Opinión

Saldremos mejores

El inocente entusiasmo del ser humano —particularmente, en esta variante peliaguda que es el homínido español— es digno de concienzudo y laborioso estudio. Aquella ingenua aseveración, la de que saldríamos mejores de

El inocente entusiasmo del ser humano —particularmente, en esta variante peliaguda que es el homínido español— es digno de concienzudo y laborioso estudio. Aquella ingenua aseveración, la de que saldríamos mejores de esta pandémica y luctuosa situación, y que brotó no tan espontánea hace ya más de un año, como la cándida florecilla de un almendro, amorosa y rosada, parecía destinada a convertirse en una consigna sagrada, en un eslogan catártico de poderosa humanidad. Pero el tozudo paso del tiempo, que todo lo allana, que todo lo erosiona y acaba poniendo en su sitio, la ha transmutado, cómo no, en ridícula palabrería que el viento, también tozudo, se llevó.

Cuando uno se empeña en abrir, de par en par, las ventanas del recuerdo, apenas lejano, de aquellas tardes en que nos apiñábamos en los balcones para rendir entusiasmado homenaje al gremio sanitario, no logra hoy sino experimentar, qué tristeza, una agria y profunda sensación de vergüenza: la verdadera esencia, la emotiva filantropía de aquellos aplausos duró lo que un caramelo en la puerta de un colegio.

En todo vecindario se erigió un altruista pinchadiscos que, con puntualidad británica, nos animaba líricamente las tardes, pero cuánto deseamos en secreto, al cabo solo de unas semanas, que ese rutinario y cargante maestro de ceremonias, a quien nadie había pedido que se tomara tan en serio aquella estúpida tarea, se despeñara ventana abajo con su repugnante tocadiscos y reventara alegremente contra los adoquines.

El sufrimiento de la población

Por otra parte, qué grandísima aberración resulta de interpretar erróneamente los hechos por culpa de la sesgada perspectiva: Incluso se llegó a creer que homenajeábamos inmerecidamente a los sanitarios, que éstos eran seres orgullosos y egoístas, cómodamente instalados en su gruesa burbuja de bienestar, que no tuvieron que renunciar al privilegio de sus elevados sueldos y que, ajenos al sufrimiento de la desmembrada población, se colaron, además, para vacunarse primero.

Si fijamos la lupa en las relaciones interpersonales, si descorremos las cortinas y echamos un impúdico vistazo a la celosa intimidad de los hogares, la cosa empeora: esta crisis vírica, que todo lo ha contaminado, que todo lo ha desgarrado, se nos brindó como un magnífico pretexto para enlazar, perpetuamente, nuestros corazones, para grabar a fuego el amor que nos inspiran y que profesamos a nuestros semejantes. Por el contrario, los niveles de antipatía y desprecio se han disparado. El forzoso confinamiento nos hizo sentir atrapados en una jaula de apestosa cotidianeidad y pasamos la mayor parte del día aferrados a unos barrotes de viscosa costumbre que solo la imperiosa necesidad los mantuvo infrangibles: la ruptura, la fuga del hogar, el éxodo del cónyuge va a instaurarse, en sí mismo, como un nuevo género literario.

En cuanto al ejemplo edificante que hubiera podido esperarse de la clase política, brújula y esperanza de nuestro porvenir… A estas alturas del libreto, no creo que nadie pueda sentirse especialmente defraudado por una clase política que, toda ella, reiteradamente, ha demostrado no albergar la menor empatía por el votante, de quien con asiduidad, en los alfombrados y cálidos pasillos, y entre constantes carcajadas, hace elaborados y muy afortunados chistes.

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