Todas las lenguas permiten mentir, y eso es una ventaja, pero solo unos pocos saben aprovechar correctamente esa ausencia de procedimiento que impida mentir. En todo momento lo que decimos puede ser tan verdadero como falso. Lo paradójico es que, si mentir es deleznable, en algunas situaciones resulta provechoso.
La reciente confidencia del empresario Víctor de Aldama, encarcelado por liderar una trama de corrupción del PSOE, y liberado por denunciarla, entra en contradicción con la posición del presidente del Gobierno y su grupo parlamentario (no sé cómo pueden saber tantos, tanto secreto) que niega la revelación. ¿Quién dice la verdad? Sabemos que necesariamente uno miente, y que la mentira bien manejada -hemos podido comprobarlo con el uso que Sánchez hace de ella- tiene efectos beneficiosos. Pero hay algo más ¿quién puede creer a quien sabemos que miente? Es aterrador oír la opinión del mentiroso porque nunca podemos darla por cierta.
Un estudio de la Universidad de Southampton reveló que estudiantes que exageraron sus promedios universitarios mejoraron sus calificaciones. Y lo mejor de la investigación es que concluye que las personas que se engañan a sí mismas tienden a ser más felices que las que no, y las que dan un buen uso en sus vidas a la mentira son percibidas como más amables y amigables que las que suelen decir la verdad.
Un soneto del poeta catalán Juan Boscán cuenta cuán feliz se sentía cuando soñaba y cómo deseaba dar continuidad al sueño engañoso en el que se sentía feliz porque así podía gozar del bien que anhelaba. Y concluye diciendo: “es justo en la mentira ser dichoso quien siempre en la verdad fue desdichado”. Mentir tiene recompensas. La gente miente a diario porque la mentira es un mal necesario, una convención social, una forma de protegernos o de proteger.
Cuando respondemos “bien” a la pregunta “¿Cómo estás?”, podemos mentir para evitar una molesta conversación. Sin estas mentiras blancas la sociedad podría colapsarse. El ritmo respiratorio, la presión arterial y en general la ansiedad se modera en las personas que saben manejar la mentira. Es más fácil decir que algo está bien, aunque pienses lo contrario, que decir con descaro que está mal.
La mentira es una forma de talento. Sin embargo, nada es más hermoso que conocer la verdad, ni más vergonzoso que aprobar la mentira y tomarla por verdad
En el caso de Aldama y Sánchez podemos ir más lejos porque el éxito que tantas veces ha alcanzado el segundo mediante el engaño, la ilusión o hasta la falsificación, es preferido a la honestidad, aunque no todos estén de acuerdo. De hecho, la mentira es una forma de talento. Sin embargo, nada es más hermoso que conocer la verdad, ni más vergonzoso que aprobar la mentira y tomarla por verdad.
Por eso, tal vez, los votantes del PSOE lo perdonan, o al menos esa es la impresión que nos dan las urnas. Una mentira oportuna borra los medios con los que se consigue, de la misma manera que el dinero permite evitar ir a la cárcel. “La libertad consiste, en primer lugar, en no mentir.” Decía Albert Camus. Y añadió: “Allí donde prolifere la mentira, la tiranía se anuncia o se perpetúa.”
Más interesante es el proceso por el cual las mentiras se materializan y se transforman en verdad. Es como si el acto de decir las cosas por alguna razón fuese un decreto que nos sugestiona poderosamente. Al decir una mentira, ya sea que se la digamos a alguien más o a nosotros mismos, nos estamos tomando un placebo lingüístico. La terapia de programación neurolingüística se basa en el acto de mentirnos repetitivamente hasta que las palabras que nos decimos se vean reflejadas en la realidad. El mundo está hecho de lenguaje y decir las cosas es lo mismo que crearlas.
Lo cierto es que el proceso entre mente y cuerpo no distingue entre la verdad y la mentira, pues imaginar una cosa produce la misma actividad cerebral que verla físicamente. Y los procesos considerados meramente mentales pueden alterar el comportamiento. Esa es la gran ficción, que las palabras son tan reales como las cosas.
Se crean realidades alternativas, emociones inimaginables, reflexiones sobre la conducta humana. En ciertos entornos, ser completamente honesto puede llevar al aislamiento o a la desaprobación
Bien mirado, hay contextos sociales en los que está aceptada la mentira, y entre ellos podríamos contar también con la política. Perdonamos a quien miente para proteger a alguien de lo que podría ocasionarle un daño emocional. Silenciamos una enfermedad grave a cambio de una mentira piadosa que proporciona consuelo. En los negocios está aceptado mentir para vender mejor. Escritores, pintores y escultores crean mundos ficticios porque en la expresión artística, mentir está autorizado. Se crean realidades alternativas, emociones inimaginables, reflexiones sobre la conducta humana. En ciertos entornos, ser completamente honesto puede llevar al aislamiento o a la desaprobación. Por eso aún sabiendo que miente, aceptamos que Sánchez haga hipérbole de la mentira diciendo: “Este es un gobierno limpio, sin tacha de corrupción.” Ya se sabe, excusatio non petita, accusatio manifiesta.
Aunque la mentira suele ser vista con desdén, en ciertos contextos ofrece ventajas que van más allá de la simple transgresión ética. La clave está en la intención y en sus consecuencias a largo plazo. Si bien mentir puede proporcionar beneficios inmediatos, también es crucial considerar el impacto que puede tener en las relaciones y en la confianza. En última instancia, el desafío radica en encontrar un equilibrio entre la honestidad y la necesidad de proteger a otros y a uno mismo en un mundo complejo.
Pero volvamos al caso. Sánchez y los acusados por Aldama se van a querellar. A ver si se atreven porque existe la exceptio veritatis, con la que podría quedar el acusador exento de responsabilidad penal si prueba los hechos imputados. “Quien no sabe la verdad – dijo Bertolt Brecht –solo es un estúpido, pero quien la sabe y la llama mentira, es un criminal.”
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