Opinión

El Rey emérito ya es caza menor; el objetivo es Felipe VI

No se trata de saber toda la verdad sobre las cuentas suizas, sino a través de su explotación política colocar a Felipe VI en una situación imposible para forzar, más pronto que tarde, una consulta sobre el modelo de Estado

Es altamente recomendable rastrear las reacciones del mundo independentista a la noticia de la investigación que lleva a cabo la Fiscalía suiza y que apuntan al supuesto cobro de comisiones por parte de Juan Carlos I. Están felices. Òmnium Cultural no ha perdido el tiempo y ha distribuido en las redes sociales un vídeo contra la Corona en el que la demagogia supera con mucho lo esperpéntico. El incalificable sujeto al que en Cataluña llaman “La bien pagá” -que estuvo a las órdenes del PP de Aznar, se desintegraba de placer si recibía una invitación de Zarzuela y ahora es el principal brazo mediático de Carles Puigdemont-, se ha precipitado a poner el libelo que dirige, sostenido con los fondos públicos manejados por el secesionismo, al servicio de la causa antimonárquica. “La reputación de España está abierta en canal”, afirmaba esta semana el abyecto, quien, cabreado como un mono por la decisión del Gobierno de centralizar las medidas de control del Coronavirus, mezclaba aviesamente la gestión de la crisis sanitaria con la que le ha caído encima a Felipe VI. Tiene gracia que hable de reputación uno de los más destacados lacayos del pujolismo, uno de esos “líderes de opinión” que en Cataluña decidieron mirar para otro lado mientras el nacionalismo robaba a manos llenas.

Populistas y nacionalistas varios no van a dejar pasar esta oportunidad. Lo del Coronavirus no es más que un contratiempo en la planificación de la ‘operación derribo’

Que los Puigdemont, Torra y Junqueras han fijado como objetivo prioritario destruir la Monarquía parlamentaria para conseguir sus propósitos, hace tiempo que dejó de ser noticia. Lo novedoso ahora es que Suiza puede convertirse en su mejor aliado. Suiza, siempre Suiza. Anna Gabriel, Marta Rovira. La punta del iceberg. El país más insolidario de Europa. Cueva de ladrones. Abogados capaces de cualquier vileza si se ponen sobre la mesa cifras de cinco o seis ceros. Lo contaba el martes en La Vanguardia Mariángel Alcázar: “La estrategia de Corinna Larsen y sus abogados de implicar al rey Felipe chantajeándolo con su condición de beneficiario de una supuesta fortuna oculta de su padre se fue al garete y, desde hace unos meses, la guerra de Corinna y sus abogados se ha librado a través de filtraciones a diferentes publicaciones de medias verdades sobre la supuesta fortuna escondida del rey Juan Carlos, que es la mejor manera de colar mentiras enteras. La publicación el sábado en el diario londinense The Telegraph de la información que implicaba al rey Felipe en la fundación que se atribuye a su padre fue la gota que colmó el vaso y desencadenó el terremoto en la Zarzuela. Ya no valía con hacer bien las cosas, la ciudadanía tenía que saber que la Corona no acepta chantajes”.

También el martes, en este periódico, Jesús Cacho dirigía la lupa hacia el fondo del pozo: “El estallido final de la trama ha tenido lugar en dos medios de comunicación extranjeros, circunstancia que abona la sospecha de que se trata de una operación orquestada para debilitar la posición de Felipe VI y descabalgarlo del trono”. Extorsión económica y maniobras desestabilizadoras con fines políticos unidas en la misma causa. ¿La desfachatez y sinvergonzonería de una buscona profesional respaldada por los fondos expatriados del golpismo secesionista? Nada se descarta. “Ahora está por ver si la guerra sucia esconde algo más que la venganza de una amante despechada o si, finalmente, detrás de todo existe una operación perfectamente diseñada para socavar la monarquía y Corinna no sea más que un peón, aunque en su día soñara con ser la reina” (M. Alcázar).

