Hay un conocido acertijo lógico sobre tres sabios y cinco sombreros. Según se cuenta, un rey tenía prisioneros a tres sabios y les propuso liberarlos o perdonarles la vida, según las versiones, si eran capaces de resolver un problema. A cada sabio le colocó un sombrero de los cinco que tenía, tres blancos y dos negros, de manera que ninguno podía ver el color del suyo, y los dispuso en fila india de tal modo que el último de la fila podía ver los dos sombreros que tenía delante, el segundo sólo el del primero y éste no veía nada. Tenían que adivinar el color del sombrero que llevaban, sabiendo que una respuesta incorrecta los condenaría. A preguntas del rey, el último sabio dijo que no sabía, el segundo tampoco y el primero, sin ver, dio la respuesta correcta: ‘mi sombrero es blanco’.
¿Cómo llegó a la conclusión a partir de las respuestas de sus compañeros? Razonando, claro. Si el último sabio hubiera visto dos sombreros negros, habría sabido enseguida que el suyo era blanco, pero no lo dijo; por tanto, delante veía dos sombreros blancos o uno blanco y otro negro. En la primera opción mi sombrero es blanco, pensó. ¿Y en la segunda? De ser el mío negro, el segundo sabio lo habría visto y habría deducido que el suyo era blanco, puesto que hemos descartado que los dos fueran negros. Si no lo sabía es porque el mío es blanco.
Alguna moraleja se puede sacar a la historieta. En primer lugar, de la importancia del razonamiento, esto es, de la capacidad de extraer conclusiones válidas a partir de lo que sabemos o de lo que no sabemos. El conocimiento de la realidad supone combinar bien la observación atenta y el razonamiento riguroso; de ello depende nuestra capacidad para resolver problemas o de perseguir con éxito los fines que nos proponemos. Pero hay otros aspectos relevantes en el rompecabezas. Que se trata de sabios es obvio por la notable habilidad para realizar inferencias correctas, pues no todo el mundo saldría con bien del acertijo y más de uno necesita que se lo expliquen despacio. Al mismo tiempo cada sabio tiene una visión incompleta de la situación y necesita del concurso de los otros para salir del atolladero. El conocimiento es siempre una empresa colaborativa en la que necesitamos contar con la experiencia de los demás y hasta suponer que razonan bien para razonar nosotros a partir de esa suposición. Más aún, como me señaló mi colega de lógica, Alfredo Burrieza, no hay solución al acertijo sin confiar en que los otros serán veraces y se atendrán a los hechos que conocen, sin falsearlos por precipitación o interés.
El conocimiento de la realidad supone combinar bien la observación atenta y el razonamiento riguroso; de ello depende nuestra capacidad de perseguir con éxito los fines que nos proponemos
Todo lo cual presupone la objetividad del conocimiento, lo que no deja de ser un truismo. El conocimiento por definición es verdadero y, como tal, objetivo, pues una proposición verdadera como ‘el sombrero es blanco’ refiere un hecho o lo que es el caso. Por parafrasear a Aristóteles, el sombrero del sabio no es blanco porque él crea que es blanco, ni porque quiera o le convenga que lo sea. La objetividad de la verdad (¡otra perogrullada!) se muestra en algo tan simple como que los sabios de nuestra historia pueden llegar a conclusiones erróneas sobre el color de los sombreros, o en la ignorancia que admiten los dos primeros. Sencillamente la objetividad es indisociable del hecho de que podemos equivocarnos o de que hay cosas que no sabemos.
Pero la objetividad es también una actitud, y con ello una virtud, pues se refiere al respeto por los hechos y al cuidado por la verdad. Ese respeto se puede manifestar de muchas formas, por ejemplo admitiendo lo que no se sabe. Obviamente sólo podemos considerarla una virtud si la verdad importa o es valiosa. ¿Podemos dar por descontado ese valor en tiempos de la posverdad?
