Las elecciones del pasado 23 de julio han confirmado que Pedro Sánchez y su gobierno Frankenstein no son un desafortunado accidente histórico. Muy al contrario, son el genuino producto de una sociedad desnortada y de un régimen político en descomposición.
Las señales de la decadencia están por todas partes. Podemos afirmar sin temor a exagerar que los españoles somos cada vez más viejos, más pobres, más dependientes del Estado y menos productivos. Nuestros hijos heredarán enormes cargas y están peor formados para competir en el mundo globalizado. Generaciones enteras sufren la falta de horizontes vitales, aunque algunos medios progresistas presentan como deseable el hecho de no tener pareja estable, hijos, coche o casa propia.
Todas las naciones desarrolladas se enfrentan a retos demográficos, económicos y culturales similares. Pero España es de las más indefensas, porque su misma existencia como comunidad política está cuestionada. Millones de españoles aspiran a separarse de los demás, levantando nuevas fronteras. Y a muchos otros parece no inquietarles: una mezcla de ignorancia y frivolidad les hace creer que el tema no va con ellos.
Lo que no pueda ser interpretado a su conveniencia será ignorado, violentado y modificado por la vía de los hechos consumados. El “consenso” y el “centro”, fetiches de nuestra historia reciente, han perdido todo su valor
La posición de la monarquía es representativa de la evolución de nuestras instituciones. Juan Carlos I destruyó todo su prestigio y autoridad. Su sucesor Felipe VI se ganó el respeto de los españoles con su alocución del 3 de octubre de 2017. Pero hoy los golpistas censurados en aquel discurso nos chantajean, ensayan otras vías para conseguir sus objetivos… y el monarca está obligado a mantenerse callado.
La Constitución del 78 se ha convertido en papel mojado, una vez su supremo intérprete ha derivado en un club de militantes del PSC-PSOE y de chamanes del derecho constructivista. Sólo se invocará cuando le convenga al “bloque progresista”. Lo que no pueda ser interpretado a su conveniencia será ignorado, violentado y modificado por la vía de los hechos consumados. El “consenso” y el “centro”, fetiches de nuestra historia reciente, han perdido todo su valor.
Nadie es optimista sobre el futuro de España. Ni siquiera los militantes del PSOE y su ejército de rapsodas. La mayoría de ellos no es estúpida y sabe que nuestra economía está gripada, que los pactos con los nacionalistas nos llevan al atolladero y que su líder es un mentiroso sin escrúpulos. Pero nadie va a poner en riesgo los cargos, los sueldos, las subvenciones y prebendas.
Puede que Europa nos salve de la argentinización, pero no de convertirnos en un país dependiente, débil y dividido en taifas
Siempre nos quedará Europa, piensan en algunos círculos ilustrados. Pero Europa no ha hecho otra cosa que sostener a Sánchez, proporcionándole el crédito que necesitaba para mantener sus políticas clientelares. Puede que Europa nos salve de la argentinización, pero no de convertirnos en un país dependiente, débil y dividido en taifas, un destino turístico sin entidad política. Marruecos y otras potencias acechan para repartirse los mercados y territorios que nosotros abandonamos.
El oportunismo y el cinismo del que hace gala Pedro Sánchez y sus corifeos se han extendido a toda la sociedad. Los empresarios se rinden ante la exhibición maquiavélica de poder y hacen mutis por el foro. Los periodistas se resignan a llevarse bien con los nuevos mandarines y a moderar sus críticas. El principal partido de la oposición arroja la toalla de la batalla ideológica y se humilla ante el nacionalismo, aumentando las dudas sobre su liderazgo y su autenticidad como alternativa.
En una sociedad que se ha quedado sin referentes éticos y morales, en donde la mentira y el delito tienen premio, muchos ciudadanos se preguntan qué sentido tiene seguir esforzándose por el bien común. Los que vivimos en Cataluña o el País Vasco, ¿debemos resignarnos a vivir y ser tratados como extranjeros en nuestra tierra? ¿Podemos seguir confiando en España como una comunidad en la que encontraremos seguridad, afecto y solidaridad? ¿Debemos rendirnos, seguir la corriente, e intentar sacar algo del reparto de despojos?
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