El sábado la dirección de RTVE retiró un reportaje sobre los primeros cien días de Pedro Sánchez en la Moncloa que iba a emitirse dentro de "Informe Semanal", un espacio que lleva casi medio siglo en antena y que ha sobrevivido a todos los Gobiernos desde tiempos de Carrero Blanco. La pieza, preparada por el equipo del recién destituido Jenaro Castro, no era al parecer del gusto de los nuevos responsables del programa y pasó al archivo sin siquiera ver la luz.
Esta de "Informe Semanal" es una metáfora de la antológica purga que se está viviendo en el Ente, algo digno de los peores tiempos de Alfonso Guerra allá por los primeros ochenta. En un par de meses, la nueva mandamás de la casa, la veterana periodista Rosa María Mateo, ha despedido a una treintena de presentadores y directivos, algunos muy populares como Sergio Martín, Víctor Arribas, Pedro Carreño, Raquel Martínez o el propio Jenaro Castro.
La que iba a ser la televisión de todos al final está resultando que sólo lo es de unos pocos. Aunque sea y parezca escandaloso tampoco es para echarse las manos a la cabeza. Esto era perfectamente previsible habida cuenta de cómo el PSOE -y, especialmente, Podemos- ha tratado siempre a los periodistas que no les bailan el agua.
El efecto sorpresa, la ilusión por lo nuevo y el voto de confianza se han consumido. Sánchez no podrá seguir haciendo equilibrios durante mucho más tiempo
Pero, ¿a qué tanta premura?, ¿por qué una depuración tan a fondo sin siquiera haber pasado por las urnas? El PSOE del 83 limpió RTVE, pero con 202 escaños y un apoyo popular sin precedentes. No es el caso de Pedro Sánchez, que vivaquea con 84 escaños condicionado en todo por un heterogéneo batiburrillo de partidos unidos tan sólo por el odio cerval al PP y a Ciudadanos.
Sólo en esa clave de equilibrio sobre un alambre pueden explicarse los primeros cien días de un Gobierno imposible, que se ha agarrado al poder como se agarra un náufrago a un tablón de madera en mitad del océano. Bien podría haber llegado Sánchez con un tono moderado y conciliador, que era exactamente lo que le pedía la sociedad española en el momento de la moción de censura. España estaba harta de Rajoy, sí, pero eso no era sinónimo de meterse en una operación constituyente como en la que Sánchez pretende embarcarnos.
Los primeros cien días de Rajoy, allá por 2012, se resumieron en una subida brutal de impuestos. No hubo nada más reseñable. El Estado se encontraba al borde de la bancarrota y el presidente estaba dispuesto a recortar el mínimo gasto posible. El resto habría de venir del bolsillo de los contribuyentes, que fueron quienes soportaron el coste del ajuste. Sánchez se ha encontrado en una situación mucho más desahogada. Le bastaba con no estropear lo que ya funcionaba. Con echar algo de alpiste a los suyos y convocar elecciones en marzo era más que suficiente para cumplir el expediente y probar suerte en las generales.
Pero no, está haciendo todo lo contrario. ¿Moderación?: ¿para qué? En la sala de máquinas de Iván Redondo pensaron que antes de cualquier otra cosa había que recuperar los tres millones de votos que se fueron a Podemos. Sin ellos no habrá victoria posible. Sánchez quiere seguir gobernando, no se ve como un presidente de transición entre el rajoyato y el riverismo, sino como el propietario del cargo durante una generación.
¿Cómo seducir a los que abandonaron el barco cuando éste hacía aguas en los infaustos días de Rubalcaba? Con varios cucharones de ideología y mucho golpe de efecto, que son la especialidad podemita. Es por ello que se ha metido en todos los charcos imaginables y en unos cuantos más que ni siquiera acertábamos a imaginar.
