Deberíamos darle mayor importancia al día de San Jordi en Barcelona. Es un espectáculo que concita masas bajo una tenue capa de cultura. Multitudes de ciudadanos en torno a floristerías de ocasión y unos traficantes de libros que exhiben sus novedades, jaleados por una industria editorial que vive su día más grande del año. Es difícil sustraerse al embrujo del mercado, gran sostenedor de esta fiesta que con el tiempo no ha derivado en un gueto dedicado a la literatura sino en todo lo contrario, en una gran feria de la que nadie puede evadirse sin correr el riesgo de que le disparen por la espalda los maldicentes.
Seis millones de rosas hacen creer en una batalla driblada a la antigua, aunque en este caso están ligadas a un libro. Nadie se pregunta de dónde salen tantas rosas y tantos libros, pero habría que detenerse ahí para calibrar el filón de dos industrias que se compenetran. En primer lugar, la rosa que gozó de justa fama más por su olor que por su forma -en la que perdía la partida frente al tulipán- ahora resulta que no huele a nada. Ni huelen ni pinchan, con lo que quedan canceladas de toda referencia a tanta poesía como nos llegó de antaño. Un poeta contemporáneo lo tendría difícil para hacer metáforas con la rosa que no evocaran la podredumbre enmascarada. Ya ha aparecido una joyería exclusiva de rosas en 3D que ni siquiera conservan el tacto pero que, aseguran, mantienen el espejismo visual. ¿Qué demonios significa hoy el símbolo de una rosa? ¿Un referente político de ingrato recuerdo?
De momento queda para acompañar un libro, ese objeto que sirve para cualquier cosa, incluso para leerlo. Me ha conmovido el título de un libro que se vende en millones de ejemplares. El monje que vendió su Ferrari, obra al parecer de un gringo avispado, y si me conmovió es porque delata la naturaleza de un nuevo mercado librero, el de textos de bisutería para consumo de gente desasosegada y ansiosa de figuración. Un título con tirón, como dicen los profesionales del gremio. Monje y Ferrari, términos antitéticos pero con un atractivo similar al de descubrir la bolita debajo de la chapa del trilero.
Hasta hace poco los autores se exhibían a modo de “barrio rojo” de Ámsterdam en unas peceras llamadas casetas, a la espera de que el visitante, ansioso o desganado, observara el género
Los autores no tienen por qué ser escritores, preferible influencers, porque la empresa promotora les redactará las páginas listas para firmar y cobrar. Teloneros del gran circo. No son los protagonistas, pero sin ellos no habría función. Hasta hace poco los autores se exhibían a modo de “barrio rojo” de Ámsterdam en unas peceras llamadas casetas, a la espera de que el visitante, ansioso o desganado, observara el género. Hoy la cosa se ha travestido, achaquémoslo a las nuevas tecnologías, y ahora se va a tiro hecho. Los mismos que se escandalizan de los evangelistas del último cuarto de ahora que concentran masas de fieles, forman colas interminables para que el aplacador de sus ánimos les firme un ejemplar, si es posible dedicado, al tiempo que le susurran en unos segundos que para él se harán leyenda: “su libro me ha iluminado”, “me fortaleció en mis ideas”, “qué final emocionante”, “usted me da vida”, “me he sentido como su protagonista”, “usted escribe lo mismo que yo pienso”… Una infinita letanía de narcisos tímidos ante una oportunidad única para manifestarse.
La verdad oculta que jamás debe mencionarse porque se interpretaría como una falta de urbanidad, o lo que es peor, como una aviesa envidia, es que todo lo que tiene San Jordi se refiere a la industria del libro y que lógicamente a la mayoría de participantes le importa una higa la cultura y menos aún la literatura. Como dijo en cierta ocasión el magnate de la industria editorial, José Manuel Lara, cuando le preguntaron si su premio Planeta, el mejor dotado del mundo, se concedía por méritos literarios o comerciales: “Todavía hay gente que cree que los niños vienen de París”.
Y vaya si lo creen; hay millones que ansían creerlo. No se trata de ningún cambio de paradigma sino de algo mucho más sencillo: la industria editorial dejó la artesanía y pasó a convertirse en una gran empresa. Como ocurre con otros ramos, conviven en torno a los grandes emporios otros paisajes, ecosistemas se diría ahora, más modestos de financiación y ambiciones. Todos conforman el mundo editorial pero el día de San Jordi pertenece a los multi ventas y a los mini lectores. Son las necesidades del mercado y aviado estará el que objete la fórmula.
El aspecto risible es el papel de administradores de bienes ajenos que suelen representar los sirvientes del mercado. Este San Jordi de 2023 se han dado circunstancias insólitas que lo han transformado en extraordinario. El cierre del período pandémico, el anhelo por pasar página tras la insurrección independentista fallida y sobre todo la inminencia de las elecciones de mayo. La industria editorial sirvió como envoltorio y se regocijó con ello exhibiendo músculo mercantil; trajeron incluso plumas de encaje mundial en el arte de vender libros para gente más habituadas a las series y las redes que a las frases subordinadas.
A la arrogante industria del libro le dice muy poco la memoria literaria, menos aún la librera
Para los viejunos que vivimos a Corín Tellado y Marcial Lafuente Estefanía, ases de la novelística que sólo competía con los seriales radiofónicos de Ama Rosa, no se trata de nuevos tiempos sino de adaptaciones al nuevo mercado. Me temo que mucho adulador temerario haya olvidado aquel “Bonjour tristesse” de una adolescente Françoise Sagan, o los éxitos millonarios del pobre Gironella. Entonces nuestro ambiente estaba más empobrecido y no había elecciones, pero sobre todo el mercado era autárquico y provinciano. A la arrogante industria del libro le dice muy poco la memoria literaria, menos aún la librera. Por muy efímero que sea el éxito de un librito siempre le quedará la oportunidad de convertirlo en serie televisiva. Se apuesta pues sobre un terreno más seguro, aunque tendremos que hacernos mirar esa grandilocuencia de paleto enriquecido que convierte a San Jordi en una singularidad mundial de la cultura. ¿Ha dicho cultura?
Las rosas no huelen, los autores saben a poco, pero esa industria florece como el primor de otro atractivo turístico. Hubo tiempos, decían, que fueron malos para la lírica, pero los nuestros tienen de perversos el que siendo de una mediocridad abrumadora se jactan de su originalidad. Mediocres y originales, un hallazgo. Somos únicos balanceándonos en libros que fabrica una industria editorial volcada en los que aún creen que los niños vienen de París.
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