Tuve la sensación esta semana de que este día me perseguía, de que estaba por todas partes y en múltiples formatos. En minúsculas, en mayúsculas, en camisetas, carteles publicitarios, en pancartas envolviendo como papel de regalo las marquesinas de autobuses. Se anunciaba a voz en grito como si no hubiera existido antes. Y quizá jamás lo hizo con esta fuerza hasta hace unos pocos años porque es ahora el 8M más necesario que nunca. A pesar de que hay mujeres -y muchas- que aprovechan la efeméride para rescatar las prendas moradas olvidadas durante todo un año en el armario y ondear en manifestaciones por todo el país una bandera feminista que en su día a día pierde el color al fondo de un cajón de la oficina. Porque esto no consiste únicamente en posar para la foto, también en ser y en saber estar.
Es necesario el 8M por infinitas razones, aunque solo una estruje hoy mi mente por su viveza. La de la maternidad. Ser mamá ha tenido para mí y para tantas, un alto coste profesional y eso que, de tanto posponerlo y pensarlo, detuve el reloj biológico hasta el punto casi de que dejara de funcionar y se quedara eternamente sin cuerda. Muchos hombres al frente de negocios ven todavía en un vientre hinchado y en un cerebro femenino bien amueblado, la mayor amenaza para su prosperidad. Mujer, embarazada, presentadora de televisión y una ausencia de meses para equilibrar de nuevo cuerpo, cabeza y vidas en plural. Pocas veces es el retorno al mismo punto del que partiste. Ni tú eres la que fuiste, ni ellos supieron aguardar pacientes con clase tu regreso.
Es necesario el 8M y todos los días para reivindicar una igualdad que se resiste y para tener presente el esfuerzo inconmensurable de aquellas mujeres que nos trajeron hasta esta orilla soñada, aunque todavía enturbiada por las fuertes mareas masculinas. Están, por supuesto, aquellas cuyos nombres llevan pegado un apellido que aparece ya, por suerte, en los libros de historia. Pero, están sobre todo esas que no firman con un Campoamor, un Curie o un Woolf y que han logrado, sin embargo, cambiar el rumbo de una o muchas historias con pequeños gestos de amor apenas perceptibles para el vasto mundo. Fijémonos, por poner un ejemplo, en esa escena simple que describe Patti Smith en su maravilloso libro Éramos unos niños y que le abrió algo tan complejo como es la cerradura que cuelga de la puerta que da acceso a la lectura. “Me quedaba sentada a los pies de mi madre, viéndola tomar café y fumar con un libro en el regazo. Su ensimismamiento me fascinaba (…) Cuando mi madre descubrió que había escondido su tomo carmesí de El libro de los mártires de John Foxe debajo de mi almohada con la esperanza de absorber su significado, se sentó conmigo y comenzó el laborioso proceso de enseñarme a leer”.
Hubo un día en que mi madre no pudo aparecer más en mis tardes de parque y aquello supuso para mí un antes y un después que mi abuelo se empeñó en mitigar con cantidades ingentes de cariño y de cruasanes
Yo no recuerdo que mi madre me enseñara a leer. Tampoco que me llevara nunca a una biblioteca, aunque retengo con mimo algún instante con ella, borroso como la niebla, en una librería de mi pueblo que tenía por nombre Hitz que significa “palabra” en vasco. Tampoco mi casa fue un hogar lleno de ejemplares amarilleados por el tiempo y el uso. La muerte de mi padre arrasó con todo, imagino que hasta con las ganas de su esposa de continuar con la suscripción al famoso entonces Círculo de Lectores. Pero ella sí que hizo algo -mucho, en realidad- que envolvió de amor y transformó mi rutina: venir a buscarme a las cinco de la tarde a la puerta del colegio de monjas al que yo acudía de niña. Allí, apoyada en una barandilla que había justo frente al portón de madera del centro, me esperaba con la bolsa de la merienda que llevaba en su interior el mayor manjar degustado en la historia de la humanidad: un bocadillo de chocolate envuelto en papel albal cuyo sabor no ha conseguido nunca borrar la desdichada memoria. Ese gesto diario llenaba mi vida. Verla allí, venir a mi encuentro. “En el centro de ese acto tan cotidiano, en que vengan a buscarte, en ir a buscar, anida la excepcionalidad de ser visto, de saberse reconocido”. Lo escribe Laura Ferrero en un artículo de opinión que precisamente esta semana se ha hecho viral y ha volado veloz como pelícano al mar buscando a su presa. Qué texto y qué importantes las recogidas. Porque hubo un día en que mi madre no pudo aparecer más en mis tardes de parque y aquello supuso para mí un antes y un después que mi abuelo se empeñó en mitigar con cantidades ingentes de cariño y de cruasanes. Ella tuvo que ponerse a trabajar también fuera de casa para que sus tres hijos pudiéramos estar hoy donde estamos. Suyo es nuestro éxito. Y, por eso, para ella y para tantas como ella, equilibristas y magas sin apellidos rimbombantes, es este sábado ocho que, en cuestión de horas, no protagonizará más pancartas y carteles, pero sí acaparará silencioso mil y una batallas particulares por la igualdad.