Uno no es sentimentalmente monárquico, ni menos aún antimonárquico, pero intelectualmente simpatizo con la república. Sin embargo, creo que el pragmatismo político es indispensable para la democracia y que, como consecuencia de la historia reciente, la monarquía constitucional parlamentaria nos conviene más que otra república desastrosa, sea la primera, caótica y efímera, y la segunda con su terrible guerra civil. La maldición de las repúblicas españolas parece consistir en que, en realidad, los republicanos convencidos son muy pocos, mientras que la mayor parte de quienes la apoyan ven en la república una transición hacia otra cosa, como ahora mismo sigue pretendiendo la coalición sanchista de paleoizquierda y separatistas.
Nuestro republicanismo es, mayoritariamente, una ideología oportunista, anti algo y de rechazo. Y eso no ha cambiado, razón de que la monarquía constitucional y parlamentaria siga resultando mejor que una república donde, por ejemplo, Pablo Echenique o Irene Montero ascendieran a la presidencia por sus acreditadas capacidad y mérito.
La forma republicana de Estado no garantiza una democracia ejemplar, como demuestra el desastroso desempeño de tantas repúblicas por el mundo. En cambio, algunas monarquías europeas ostentan las cotas más altas de calidad democrática, por mucho que lo niegue el sectarismo ultrarepublicano. Nadie sensato puede sostener que las repúblicas de Argentina, México o Venezuela -todas con orígenes revolucionarios y dos siglos de experiencia- hayan sido ni sean democracias más modélicas que Dinamarca, Gran Bretaña, Holanda y ahora la propia España. Lo que diga el texto constitucional debe ser revalidado por la práctica, así que la obsesión por una Constitución perfecta -que ya devoró, por ejemplo, a Robespierre y a Simón Bolívar- no sirve para nada si las instituciones y las prácticas son en realidad dictatoriales, corruptas y excluyentes; como exponen Acemoglu y Robinson en Por qué fracasan los países, las verdaderas diferencias entre países surgen de su calidad institucional, no de sus teorías políticas. Esa es la razón de que una monarquía con instituciones decentes y prácticas democráticas liberales sea muy superior a una república corrupta e iliberal.
Hay monarquías, como la española, que parecen interesadas en pasar casi por repúblicas peculiares renunciando al boato y la pompa de otras monarquías constitucionales
El hecho es que la democracia puede adoptar formas republicanas o monárquicas, e incluso mixtas, pues las repúblicas presidencialistas como Estados Unidos y Francia tienen formas no poco monárquicas, mientras que hay monarquías, como la española, que parecen interesadas en pasar casi por repúblicas peculiares renunciando al boato y la pompa de otras monarquías constitucionales muy conscientes de su valor simbólico, como la británica y la japonesa (dejo de lado fenómenos aberrantes como las repúblicas hereditarias al estilo de Corea del Norte).
El problema es que la monarquía no puede justificarse solo como un mal menor, un apaño a la imposibilidad o el peligro del republicanismo cainita. Pero eso es, en parte, lo que pasa en España. Tiene antecedentes en las monarquías francesas que sucedieron a la primera y segunda repúblicas galas, y acabaron como regímenes de transición -como los de Luis Felipe I y Napoleón III- al regreso de la república (una historia que debería interesar a nuestros monárquicos domésticos).
En democracias arraigadas y sólidas, la monarquía ofrece no pocas ventajas al resolver la importante cuestión de la representación simbólica del Estado al margen del Ejecutivo, y de la continuidad democrática como un valor en sí mismo, un valor de lo que son muy conscientes las monarquías europeas del norte, y que seguramente es la clave de su continuidad. Recordemos un incidente significativo: cuando López de Uralde intentó escrachar a la reina de Dinamarca como presidente de Greenpeace España, acabó en la cárcel porque en ese muy liberal país escandinavo la monarquía no puede ser agredida, pues atacarla es atacar a Dinamarca.
¿Es así en España, o nos sigue dominando la idea de la monarquía como mal menor? Más bien parece que la propia monarquía ha cometido errores que la acercan más al francés Luis Felipe que a la finada Isabel II. Señalo dos: uno es la pérdida de capital simbólico, y otro la adopción de una política informativa oscurantista que, como caricatura, recuerda en parte a los últimos tiempos del Kremlin soviético.
La pérdida de capital simbólico, la adopción de modales “republicanos” que surgió del miedo al rechazo popular, ha sido agravada por Sánchez adelgazando la agenda del rey y vetando su asistencia a viajes o actos institucionales; es algo muy grave, porque la monarquía parlamentaria solo se justifica por su papel y poder simbólico de representación y, una vez definidas las funciones constitucionales respectivas, no puede degenerar en mera representación del Gobierno: el rey no gobierna, pero reina. Y el segundo es, si se me permite el palabro, la kremlinización de la información sobre la monarquía, de la que esta semana daba detalles aquí mismo Alberto Pérez Giménez: el absurdo escamoteo institucional de fotografías con gestos de afecto natural entre el rey Felipe VI y su padre emérito, Juan Carlos I.
¿Qué sentido tiene difundir esas fotos adustas de Felipe VI y su padre Juan Carlos I cuando, de todos modos, se acaban filtrando otras más normales y corrientes?
En la etapa final del Kremlin, en el mandato de Breznev y sus efímeros sucesores previos a Gorbachov, la kremlinología se convirtió en la ciencia esotérica de adivinar la situación del Politburó a través de signos herméticos como las imágenes oficiales de los jerarcas comunistas, puesto que todas las fotografías y apariciones estaban calculadas para hurtar información espontánea y trasladar mensajes más o menos subliminales. ¿Y qué sentido tiene difundir esas fotos adustas de Felipe VI y su padre Juan Carlos I cuando, de todos modos, se acaban filtrando otras más normales y corrientes? Cultivar ese morbo no ayuda a la popularidad de la monarquía, aunque sin duda guste en Moncloa porque debilita a la institución.
Ciertamente, este error deriva de otro más grave y anterior ligado al reinado de Juan Carlos I: el pacto de silencio de los medios con las peligrosas andanzas amatorias y financieras del monarca. Quizás si el actual rey emérito se hubiera sentido más escrutado por la opinión pública no se habría llegado a la situación actual, tras escándalos como el de alojar a su amante Corina, sacacuartos profesional, en el recinto mismo del palacio de la Zarzuela. Algo así fue posible porque los magnates y dueños de los grandes medios también estaban en los turbios negocios de ese entorno opaco, protegido y corrupto, el árbol podrido del que habló también aquí Jesús Cacho.
En resumidas cuentas, la monarquía española necesita más bien lo contrario de lo que hace ahora: requiere más brillo simbólico e institucional, y razonable transparencia informativa de su desempeño, sin veleidades estilo Kremlin en las imágenes oficiales. Necesita mucha luz y aire libre, porque los reyes democráticos no pueden vivir en la sombra. Se lo dice un republicano por convicción intelectual que no quiere ver una indeseable y peligrosa tercera república sanchista, que puede ser más que una mera especulación política.
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación