Algún día habrá que hacer la historia de los que sustentaron en la política y en los medios el espíritu del golpe de Estado que sufrimos. De aquellos que inocularon sus conceptos universales en la población española para que interpretara la realidad a su gusto. La de esos que manipularon datos, fotos, noticias e ideas para encajarla en un relato cuyo objetivo era, y es, derribar a la fuerza al gobierno legítimo, destruir el Estado constitucional y hacerse con el poder. Es indiferente que fueran tontos útiles o colaboradores conscientes. Todos ellos han creado una realidad a través de unos conceptos falsos con un interés espurio. Repasemos.
No es democracia
La democracia no es convocar y votar en un referéndum. Tocqueville y Bryce, que sabían más de historia y filosofía que los golpistas y sus corifeos mediáticos, ya escribieron que la democracia es un ethos, un modo de vivir, una forma de convivencia y, en consecuencia, una condición general de la sociedad. Ese ethos se traduce en la formación de instituciones representativas, el imperio de la ley, el Estado de Derecho, y costumbres públicas liberales y democráticas.
Su discurso y su comportamiento, incluso su propósito, responden al modelo oligárquico y tiránico que ya sufrió Europa en el primer tercio del siglo XX
Nada de esto se ha podido ver en ese movimiento nacionalbolchevique, que diría Jean-Pierre Faye, compuesto por el PDeCAT, ERC y la CUP. Su discurso y su comportamiento, incluso su propósito, responden al modelo oligárquico y tiránico que ya sufrió Europa en el primer tercio del siglo XX. Desde el momento en que “su” democracia desprecia la pluralidad social y política , rompe las reglas de juego, desampara a los que no creen en la “unidad de destino en lo universal”, y crea inseguridad jurídica y personal, ha pasado a la categoría de régimen autoritario fundado en el terror y la arbitrariedad .
No es una revolución
La violencia de los activistas y la connivencia de asociaciones sindicales, patronales o civiles independentistas no significa que aquello sea una revolución. Eso es confundir una algarada en apoyo de un golpe de Estado, el atrezo de masas que acompaña a un gesto de la oligarquía, con un acto revolucionario. Una revolución es un proceso en el que se cambia el curso de la Historia gracias a la imposición de un principio nuevo que rompe con la Era anterior; por ejemplo, la libertad en 1789 o el comunismo en 1917.
Las revoluciones, como vio Hannah Arendt, cambian la estructura social, política y económica en detrimento de un grupo y en beneficio de otro. No son una vuelta de tuerca a sus poderes por parte de una oligarquía regional que usa la red clientelar , adoctrinada o cautiva, para hacerse ilegal e ilegítimamente con todo el poder.
Cualquier golpe de Estado que quiere triunfar tiene que añadir un acto de masas que dé fuerza moral a su proyecto
Cualquier golpe de Estado que quiere triunfar tiene que añadir un acto de masas que dé fuerza moral a su proyecto. Esto exige varias condiciones que los independentistas han cumplido: demonizar al enemigo (lo español), usar una retórica apocalíptica (el imperativo histórico), y encontrar aliados violentos (los cuperos). El desorden se desata, los Mossos no actúan para que el conflicto tenga efecto publicitario , y el fin se consigue: donde solo había una maniobra parlamentaria, ahora parece que es un pueblo sublevado contra un “Estado opresor”. Falso, es orquestación.
No es un pueblo
El pueblo es una categoría retórica que utilizan los populistas, tanto nacionalistas como socialistas, para arrogarse la voluntad de todos sin contar con todos. Es el lenguaje de los totalitarios, ese que identifica a una pluralidad con un sujeto colectivo que solo tiene un interés y un proyecto, y, claro, una única voz: ellos. Se trata del viejo vínculo que establecen el leninismo y el fascismo entre el pueblo, su espíritu, un partido y su líder .
Todo aquel que no comulga con ese planteamiento fundamentalista se convierte en “no-pueblo”. No es de hoy. Carmen Forcadell, la actual presidente del Parlamento de Cataluña, decía hace bien poco que los catalanes del PP y de Ciudadanos no eran pueblo , sino extranjeros porque no defendían el dogma independentista. Tardá, que vive muy bien en Madrid, arengaba a los universitarios diciendo que eran el “verdadero pueblo” de Cataluña, con la misión histórica de la independencia, que debían cumplir si no querían ser “ traidores a la patria ”.
Los independentistas no son “el” pueblo, ni siquiera “un” pueblo, sino un movimiento nacional al viejo estilo de los totalitarismos y autoritarismos de principios del siglo XX
Los independentistas no son “el” pueblo, ni siquiera “un” pueblo, sino un movimiento nacional al viejo estilo de los totalitarismos y autoritarismos de principios del siglo XX. Que no engañen: la sociedad catalana es plural en todos los sentidos, y no merece a quienes quieren reducirla a un ser y pensamiento únicos.
El futuro no es la Arcadia feliz
La percepción pública que queda en todo proceso golpista es que las vías legales no son las únicas, ni siquiera las más convenientes para alcanzar el poder. Esta obviedad se convierte en peligrosa cuando una oligarquía se ha aliado con una facción violenta para hacer el trabajo callejero; sobre todo cuando esos alborotadores se erigen en auténticos representantes de las esencias del movimiento , y en protagonistas del proceso. Cuidado, porque el papel de partero de la Historia lo asumen siempre los más radicales, que acaban tomando el poder de forma absoluta y con voluntad de eternidad.
Que se lo pregunten a Sieyes, el gran revolucionario de 1789, al que echaron los girondinos, a estos los jacobinos, luego los termidorianos, y finalmente Napoleón quien, con su ayuda, diera un golpe de Estado para crear otra dictadura más en la triste Francia de finales del XVIII. O a Kerenski, quien todavía en 1931 se preguntaba cómo era posible que hubiera perdido el poder. O al Manuel Azaña de febrero de 1936, al del fraude electoral, haciéndose cruces un año después porque los comunistas soviéticos se habían adueñado de “su” República.
Recuperar el relato
Las palabras de Felipe VI hicieron hincapié en tres ideas-fuerza -orden constitucional, unidad y confianza-, dando el pistoletazo de salida a un gobierno aletargado y decepcionante . Al tiempo, fue un toque de atención a un PSOE que por boca de Margarita Robles hacía suyas las quejas de los golpistas y pedía la reprobación de la vicepresidenta del gobierno por la represión policial.
Pero el contragolpe, si es que el gobierno se decide a realizarlo con toda la intensidad que merece la sociedad española, no debe limitarse a detener y juzgar a los delincuentes, sino debe parar el golpismo y su espíritu. Para eso es necesario recuperar el relato; esto es, la narración de los hechos y los conceptos, como hizo el Rey.
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