La que iba a ser la televisión de todos se ha convertido en la de unos pocos, depuración a fondo mediante sin siquiera haber pasado por las urnas
Entre los primeros figura la purga en RTVE o la voluntad de cepillarse la Ley de Estabilidad Presupuestaria. Los votos cuestan dinero, por lo que no era difícil pronosticar que desembolsarían hasta el último céntimo disponible para recuperar votantes por la vía del clientelismo.
Lo que era mucho más difícil de prever era la obsesión que le ha entrado con la tumba de Franco, un asunto menor que se ha convertido en el tema estrella del verano. Lo de Franco, con ser preocupante en tanto que echa vinagre en heridas que Zapatero se encargó de reabrir, es empeño mínimo al lado de la que ha armado con la inmigración.
El Aquarius y todo lo que vino de después no sólo era innecesario, sino que se ha demostrado perjudicial para el propio Gobierno y, por descontado, para el país. Cuando a principios de junio Sánchez decidió acoger por su cuenta y riesgo a un barco cargado de inmigrantes rescatados frente a las costas de Libia, abrió la caja de unos truenos que ahora resuenan con fuerza en Ceuta, Melilla, Algeciras y las aguas del estrecho.
La ligereza del Aquarius, comprensible sólo en términos de pura propaganda, ha reavivado un problema muy delicado y le ha granjeado críticas de otros líderes europeos, ante quienes tuvo que agachar la cabeza tan pronto como le llamaron a capítulo. Porque si algo ha caracterizado este primer trimestre sanchino es decir una cosa y la contraria, a veces con sólo unas horas de diferencia.
El caso de la demanda que Carles Puigdemont interpuso en Bélgica contra el juez Llarena es quizá el más ilustrativo. El Gobierno cambió de opinión de un día para otro. La ministra Dolores Delgado hizo un ridículo espantoso y con ella los terminales mediáticos adictos a Moncloa, que tuvieron que dar un volantazo en plena curva.
Con ser preocupante lo de Franco, en tanto que echa vinagre en heridas reabiertas por Zapatero, es empeño mínimo al lado de la que ha armado con la inmigración
Ateniéndose a los hechos podemos constatar que, a pesar de que lleva tres meses en el poder, no sabemos aún para qué lo quiere más allá de permanecer en él durante el mayor tiempo posible. Se encontró con unos presupuestos expansivos ya aprobados y un sistema fiscal confiscatorio que recauda como nunca gracias a la bonanza económica. Bien pudo haber aprovechado el regalo, pero se metió en anuncios contradictorios de nuevos incrementos fiscales para los que no hay demasiado margen.
Se ponga Echenique como se ponga, los impuestos en España ya son muy altos. El nuestro es uno de los países con el esfuerzo fiscal más alto del mundo. Esto es fruto del consenso socialdemócrata del que participan en mayor o menor grado todos los partidos del sistema. Lo que tocaba ahora, superados los peores años de la crisis, era aligerar el dogal impositivo, que es a lo que se afanaba el PP antes de ser desalojado del poder.
Sánchez ha hecho lo contrario. Ha empezado a sacarse nuevas tasas de la chistera, algunas abiertamente antisociales como el impuesto al gasóleo, que castigará directamente a millones de españoles que se lo ponen a sus vehículos, e indirectamente a toda la población, ya que las mercancías se transportan en camiones y trenes propulsados por motores diesel.
Los desatinos fiscales probablemente provengan de los atavismos podemitas, cuyo ambicioso programa de regeneración nacional se ha quedado al final en crujirnos a impuestos, excitar el resentimiento de la clase baja y en dar soporte intelectual y político a todo cuanto vaya contra la Constitución.
Quedan otros cien días para que entremos en el periodo navideño y enfilemos el final del año. El efecto sorpresa, la ilusión por lo nuevo y el voto de confianza se han consumido. Sánchez no podrá seguir haciendo equilibrios durante mucho más tiempo. Si quiere aplicar un programa como el que ya ha esbozado tendrá antes que pasar por las urnas.
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