Opinión

'Sálvame' sigue ahí

No lo han quitado, por más que digan. El programa más repugnante de la historia de la televisión en España, solo equiparable a las “mamachicho” y a las primeras ediciones de Gran Hermano –“han conseguido que las imágenes huelan”, dec

No lo han quitado, por más que digan. El programa más repugnante de la historia de la televisión en España, solo equiparable a las “mamachicho” y a las primeras ediciones de Gran Hermano –“han conseguido que las imágenes huelan”, decía Alfonso Ussía–, ha desaparecido de la programación, pero solo formalmente. Su voluntad de idiotizar al espectador y convertirlo en un antropopiteco manipulable que solo reacciona a estímulos primarios, como la risa o la procacidad, ha tenido un éxito indiscutible. Ha contaminado la manera de hacer televisión de muchos programas más, en todas las cadenas.

No sé de qué hablaron porque, ya digo, me quedé frito en el sofá: me ganó el sopor en cuanto vi que aquello era una parodia de Sálvame, aquel corral de gallinas viejas hablando todas a la vez de cosas inventadas

Digo esto porque formo parte de la multitud de espectadores que, lo confiesen o no, se quedaron dormidos con el debate entre Sánchez y Feijóo. No sé quién ganó. Me importa un rábano, si es que ganó alguno de los dos. No sé de qué hablaron porque, ya digo, me quedé frito en el sofá: me ganó el sopor en cuanto vi que aquello era una parodia de Sálvame, aquel corral de gallinas viejas hablando todas a la vez de cosas inventadas que solo parecían importarles a ellos. Pues esto era lo mismo. Aparte de llamarse mentirosos mutuamente veinte veces –veinte veces hasta que me dormí, quiero decir– y de no dejarse hablar en absoluto, no sé qué más sucedió. Y les juro que me da igual. No me interesa, como jamás me interesó Sálvame.

En los países civilizados hay costumbres, normas de comportamiento que son de obligado cumplimiento aunque no estén escritas. A veces sí lo están. En EE UU, país que inventó los debates electorales televisados (el primero de los grandes fue el de Kennedy-Nixon de 1960, y decidió las elecciones), sería imposible que se hubiese celebrado una pelea de cotorras como la de Sánchez y Feijóo. Allí el tiempo de intervención está tasado, los temas también y las interrupciones son inmediatamente cortadas por los moderadores; ha tenido que aparecer un patán como Trump para imponer su falta de educación a las normas de respeto convenidas de antemano, aun sabiendo que gran parte de la audiencia desprecia y penaliza a quien actúa así.

En España se ha hecho algo parecido muchas veces. Ha habido espléndidos debates electorales televisados. Pero esta vez no ha sido así. El hecho de que uno de los candidatos –el conservador– hubiese impuesto una cadena privada para el encuentro hacía temer lo peor, porque las cadenas privadas, por definición, buscan el éxito comercial de sus programas; es decir la audiencia, mucho más que la utilidad pública de lo que emiten. El espectáculo por encima de todo. Y admitamos que no ha habido espectáculo televisivo más exitoso que Sálvame, precisamente por su zafiedad. Los moderadores intentaron, concedamos que de buena fe, cortar aquella competición de cacareos, pero no lo lograron. O quizá fueron convenientemente aconsejados para que no lo intentasen demasiado en serio. El resultado fue que seis millones de ciudadanos vieron aquella pantomima. Cifra engañosa porque incluye a los que nos quedamos dormidos con el mando a distancia en la mano: no nos dio tiempo ni a hacer zapping para ver el tenis, que en Wimbledon sí que están pasando cosas asombrosas.

Todavía falta, creo yo, quien diga algo que debería tener claro todo el mundo: el debate lo ganó quien digan los medios de comunicación que lo ganó

Luego está lo de la victoria. ¿Quién ganó el debate? Pues, como suele suceder, eso ha generado dos días más de monocultivo televisivo en todas las cadenas, no hace falta decir que sobre todo en la que lo emitió y en sus aledañas. Si el debate fue un latazo soporífero, las interminables disquisiciones tertuliano-teológicas sobre el ganador y el perdedor han superado por muchísimo a las propiedades noqueadoras del Lorazepán y aun de la Mirtazapina, que es lo que tomaba yo hace tiempo para dormir. Pero aquellas aviesas pastillas me las recetaba el médico. Esta inundación de infatigables analistas de lo plúmbeo te la atizan por la tele, gratis et amore.

