querido y siempre he dicho lo que quería decir. Es decir, lo he hecho con absoluta libertad por mi parte y profundo respeto del periódico. En ningún momento se me ha hecho ninguna indicación sobre lo que debería o no debería decir. Y ello es algo que, aun siendo obvio en estos tiempos, no hay que dejar de reconocer y agradecer a la dirección del medio. Es una seña de identidad de la libertad de expresión que, a mi juicio, otorga al editorialista una notable credibilidad.  Pero el que tenga absoluta libertad no implica que, en muchas ocasiones, me haya expresado de otro modo o que haya podido llegar a callar concretas posiciones personales sobre alguna puntual cuestión. Nadie me pidió, jamás, que lo hiciera. Pero he podido llegar a hacerlo por propia convicción personal.

Pienso que, tanto en nuestra vida cotidiana y conversaciones privadas, como cuando nos manifestamos públicamente, todos, absolutamente todos, administramos nuestras posiciones, o las manifestamos de modo distinto a como lo haríamos, espontáneamente si nuestro discurso fuera sólo dirigido a nosotros mismos.

En una democracia se puede decir y hacer lo que uno quiera, siempre y cuando no se falte el respeto al otro y se acepten las reglas de juego que obligan a todos

Esto ha sido así, de un modo u otro, y en mayor o menor medida, en todas las épocas. Lo que hoy reconocemos y denominamos como “autocensura”. Todos aceptamos someternos a ella porque admitimos como necesario contextualizar nuestras posiciones. En función del tiempo y lugar, hay cosas que consideramos razonable no manifestar o si lo hacemos, aplicamos a nuestra reflexión una carga adicional de prudencia. Y lo hacemos así porque, quizá instintivamente, comprendemos que la libertad de expresión sólo tiene sentido si está al servicio de la convivencia. Y ésta, a su vez, la convivencia en paz y libertad, sólo es posible si está basada en el respeto a los demás. En una democracia se puede decir y hacer lo que uno quiera, siempre y cuando no se falte el respeto al otro y se acepten las reglas de juego que obligan a todos.

Pero esto que es una correcta teoría, muy fácil de enunciar, no lo es tanto a la hora de llevarla a la práctica. Respetar a alguien supone tener en consideración sus costumbres, sus creencias, sus valores, su modo de hacer y pensar. Conocemos los fundamentos teóricos. Pero, inmediatamente, surgen dos cuestiones que son más complejas de resolver.  La primera de ellas es qué, a mi juicio al menos, el respeto, como el amor, para que sea posible debe ser mutuo. Yo te respeto si tú me respetas, y viceversa, pues de lo contrario no tienen sentido. El respeto unidireccional, el aceptar a alguien que no te respeta a ti, sólo se da en la vida de algunos santos, y no todos. En nuestra sociedad, con el modo de vida y costumbres que nos hemos dado, respetar a alguien que no te respeta se sitúa más cerca del concepto de “sumisión”, o lo que es lo mismo, del menosprecio y la dejadez de tus propios valores y creencias.

Y la segunda cuestión que aflora cuando abordamos estas cuestiones es la pregunta que nos hacemos al interrogarnos a nosotros mismos sobre como actuar. Cuando esas creencias, costumbres y valores que debemos respetar están en contradicción con las propias y, además, amenazan con sernos impuestas, a todos los demás. O, dicho de otro modo, qué ocurre cuando el respeto a las creencias y costumbres de una “minoría” implica tener que cambiar las costumbres y modos de hacer de la mayoría. Les pondré algún ejemplo de hechos que ya están sucediendo en las sociedades en las que vivimos, cuando alguien, coloquialmente hablando y sin ningún interés espurio, dice que “Mahoma usaba turbante”, o que los “moros” siempre pierden en nuestras fiestas de “Moros y cristianos”. Inmediatamente aparecen quienes te interpelan advirtiéndote que hay que respetar todas las religiones; pero, sin embargo, si alguien pinta un “Cristo” con la cabeza hacia abajo, la reacción es otra. Es la del respeto sin matices a la llamada “libertad de expresión” del supuesto artista. Esto, a mi modo de ver, lejos de ser respeto a las minorías supone sometimiento a ellas.

La historia de la humanidad podría resumirse contando la eterna lucha de las minorías, de los que están “abajo”, por convertirse en mayorías, para estar “arriba”

Soy de los que cree que, en democracia es fundamental el “respeto a las minorías”, y que no hay verdadera democracia si esa regla de oro no se cumple. Es más, puedo llegar a suscribir que han sido las minorías las que han abierto los caminos por donde luego ha discurrido toda sociedad. Hasta el punto de que, como diría el sociólogo italiano W. Pareto a principios del siglo pasado, la historia de la humanidad podría resumirse contando la eterna lucha de las minorías, de los que están “abajo”, por convertirse en mayorías, para estar “arriba”. Pero no es de esto de los que estamos hablando, … o sí, porque tampoco estoy muy seguro… Lo que está ocurriendo hoy en nuestra sociedad es que se va perdiendo la consistencia de los propios valores, y esto propicia que grupos, o “colectivos” como ahora gusta llamarles, que creen en pocas cosas, pero de un modo tan firme que desembocan en toda suerte de fundamentalismos, conducen a los demás a aceptar como normal ciertas cosas que, en absoluta libertad, calificaríamos de aberrantes. Es como cuando en una familia cohabita un hijo “tirano”, déspota y consentido, que logra que todos estén pendientes de él, adulándole y satisfaciendo todos sus caprichos por miedo a que se enfade y desestabilice al grupo.

Cada vez son más las personas que se cambian de acera para no pasar por medio de grupos que les resultan extraños. Y a uno se le “cruzan los cables”, no entiende nada

Cada vez es más frecuente que, en algunas ciudades, la gente evite el pasar por determinados lugares y plazas porque están, literalmente, “tomadas” por grupos de personas que con su comportamiento y actitudes no sólo faltan el respeto sino que hacen difícilmente respirable el ambiente de la calle e, incluso, el barrio, a quienes por allí transitan o viven. Y ya no es extraño el ver, en pueblos y ciudades de nuestra comarca, que cada vez son más las personas que se cambian de acera para no pasar por medio de grupos que les resultan extraños. Y a uno se le “cruzan los cables”, no entiende nada, cuando se entera de que determinados ayuntamientos y administraciones públicas, y con la excusa de que “no molesten a los vecinos”, como si “molestar a los vecinos” fuera un mérito que merezca ser premiado, asignan, preparan y acondicionan espacios para que la gente pueda divertirse de cualquier modo, convirtiéndolos en verdaderos “lugares sin ley” donde todo es posible.

Y es que el relativismo moral, el “todo está bien”, el “no quiero problemas”, el “que hagan lo que quieran” etc., nos está llevando a que cualquiera que crea en algo que quiera imponer termine lográndolo sin más. Fijando sus propios términos y condiciones. Esa relajación moral de la sociedad nos está conduciendo a una indeseada sumisión a la que nos cuesta, cada vez más, oponernos y revelarnos frente a ella.

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