Es la segunda vez que veo la noticia en los informativos. La secuencia es larga y angustiosa. Una mujer con ropa deportiva se revuelve ante una pareja de policías que intenta apresarla. La corredora está fuera de sí. No ha hecho nada malo, grita. Los dos agentes intentan meterla en la patrulla, pero ella se resiste con virulencia, mientras pide ayuda a todo pulmón. Se ha saltado la cuarentena y debe asumir las consecuencias. En un estado de alarma lo que ha hecho es un delito. Su irresponsabilidad es manifiesta. Me preocupan, sin embargo, los detalles.
Los vecinos graban la escena con sus teléfonos móviles desde los balcones e insultan a la corredora: ¡Gilipollas, idiota, boba, payasa! Menos mal que no pueden salir de sus casas, de lo contrario, la habrían linchado, asegura el presentador del telediario, que se refiere a la mujer como la runner histérica. Los gritos de la mujer y el zafarrancho de insultos sobrevuelan mi salón, se pegan a la tela de mis muebles como un vapor de freidora. Un tufillo de hoguera, que no se me quita, por mucho que me lave las manos.
No estoy segura de que los vecinos que insultan a la corredora aspiren al escarmiento con ánimo de reformarla, con la venganza les basta
Tras siete días de cuarentena la gente tiene ganas de aplaudir, pero también de insultar. Algo colma el vaso que separa la solidaridad de la persecución. Como si el castigo que supone padecer el confinamiento hubiese que exorcizarlo, reprendiendo con doble de fuerza a quienes intentan saltárselo. No estoy segura de que los vecinos que insultan a la corredora aspiren al escarmiento con ánimo de reformarla, con la venganza les basta.
Correr sin tregua, como si huyésemos de algo, se convirtió en el signo de ese otro mundo que dejamos atrás hace una semana. Encerrados y desesperados, los aficionados al running son vistos como yonquis, gente indeseable o malos ciudadanos. Si antes correr les daba la vida, ahora se las enreda, como al Zatopek de escribió Jean Echenoz en aquella magnífica novela Correr. El problema no son los corredores. O no sólo ellos.
Ya suficientemente amputados estamos o podemos llegar a estarlo. Dudo sobre mis propias preguntas, pero no puedo dejar de hacérmelas.
A los que se empeñan en ejercer la solidaridad, incluso a la fuerza, se suman los que si pudieran tomarse la justicia por las manos, montarían a gusto su propia caza de brujas. Desde que comenzó la cuarentena, escucho cada vez con más frecuencia la voz de un vecino al que no alcanzo a ver, aunque él parece que sí puede vernos a todos. “Métete en casa, gilipollas”. “Estás tonto, ¡vete a casa imbécil!”. “Y yo aquí dentro, ¿no te jode?”. Lo he llamado el centinela y supongo que como él unas cuantas patrullas ciudadanas esperan, cual francotiradores pacientes, a que pase el próximo pícaro.
¿Por qué tú sí y yo no? Esa es la consiga que separa a ambos lados de una misma línea a los resignados virtuosos de los guardines de la ley, gente que sufre porque ni de sus muertos pueden despedirse, pero también a aquellos que dentro de poco buscará sambenitos con los cuales identificar a los infractores para mandarlos a la hoguera. Los pasarán por la cuchilla del escarnio público. Tengan cuidado, que como esto se alargue terminaremos por organizar autos de fe después de la hora de los aplausos. Ya suficientemente amputados estamos o podemos llegar a estarlo. Dudo sobre mis propias preguntas, pero no puedo dejar de hacérmelas.
P.D: Para los corredores enjaulados, he aquí (presionar link) un breve texto de libros sobre lo que correr significa. Desde el ya citado Echenoz hasta La soledad del corredor de fondo, del británico Alan Sillitoe.
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