Cuando era niña existía una asignatura llamada “Pre-tecnología”. En el primer año nos enseñaban a coser, el segundo a tejer con agujas y el último con ganchillo. Al empezar estaba entusiasmada: dedicar una hora a algo creativo y manual era de los pocos incentivos que me ofrecía el colegio, además de las horas de recreo. No pude cumplir, por desgracia, el itinerario. Por lo visto, ya por entonces debió considerarse que aquello de enseñar “labores” a las niñas atufaba a machismo, vete tú a saber por qué, y cancelaron la asignatura. Le puse remedio pidiéndole a la profesora encargada que me enseñara fuera de horario. Entre eso, y lo que aprendí de mi abuela, conseguí consolidar una afición que todavía mantengo y disfruto.
Habrá quien piense que soy el último reducto de la hacendosa ama de casa del siglo XIX, el último estertor del machismo hecho hobby, pero se equivocan. Desde hace un par de décadas existe un boom de páginas webs, canales de youtube y talleres online y presenciales donde puede aprenderse este tipo de manualidades. Las pioneras fueron personas mayores que, animadas por sus nietos, rentabilizaron su habilidad a través de internet. Ahora hay profesoras y plataformas que son iniciativa de gente de todas las edades, la mayoría de ellas mujeres, eso sí, que han convertido su afición en una forma de ganarse honradamente la vida.
Tampoco lo escucharon mis compañeras, pero recondujeron igualmente sus intereses: unas hacia el campo de las artes, otras en el mundo de la filosofía y la comunicación
En mi clase había cinco niñas brillantes, de las que todas pensábamos -empezando por sus padres- que serían doctoras, jueces o notarios. Todas, menos una, estudiaron una carrera en esa dirección, la de tener un empleo de prestigio y bien remunerado. Profesiones en las que el empleador acaba siendo el Estado. “Eres lista, sé funcionaria tipo A”. Quien no haya escuchado esta frase nunca que tire la primera piedra. Lo que les puedo asegurar es que nadie me comentó que mi interés por el hilo y la aguja podría ser un modo de vida digno y divertido. Tampoco lo escucharon mis compañeras, pero recondujeron igualmente sus intereses: unas hacia el campo de las artes, otras en el mundo de la filosofía y la comunicación. Renunciaron a la opción fácil porque, simplemente, no les atraía. Crearon sus propios proyectos, con el riesgo que conlleva. Ya sólo la abusiva cuota de autónomos echa para atrás al más pintado. Pero ahí están. De momento les va bien. Por lo visto, si tienes inteligencia suficiente como para sacarte la carrera de medicina o las oposiciones a la abogacía del Estado, también la tienes para montar un pequeño (o no tan pequeño) negocio. De locos, ¿eh? ¿Qué falla entonces?
De este pozo sólo saldremos agarrándonos a la cuerda de la iniciativa privada, y más valdría que nuestros gobernantes dejen de roer ésta, pues está al límite de sus fuerzas
Por una mera cuestión de probabilidad debería haber cierto número de personas que quiera dedicarse a proyectos nuevos, o a colaborar en los ya existentes. Debería, por tanto, ser relativamente sencillo encontrar salidas laborales más allá del mero puesto de empleado, ya sea en la burocracia de las grandes empresas privadas, o en la estatal. Más de la mitad de la población en España se sostiene económicamente con lo que gana la iniciativa privada.
Sánchez ahonda más en esta herida con sus medidas electoralistas, volviendo vergonzosa la distancia que hay entre lo que gana un jubilado o un funcionario y lo que cobra el empleado promedio, por no hablar de las penalidades a las que se enfrentan día sí, día también, autónomos y pequeños empresarios. Esos que, como mis antiguas compañeras de colegio, podrían estar ejerciendo tranquilamente su profesión, con la tranquilidad de que el sueldo llegará a fin de mes y, además, con jactancia L’Oreal (¡porque yo lo valgo!) al recibirlo. Los presupuestos aprobados hace unos días son las últimas patadas de ahogado de un gobierno que intenta a la desesperada comprar votos a pensionistas y funcionarios, pues bien saben que a estas alturas resulta imposible ganarlos por méritos propios. Pero cualquier gobernante con sentido de estado debería de conocer la fábula del Barón de Münchausen que, al caer en un pozo, trató de salir de éste estirando de su propia coleta. De este pozo sólo saldremos agarrándonos a la cuerda de la iniciativa privada, y más valdría que nuestros gobernantes dejen de roerla, pues está al límite de sus fuerzas. Y, cuando ella caiga, lo haremos todos.
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