Escuchando el otro día a Pedro Sánchez defender la Monarquía me acordé de esos abogados defensores que en las películas americanas saben, sin asomo de duda, que su cliente es rematadamente culpable, y antes o después acabará en la silla eléctrica. O en la guillotina, si nos atenemos a las preferencias ejecutorias de Irene Montero. No me negarán que es altamente llamativo observar cómo los dos partidos gobernantes intentan exprimir en su beneficio a la Corona. El PSOE en un intento no demasiado creíble de recomponer su depauperada imagen de partido institucional; y Podemos redoblando sus ataques a la monarquía para ensanchar el vivero republicano de la sociedad.
El presidente del Gobierno se puso solemne y salió con todo a proteger a nuestro Rey contemporáneo (María Jesús Montero dixit). No es la primera vez que Sánchez usa la institución monárquica como mecanismo de compensación de decisiones, digamos, imprudentes, cuando no directamente temerarias. En esta ocasión, tras el vídeo contra la monarquía producido por Podemos con música de la serie 'Narcos', el ambiente estaba más cargado de lo habitual. Así que a Su Solemnidad le vino bien defender al contemporáneo (de Felipe II no dijo nada) para apaciguar a algunos de los propios (tampoco a todos) y evitar que se vinieran aún más arriba los ajenos y lo pusieran todo perdido antes de tiempo.
Circunstancialmente, a Sánchez le está viniendo bien Felipe VI para situarse en el medio cuando conviene, entre el monarca y sus vituperadores, pero por lo común somete al jefe del Estado a dieta estricta en lo que a proyección pública se refiere. Porque la realidad es que con un país endeudado hasta que las ranas echen pelo, que sobrevive gracias a la respiración asistida del Banco Central Europeo, afectado por alarmantes síntomas de inseguridad jurídica e internacionalmente infrarrepresentado, el presidente del Ejecutivo mantiene las restricciones que impiden al monarca explotar su enorme potencialidad como primer embajador del país. El Gobierno de Sánchez ha perdido pie en Europa, tensiona de manera insensata las relaciones con Marruecos y tiene medio abandonada la actividad diplomática en Iberoamérica (dejando de paso que Rodríguez Zapatero, futuro presidente de la república, nos ponga en evidencia por aquellas tierras). Pero el Rey sigue sin agenda. O sin la agenda que exige la crítica situación.
Juancarlismo versus felipismo
Justo cuando más lo necesita el país. Y cuando más lo necesita la institución. Justo cuando se dan las condiciones más exigentes para testar la utilidad (o inutilidad) de la monarquía, este Gobierno, achicado por las constantes disputas, deja fuera de juego a su comodín más valioso. Me gustaría creer que solo estamos ante una torpeza más. Pero no. Tanto el exilio exterior del Emérito como el interior del contemporáneo son decisiones inducidas. Dinamitado en buena parte el juancarlismo como factor legitimador de la Transición -con la inestimable colaboración de quien le prestara el nombre-, el objetivo ahora es que el felipismo (el de Felipe VI, no el de González) no llegue a cuajar en las nuevas generaciones. Para ello es preciso esconder al Rey, ocultar sus cualidades, minimizar sus iniciativas regeneradoras, infravalorar el sacrificio personal que ha decidido asumir, negarle la oportunidad de regenerar por el bien del país las profundas cicatrices que la conducta de don Juan Carlos ha ocasionado a la institución.
Dinamitado en buena parte el ‘juancarlismo’ como factor legitimador de la Transición, el objetivo ahora es que el ‘felipismo’ (el de Felipe VI, no el de González) no llegue a cuajar en las nuevas generaciones
Al Rey no se le va a dar un minuto de respiro desde el Gobierno bipolar porque existe un acuerdo entre Podemos y el independentismo para impedir a toda costa la recuperación del prestigio perdido por la monarquía; porque las prioridades fijadas por Oriol Junqueras desde la cárcel para repetir algún día el golpe secesionista son el debilitamiento del Estado y ensanchar la base social del independentismo; porque no es verdad que el procés haya muerto, simplemente se ha trasladado a la Carrera de San Jerónimo, que diría un ilustre catalán. Fue la intervención de Felipe VI el 3 de octubre de 2017, en defensa de la legalidad y la Constitución, la que puso fin a la algarada supremacista. Eso es algo que los independentistas tienen grabado a sangre y fuego. El secesionismo puede haberse achicado -en gran parte debido a la nefasta gestión que ha hecho de la pandemia-, pero sigue vivo. Tan vivo que el cambio más relevante de los producidos desde el discurso del Rey el 3-O de 2017 a hoy es que los que pretenden derrocarle, o al menos neutralizarle, tienen más de un pie en el Gobierno de la nación y se disponen a dejar su huella en otras instituciones del Estado.
150 líneas para definir el futuro
La emergencia ha desaparecido, pero la amenaza persiste. El 3-O Felipe VI dijo esto: “Son momentos difíciles, pero los superaremos. Son momentos muy complejos, pero saldremos adelante. Porque creemos en nuestro país y nos sentimos orgullosos de lo que somos. Porque nuestros principios democráticos son fuertes, son sólidos. Y lo son porque están basados en el deseo de millones y millones de españoles de convivir en paz y en libertad. Así hemos ido construyendo la España de las últimas décadas. Y así debemos seguir ese camino, con serenidad y con determinación”.
Justo cuando se dan las condiciones más exigentes para testar la utilidad de la Monarquía, este Gobierno, achicado por las constantes disputas, deja fuera de juego al mejor de sus embajadores
No lo hará, o no puede hacerlo, pero hay acumuladas suficientes y graves razones para que el jefe del Estado, en su mensaje navideño, diera un nuevo puñetazo en la mesa. Porque el de la Nochebuena de 2019, mucha concordia, mucho diálogo y mucho respeto a “nuestra Constitución que reconoce la diversidad territorial que nos define y preserva la unidad que nos da fuerza” ya no es suficiente; porque en estos tres años, lo que esencialmente hemos hecho no es seguir aquel camino de progreso y serenidad, sino desandarlo. España es hoy un país con la autoestima por los suelos, empequeñecido, que ya estaría abrasándose en el infierno sin la solidaridad de nuestros socios europeos y cuya única determinación es la que lo aproxima aceleradamente hacia el vértigo de un desmontaje precipitado de la Transición.
Con la pandemia y el creciente descreimiento social hacia las instituciones como telón de fondo, con la vigilancia soviética a la que una parte del Gobierno va a someter a sus palabras, y con la sulfúrica figura del padre ejerciendo como principal factor inhibitorio, este va a ser el discurso más difícil de los pronunciados por Felipe VI en su corta trayectoria como Rey. Más aún que el del 3-O. El discurso casi imposible de quien es a buen seguro consciente de que esas 150 líneas van a marcar muy probablemente, y de forma irremediable, su futuro.