Solo el retiro definitivo del emérito, acompañado de una eventual devolución de los fondos ‘distraídos’, serán medidas de utilidad en el proceso de recuperación que Felipe VI habrá de activar

Habrá que ver en qué acaba todo esto. De momento, es evidente que lo de Juan Carlos I no tiene un pase. Ni siquiera sus indudables servicios al país sirven ya para compensar tanto sonrojo. De ser un referente ha pasado a convertirse, en el mejor de los casos, en una figura amortizada cuya cercanía a la institución ha dejado de constituir un activo para transformarse en un serio peligro para la continuidad de la misma. De poco serviría ahora desvelar algunos episodios que no justifican, pero sí pueden explicar, al menos en parte, algunos de los más graves pecados del viejo monarca. Episodios que algún día aparecerán en los libros de historia y que están anclados en el pasado, en los miedos heredados. Por los dos; por don Juan Carlos y doña Sofía. Aludir a tales desasosiegos podría haber tenido cierta utilidad hace unos años, cuando todavía el ejercicio del poder no había dejado atrás a los principales protagonistas de la Transición. Hoy, ningún relato relacionado con circunstancias personales o familiares tendría el menor valor curativo. Todo lo contrario. Sería casi peor que aquel balbuceo hospitalario: “No volverá a ocurrir”. Únicamente el retiro absoluto del emérito, su temporal muerte civil, y una eventual entrega al tesoro público de los fondos “distraídos”, podrían aportar algún componente cicatrizante al complejo proceso de curación que obligadamente Felipe VI habrá de iniciar.

En un país impregnado de confrontación partidista, la ausencia de un árbitro ecuánime, de un comodín equilibrador, podría ser la última de nuestras ocurrencias autodestructivas

Porque si de algo deben estar seguros en Zarzuela es de que populistas y nacionalistas varios no van a dejar pasar así como así esta oportunidad. Lo del coronavirus no es más que un contratiempo en esa operación derribo, un obstáculo imprevisto que desplaza el asunto de las primeras páginas de los periódicos. Pero solo se trata de un aplazamiento. Ya lo han anunciado. Y que nadie se equivoque: Juan Carlos I solo es un paso previo para alcanzar el objetivo final. No se trata de saber toda la verdad sobre las cuentas suizas, sino a través de su explotación política y mediática colocar al Rey actual en una situación imposible y forzar, más pronto que tarde, una consulta sobre el modelo de Estado. Para ello, no basta con eliminar el obstáculo que hasta ahora representaba Juan Carlos I. Es preciso conseguir que el descrédito, el deterioro de la popularidad, alcance también a Felipe VI. Poco importa el comportamiento irreprochable en estos seis años del monarca y de la institución. Ningún interés tiene para los enemigos de la Constitución, y esa cohorte de republicanos desmemoriados les apoyan, que el vigente jefe del Estado haya sido el único español que, en momentos de extraordinaria gravedad, se hizo merecedor del calificativo de líder nacional. Mucho menos ponderan que este sea el peor de los momentos para forzar el debate sobre el modelo de Estado. Es exactamente al revés. Van a alimentar la polémica precisamente porque este es el peor de los momentos. Probablemente el más delicado para el Rey tras los acontecimientos del 1 de octubre de 2017 en Cataluña.

Resulta que Letizia, la antipática plebeya, tenía razón; que la burbuja familiar no era el mejor lugar desde el que colarse en los hogares de los españoles en Nochebuena para dar lecciones de moral

Personalmente, no siento ningún vértigo ante la perspectiva de que, en un futuro, España deje de ser una monarquía. Lo que me parece inconcebible es que aceptemos como si tal cosa que esa eventualidad no llegue de forma natural y una vez despejadas las dudas sobre la viabilidad futura de la nación, sino apremiada por aquellos que han ligado su supervivencia a la fragilidad del Estado, cuando no a su destrucción. Afortunadamente, Felipe VI ha demostrado hasta ahora estar siempre, como ayer y sin excepción, a la altura de las circunstancias. Ha sido y es un Rey pegado a la realidad, apoyado en esa tarea por su mujer. Resulta que Letizia, la plebeya, tan antipática para muchos, tenía razón, que la burbuja familiar no era el mejor lugar desde el que colarse en los hogares de los españoles en Nochebuena a dar lecciones de moral. En un país impregnado de confrontación partidista, la ausencia de un árbitro ecuánime podría ser una catástrofe, la última de nuestras ocurrencias autodestructivas.

El Rey ha sido, en los graves momentos pasados, el único referente, la exclusiva garantía de neutralidad que conservamos en un terreno, el público, en el que apenas quedan personajes con suficiente autoridad moral. La Corona, todavía hoy, ejerce la valiosísima función de comodín equilibrador. El problema es que su conservación ya no solo depende de que Felipe VI cumpla fielmente con su compromiso de integridad y transparencia, sino de un sector de la clase política “nacional” que o bien se ha alineado con los intrigantes, o no parece muy dispuesto a dejarse ni un solo pelo en la gatera para defender su utilidad.

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