Opinión

Retrato de familia, por Zuloaga

Imaginen ustedes una novela que comienza con una marquesa que le sacó los ojos, le arrancó la lengua y le cortó la mano al cadáver aún caliente de su hija

Decía Jorge Luis Borges que hay muchas maneras de empezar un libro y casi todas están mal. Decía Julio Cortázar que una novela, o un cuento, es como una sinfonía: si, cuando se apagan las luces y comienza el concierto ves que en los veinte o treinta primeros compases no te pasa nada, lo mejor es que finjas una tos, un ataque de asma (un infarto quizá sería demasiado llamativo), y abandones discretamente la sala pidiendo perdón a las señoras a las que seguramente tendrás que pisar. En el caso de una novela, si en la página tres el termómetro no anda, como también decía Cortázar, pues lo mejor es cerrar sonrientemente el libro, darle quizá un beso que deje claro nuestro afecto y nuestra falta de rencor, y una de dos: o lo devuelves a la estantería, en espera de una segunda oportunidad (aunque a determinadas edades esto es demasiado pedir) o bien lo colocas en el montoncito destinado a una de las muchas ONG que se dedican a repartir libros malos entre los menesterosos. Porque es evidente que los buenos no se reparten nunca.

Quiero decir con todo esto que quien no sepa empezar una novela, o terminarla, porque ese es el otro punto de apoyo que no puede fallar jamás, lo mejor es que se dedique a la crítica literaria, disciplina para la que se necesitan muchas menos luces, o a hacer de trol comentando en internet los artículos de otros, para lo que no se necesita ninguna en absoluto.

Había que humillar también a los becarios, para que no se creyeran que valían más que aquellos que estaban destinados a ser sus jefes, los alumnos de pago

Ahora imaginen ustedes una novela que comienza con una marquesa que le sacó los ojos, le arrancó la lengua y le cortó la mano al cadáver aún caliente de su hija. Una marquesa de aspecto imponente que el lector puede imaginar inmediatamente como la terrorífica marquesa Casati pintada por Zuloaga, que yo vi en el museo de Pedraza y que me tuvo tres noches reventado por las pesadillas. Una marquesa pelirroja envuelta en pieles de zorro que acarreaba un montón de títulos tan sonoros como falsos, que besaba a los niños y les regalaba misalitos por su primera comunión y que se había pasado por la piedra de amolar a media humanidad, empezando por Abdelkrim, el temible caudillo del Rif. Una marquesa que se llamaba Margarita y que acabó chapaleando en los fangos de la miseria, seguida nada más que por un abogado catalán que atendía por Josep María pero al que ella llamaba siempre, muy zaristamente, Sacha.

Y todo esto lo cuenta un niño que lo vio a los seis años y que, como es lógico, no lo olvidó en su vida, cómo lo iba a olvidar. El niño es Luis Reyes Blanc, periodista, escritor, embajador, erudito y enamorado del arte, y ese relato de trueno es el comienzo de su último libro: Retrato de familia, que acaba de publicar Biblioteca Añil Literaria.

Sabíamos que Luis Reyes conoce la vida y andanzas de la mayoría de los personajes que aparecen pintados en los cuadros del Museo del Prado. Hay quien jura que vive allí y que, en algunas ocasiones, se sube a Las Meninas y sustituye por un rato al aposentador José Nieto Velázquez, el hombre que va a salir por la puerta abierta del fondo, para que el buen señor pueda descansar un poco e ir al baño, que seguramente es lo que pretendía cuando Diego Velázquez sacó la foto. Todo eso es posible.

Pero ignorábamos que Luis Reyes fuese capaz de escribir una novela (ah, pero esto no es una novela) que con toda seguridad habría podido pintar Zuloaga. Este Retrato de familia podría ser, por qué no, el retrato de muchísimas familias de provincias. Pero Reyes comienza, zumbón, con la técnica que usó Dickens para levantar su David Copperfield (un señor que fue niño y que cuenta, no sin rencor, no sin humor, no sin nostalgia, una vida entera) y de pronto el lector se ve metido de hoz y coz, ya digo, en mitad de un Zuloaga, con la tremenda Mamá Carlota, Sofía Blanc, los toreros Montero y Pedrés (que convirtieron Albacete en una especie de Verona donde los Capuletos y los Montescos se rajaban por la calle), la gestapística directora de la Selección Escolar y, cómo no, la aventura de los jodhpurs, unos pantalones elegantísimos de inspiración india que el niño Luis Reyes llevó a clase con grave riesgo para su integridad física. Así todo. Desde que empieza hasta que termina.

Los toreros Montero y Pedrés convirtieron Albacete en una especie de Verona donde los Capuletos y los Montescos se rajaban por la calle

La memoria hace su trabajo y, con algo de oficio y otro poco de imaginación, todos podríamos relatar la historia de nuestros abuelos y bisabuelos como si se tratase de una novela de terror, o gótica, o épica, o de aventuras (en este libro de Luis Reyes sale Salgari, naturalmente). Pero es muy difícil repintar la historia personal, o la de tus tíos y abuelos, a la manera de Zuloaga, y extremar los trazos, y los colores, y los negros, y alterar la perspectiva, sin dejar que todo se convierta, al final, en una pintura negra de Goya. Porque lo que Luis Reyes no pierde jamás es el humor, la proximidad, la complicidad y tampoco la ternura.

Miren si no: “Los alumnos de pago sufrían cotidianamente, en clase, la humillación de la inteligencia de los becarios. Teniendo en cuenta que esos humillados pertenecían a la elite del poder, las cosas no se podían dejar así. Había que humillar también a los becarios, para que no se creyeran que valían más que aquellos que estaban destinados a ser sus jefes”. Queda así explicada la deformación genética de todos los planes educativos que hemos padecido los españoles desde la fundación de la universidad de Salamanca, en 1218.

Lean ustedes este libro, Retrato de familia. Si cada uno de nosotros no salimos en él, poco nos falta.

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