Todavía falta, creo yo, quien diga algo que debería tener claro todo el mundo: el debate lo ganó quien digan los medios de comunicación que lo ganó. Nada más, ahí está todo. Vivimos en el mundo de las fake news. En EE UU, decenas de millones de personas están convencidas de que Hillary Clinton tiene sida o de que Obama nació en Kenia y es musulmán; son dos mentiras inventadas por las agencias de propaganda de Putin, repetidas millones de veces en redes sociales y difundidas hasta la extenuación por las cadenas de extrema derecha estadounidenses, como la Fox. El resultado es que una espeluznante cantidad de gente se las ha creído y las toma por “realidades alternativas”, que es el nombre que en nuestros días reciben las patrañas.

Pues esto es igual. Un debate televisado entre dos políticos tiene la importantísima función de lograr que cada uno de nosotros, en la salita de nuestra casa, tomemos una posición, decidamos a cuál de los dos preferimos y, en el mejor de los casos, resolvamos a quién vamos a votar. Pero nosotros solos. La única manera de averiguar quién ganó el debate (si es que lo ganó alguien) es preguntar a un número significativo de ciudadanos. Un número significativo no son quinientas o mil personas cuando el debate lo vieron seis millones (descontando a los que nos dormimos, claro). Es mucha más gente.

Los medios que repiten cada día que Sánchez es un criminal que merece la degollación a cuchillo cachicuerno jamás admitirán que haya cosas que ha dicho en las que puede haber tenido razón

Y eso es lo que no se hace, desde luego. Primero porque es caro y lento; y segundo porque no hace maldita la falta: muchísimos medios de comunicación, grandes y pequeños, ya tienen decidido quién ganó el debate antes de que los dos protagonistas se sienten a hablar ante las cámaras. Los medios que repiten cada día que Sánchez es un criminal que merece la degollación a cuchillo cachicuerno jamás admitirán que haya cosas que ha dicho en las que puede haber tenido razón; y los medios que proclaman a diario que Feijóo es un narcotraficante pagado por la internacional fascista harán exactamente igual.

Así, la “victoria” o la “derrota” en este debate no la decidimos, en realidad, los ciudadanos; depende de la potencia de difusión del mensaje que tenga cada medio, y de su contumacia en repetir y repetir y repetir lo que dice. Y da exactamente lo mismo que eso que se repite sea cierto o no. Porque lo que sí cambia la intención de voto de los ciudadanos, o al menos de un grupo muy apreciable de los ciudadanos, es la percepción que se tiene sobre las cosas, en este caso sobre quién coño ganó y quién coño perdió. Y esa percepción rara vez se basa en hechos constatables; ni siquiera en nuestras propias conclusiones personales obtenidas delante de la tele, sino en el ruido que se hace en los medios, en el bien dirigido estrépito comunicacional, en la gallera que formamos todos los que hablamos o escribimos en público, en el “todo el mundo lo dice, por algo será”. Quien más grita no tiene más razón, pero con mucha frecuencia acaba por imponer su criterio a los demás y consigue que estos hagan lo que él quiere. Exactamente eso es lo que sucede en una campaña electoral. Exactamente eso es lo que está pasando con ese debate somnífero. Exactamente eso es la esencia de Sálvame.

Mientras tanto, en una aldea británica que conocemos bien, un niño español que se llama Carlitos está a dos partidos de entrar en la historia grande, la que será recordada durante muchos años, si consigue vencer en el torneo de Wimbledon. A mí eso me parece mil veces más importante que dirimir, a gritos de cuñao, quién coj… ganó el p… debate que en realidad no fue tal, porque no se entendía un pimiento de lo que decían aquellos dos.

Y ahora, por favor, sigamos viendo el tenis. Caramba.

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