El Rey estuvo en el hospital de Ifema, el corazón totémico de la lucha contra la pandemia del coronvirus. Sánchez no ha puesto un pie en centro sanitario alguno, ni siquiera para la foto. Un día, en gesto heroico, visitó un taller de respiradores en Móstoles. Siempre le gustó al presidente del Gobierno jugar a jefe del Estado. Le usurpaba actos al Monarca, le achicaba la agenda, le daba codazos en las fotos, le zancadilleaba los viajes internacionales. Cortocircuitado el Rey, allá que se iban Sánchez y su esposa a embriagarse de cámara y a acaparar minutos de telediario. El 'jefe del Estado bis', le llamaban. No le desagradaba el apelativo, a la espera de cargarse el 'bis'.
Llegada la hora de la verdad, esa en la que se palpa la madera de la que están hechos los políticos, Sánchez se ha encogido, se ha agazapado en la Moncloa, desde donde nos sermonea semanalmente con sus sesiones somníferas de 'Aló presidente' y donde Pablo Iglesias, encoraginado de chavismo, extiende sus garras sin recato alguno. Solo se desplaza al Congreso cuando las circunstancias lo exigen. Vive en su castillo de hielo particular, ajeno al luto, alejado de los escenarios del dolor y la muerte.
Ha hablado con reyes, con líderes mundiales, con sabios digitales. Incluso ha recibido, con ejemplar paciencia, a todos y cada uno de los absurdos zoquetes que integran el consejo de Ministros
Desde su mensaje del 18 de marzo, cuando ya asomaba el rostro del horror, el Rey no ha parado. Estuvo en Ifema con los dolientes, en el centro de Operaciones con la milicia, en el núcleo de Interior con policías y guardias civiles. Ha mantenido más de cien conversaciones telemáticas, tres al día, con asociaciones de todo tipo, de deportistas a gitanos, empresarios, pescadores, mujeres maltratadas y lazarillos de todas las enfermedades. Ha hablado con reyes, con líderes mundiales, con sabios digitales y con emprendedores globales. Incluso ha recibido, con ejemplar paciencia, a todos y cada uno de los redomados zoquetes (habrá alguna excepción) que integran el consejo de Ministros. La mayoría de sus interlocutores le preguntaban por el futuro, por cómo será la salida de la infierno. El Rey no lo sabe. Lo malo es que quien debería saberlo, tampoco.
Mentiras y desacuerdos
En Moncloa están perdidos, no tienen plan, ni proyecto, ni ideas. No saben cuándo ni cómo se volverá a las calles, arrancará el curso escolar, se reordenará el turismo, se culminará el curso universitario, reabrirán los bares, los hoteles... "Te espeluzna porque no tienen ni idea", comenta un alto cargo ministerial del PSOE. Despistados como turco en la neblina, diría el porteño. La sociedad española, enclaustrada y silenciada, pasó de la angustia al espanto esta semana, al comprobar, realmente, que está en manos de un equipo de ineptos, incapaces siquiera de organizar el paseo de los niños. En toda Europa trotan ya los pequeños por las veredas y hasta se revuelcan en los parques, menos aquí. Los portavoces se contradicen, se rectifican, incurren en el más espantoso de los ridículos hasta que, al fin, Pablo Iglesias comparece ante las cámaras disfrazado de Papá Noel, meloso y falso como la bruja del cuento.
Otra vez, el Gobierno, a ciegas, convertirá a la gente en conejillos de indias. Y se encogen de hombros, con mueca flácida, mientras Iglesias va decapitando, uno a uno, a sus compañeros de gabinete
"Se ha gestionado mal casi todo, se ha llegado tarde a casi todo, es un perfecto compendio de errores". Rafael Matesanz, el hombre milagro de los transplantes, resumía con realismo en esRadio el estado de la situación. El Gobierno social-comunista ha situado a España en el top del cataclismo: Número de muertes por habitantes, de contagiados, de sanitarios infectados (más de 30.000), de ancianos fallecidos en inhumano abandono. Por no mencionar las UCI sin respiradores, los millones de mascarillas defectuosas (que hemos pagado con sobreprecio de coima, ya saldrán los nombres de los corsarios), los test que no llegan porque quizás ni existen. Amén de los incumplimientos y las mentiras.
El ministro Illa, inútil hasta para el embuste, prometió el mapa epidemiológico para hace dos semanas. Este jueves confirmaba que ni siquiera empezará el próximo lunes. Sin este imprescindible plano de operaciones, la desescalada se hará a ciegas. Otra vez el Gobierno convertirá a la gente en conejillos de indias. Y se encogen de hombros, con ovina estulticia y mueca flácida, mientras Iglesias, uno a uno, los va decapitando. Esta semana le tocó el turno a la portavoz, María Jesús Montero. El todopoderoso vicepresidente aprovecha la emergencia sanitaria para avanzar impasible, y sin obstáculos, en su proyecto ideológico inconstitucional.
No hay salida, no hay plan, no hay Gobierno, tan sólo una gavilla de amateurs, dotada por el Congreso de poderes extraordinarios, pero incapaz de adoptar soluciones, de acertar en las decisiones. Sánchez, atontado y cataléptico, planea prórrogas infinitas del estado de alarma mientras recita ante las cámaras dos de los conceptos-engañifa que le escribe Iván Redondo: 'La reconstrucción' y 'No dejaremos a nadie atrás'. Cunde la desesperanza en los cabreados balcones. Nadie en quien confiar, nadie a quien recurrir. Aparece entonces la princesa de Asturias, Leonor, con su hermana Sofía, leyendo el Quijote. Un relámpago de serenidad, un destello de esperanza que espanta por un minuto el paisaje de pesadilla.
La Corona siempre está ahí, referente institucional, cimiento de nuestro edificio democrático. El Rey frenó el golpe separatista de Cataluña. Muchos imaginan ahora un cambio de papeles. Si Sánchez anhela la jefatura del Estado, bueno sería que Felipe VI ejerciera de jefe de Gobierno, responsable máximo de la 'operación salida', con Margarita Robles y José Luis Martínez-Almeida en su equipo más próximo. Al menos, para poner en marcha la desescalada. Media Europa tiene elaborado un plan, y hasta puesto parcialmente en marcha, menos la espantable pandilla que se instaló en la Moncloa hace cien días, que se mueve entre el pasmo y la cagada. Se percibe una cierta añoranza de Rey en estos tiempos de angustia. La izquierda radical lo sabe, por eso ladra y agita cacerolas y guillotinas. Fantaseemos entre las tinieblas de nuestro arresto domiciliario. Felipe VI no sería un mal desconfinador. "Hay momentos en la Historia en los que la realidad nos pone a prueba de una manera difícil y dolorosa", advirtió el monarca en su mensaje al comienzo de la pandemia. A lo que cabría añadir lo de Lucrecio: "La sabiduría de un pueblo estriba en saber en cada momento qué fuerza debe usar, a quién ha de recurrir".
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