Opinión

De rottweiller a reina ejerciente

Llevo días a vueltas con los antojos del destino, con lo voluble y terca que puede ser la historia. Capaz, incluso, de reconvertir a un denostado rottweiler, en la mismísima emperadora de todo un reino.

Yo siempre fui de las que me mantuve

  • El príncipe Carlos de Inglaterra y su esposa Camila Parker Bowles

Llevo días a vueltas con los antojos del destino, con lo voluble y terca que puede ser la historia. Capaz, incluso, de reconvertir a un denostado rottweiler, en la mismísima emperadora de todo un reino.

Yo siempre fui de las que me mantuve firme en la defensa de Diana frente a Camila, aunque no había ni nacido cuando aquellos ojos que miraban con timidez a través de un flequillo largo y rubio, se asomaron al mundo para darle el “sí quiero” a un príncipe que no terminaría siendo azul, aunque sí rey de Inglaterra. 750 millones de personas en todo el planeta siguieron el 29 de julio de 1981 aquella ceremonia que los medios llegaron a calificar como “la gran boda del s.XX”. Sin embargo, nacía entonces un amor ya muerto. Nacía también un odio -a la que hoy es reina del país- que duraría décadas.

Sería la propia Lady Di la que -años después- describiría aquel día como “el peor de su vida” porque ni siquiera en esa fecha marcada para la historia faltó la alargada sombra de una Camila que asistió a la iglesia con un vestido gris pálido que muchos asumieron blanco y que incomodó terriblemente a la casamentera. Su pesadilla no había hecho más que empezar. Fue la entonces señora Parker Bowles su tormento personal, la tercera en discordia en una pareja de novela romántica elegida a dedo para disfrute del lector y no de los protagonistas. En el recuerdo popular queda la famosa frase de “éramos tres en este matrimonio, una multitud” que pronunciaría la princesa de Gales en 1995 -ya separada de Carlos- en una entrevista en la cadena BBC envuelta ahora en la controversia y en supuestas manipulaciones, en la que por primera vez un miembro de la realeza británica hablaba abiertamente de lo que se movía o no, bajo las sábanas de palacio. Sería un año después de esa grabación cuando la pareja se divorciaba oficialmente y sólo pasarían 368 días hasta la trágica muerte de aquella rubia triste que no enamoró al heredero, pero sí al mundo. Y tampoco ahí se libró Camila de que un jovencísimo Guillermo le culpara a ella de la desdicha que se llevó a su madre.

Fue siempre la villana del cuento, la rompe-matrimonios, la mala de la película, la madrastra malvada. Afirmó Harry en su polémico libro de memorias que conocerla por primera vez fue como ponerse una inyección: “Cierra los ojos y ni siquiera lo sentirás”. Hasta Diana la apodaba como la Rottweiler. Fue su gran enemiga y también la de todo un pueblo que la ha tenido en boca, durante muchos años, como a ese chicle áspero y pegajoso que al final no queda otra que tragar.

Sometida a un escrutinio férreo, a eternos sondeos de aceptación y a reiterados suspensos, ha logrado finalmente transformar en respeto el desprecio que el pueblo inglés siempre sintió por ella

Me pregunto qué pensará estos días Diana al mirar a través de una rendija abierta entre las nubes grises que cubren Londres y ver cómo esa mujer que tanto le hizo sufrir se sienta en el trono que ella ansió ocupar en un tiempo lejano. Vaya tretas del destino. Lo imposible, posible; lo impensable, real; el pecado de Carlos lll que los británicos jamás creyeron que perdonarían y que terminaron disculpando o amnistiando, ahora que tan de moda está esta palabra. Su repentino cáncer cuando no lleva ni un año al frente de la monarquía británica y que esta semana ha ocupado tabloides y titulares, le ha obligado a posponer su agenda y a su esposa a dar un paso al frente y a colocarse, ahora sí de verdad, esa corona que tanto le ha costado conseguir. Tendrá que compaginar el apoyo a su marido con llevar sobre sus hombros, en cada vez más actos en solitario, todo el peso de la representación de la casa real. Y lo hará esta mujer tenaz que ha llegado hasta aquí por el camino menos convencional. Sometida a un escrutinio férreo, a eternos sondeos de aceptación y a reiterados suspensos, ha logrado finalmente transformar en respeto el desprecio que el pueblo inglés siempre sintió por ella.

Sólo hay una cosa que, de momento, se le resistirá a la actual reina de Inglaterra. A ella, al destino caprichoso y a la historia terca: que los británicos la consideren The queen, a secas. Porque hasta ahora, para ellos, sólo ha habido y habrá una: Isabel ll. Quizá sean necesarias otras cuantas décadas para que su pueblo le otorgue y le ceda ese título que tanto da y tanto quita.

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