Según la definición más conocida, la posverdad tendría que ver con ‘aquellas circunstancias en las que los hechos objetivos tienen menos influencia en la formación de la opinión pública que las apelaciones a las emociones o las creencias personales’. Dejando a un lado si la expresión ‘hechos objetivos’ resulta redundante, nada en esta definición afecta al valor de la verdad o la objetividad, puesto que se trata de un estado de cosas o de unas circunstancias que podemos considerar desafortunados. Como decíamos, la misma posibilidad de que podamos distorsionar la realidad o formarnos creencias erróneas presupone la idea de verdad; sin ella la distorsión misma carece de sentido. Por mucho que se hable de ‘hechos alternativos’, no podemos decir de los hechos aquello que Groucho Marx decía de los principios: "Si no le gustan estos, tengo otros".
No hay forma de eludir la importancia de la verdad, por más que reconozcamos las diferentes formas en que las emociones o los prejuicios pueden nublar o confundir nuestro juicio sobre las cosas
En lugar de considerar un fenómeno colectivo como es la formación de la opinión pública, podemos fijarnos en los equivalentes individuales para ver el asunto mejor. Pues aunque las dinámicas de la opinión pública no son meras agregaciones de opiniones individuales, éstas son la materia misma con la que operan. Por descontado, hay circunstancias en las que los hechos cuentan menos en la formación de la opinión de una persona que las emociones o sus creencias. Pensemos en el celoso que deforma los hechos o el fanático que se niega a admitir la evidencia que contradice sus convicciones.
A poco que lo consideremos no hay forma de eludir la importancia de la verdad, por más que reconozcamos las diferentes formas en que las emociones o los prejuicios pueden nublar o confundir nuestro juicio sobre las cosas. Como sabían los clásicos, con las emociones apreciamos y respondemos a las circunstancias del caso, por lo que dependen del modo en que vemos la situación o lo que creemos, acertadamente o no, sobre ella. En cuanto a las creencias, no hay forma de disociarlas de la verdad. Por volver a los truismos, no puedo creer que mi sombrero es blanco sin pensar que es verdad o que es un hecho que mi sombrero es blanco. De creer que es falso, salvo caso patológico, dejaría sencillamente de creerlo. De ahí que la verdad importe con independencia de sus efectos beneficiosos. Por más sesgos e influencias que afecten a nuestras creencias u opiniones, no podemos dejar de tenerlas por verdaderas o falsas. No hay rasero más importante para ellas. A lo que hay que sumar su innegable valor instrumental, pues sin creencias verdaderas difícilmente podríamos perseguir nuestros objetivos y desenvolvernos en el mundo con un mínimo de éxito.
Como se ve, no hay razones para pensar que la verdad sea hoy menos importante que antes; conviene recordarlo para aquilatar lo que se dice al hablar del declive de la verdad en los tiempos que corren. Quien enuncia la decadencia de la verdad pretende describir lo que está pasando y, por tanto, la presupone. Y lo mismo sucede a quien la niega. ¿Cómo podríamos entender lo que afirma quien rechaza por ilusorias la verdad o la objetividad? Es fácil ver la paradoja: sólo podemos creer lo que dice si aceptamos que es verdad, pero si es verdad no podemos creerlo, pues lo que dice es falso.
Con lo anterior no se niegan los efectos perversos que el descreimiento de la verdad (¡oxímoron!) tiene sobre la conversación pública. Ni hay que desdeñar sus efectos corrosivos en ciertas actividades o profesiones, como académicos o periodistas, cuyo ethos es difícil de concebir sin la virtud de la objetividad. Es llamativo ver a algunos colegas y estudiantes rechazar con poca sofisticación la idea de verdad. Sin ella la vida académica, ya se trate de la docencia o la investigación, tiene poco sentido. Desde luego, hay muchas cuestiones difíciles por discutir acerca de la verdad, el conocimiento o la objetividad, como saben los filósofos, y no es cuestión de cerrarlas con un par de truismos. Con todo, estos parecen indispensables si no queremos perder de vista lo que hace que la discusión o los desacuerdos tengan sentido.
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