Pedro Sánchez anunció este martes en las Cortes el así llamado “Plan de Acción por la Democracia” que algunos comentaristas se han apresurado a rebautizar con sorna como Plan Begoña. No está mal tirado lo de Plan Begoña por dos razones. La primera porque no se trata de un proyecto de ley, sino de un revoltijo de medidas para regular los medios de comunicación al que han dado en llamar plan. La segunda porque sin los múltiples problemas que Begoña Gómez ha ocasionado a su marido a cuenta de sus actividades privadas este plan nunca hubiese visto la luz. El plan en cuestión aspira a convertirse en una suerte de ley de prensa que, según sus inspiradores, acabe con la desinformación, los bulos y el periodismo basura.
El hecho es que en una democracia no es necesaria ley de prensa alguna. En España la prensa está sobradamente regulada por el artículo 20 de la Constitución que consagra la libertad de expresión y, como consecuencia, la de prensa. En nuestro país se puede expresar y difundir libremente cualquier pensamiento, idea u opinión sin que los poderes públicos estén facultados para impedirlo. Esa libertad de expresión tiene algunas limitaciones. Ni los periodistas ni ninguna otra persona pueden injuriar ni calumniar. Los límites de la injuria, es decir, del insulto son algo más difusos ya que en ciertos contextos un insulto puede estar justificado si, por ejemplo, se responde a un insulto previo. La gama de insultos es, además, copiosa en nuestro idioma. No todos son igual de graves y depende del momento, el lugar y el tono en el que se profieren. Los límites de la calumnia son mucho más precisos. Una calumnia es imputar un delito a alguien a sabiendas de su falsedad o con temerario desprecio hacia la verdad. Es decir, que acusar a alguien de ser un proxeneta, un defraudador fiscal o un violador sin poder demostrarlo constituye un delito.
La legislación prevé estos dos extremos. Si a un periodista se le calienta la boca e injuria a alguien (a la esposa de Pedro Sánchez, por ejemplo), el injuriado puede recurrir a la Justicia ya que el derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen se encuentra protegido tanto en la jurisdicción civil como en la penal. Si el mismo periodista calumnia a alguien el Código Penal reserva penas de prisión que van de los seis meses a los dos años. No sale gratis hacer ninguna de las dos cosas y cualquier periodista lo sabe, por eso a la hora de hablar o escribir se miden mucho las palabras, se pesan los verbos y se abusa de términos como “presunto” o “supuesto”.
Como vemos, no es necesario adoptar ningún plan de acción por la democracia, salvo que te encuentres en el poder acosado por los escándalos, padezcas una alarmante debilidad parlamentaria, carezcas de escrúpulos y quieras distraer la atención metiendo de paso el miedo en el cuerpo a todos los periodistas del país. Ese parece ser el caso de Pedro Sánchez, que lleva meses deshojando la margarita para alumbrar junto a sus socios una ley de medios con la que, según aseguran, se pondrá fin a la desinformación y se mejorará la transparencia de las empresas periodísticas. Para ello se ha apoyado en un reglamento europeo que se aprobó en el mes de marzo y que debe trasponerse de forma automática y obligatoria a nuestra legislación. Este reglamento, concebido tras la invasión de Ucrania, lo que pretende es evitar que otras potencias empleen el ecosistema mediático europeo y su proverbial libertad para difundir propaganda, no interferir en la industria mediática europea ni, mucho menos, coartar su libertad.
Comprar silencios en pandemia
Pero en esto, como en tantas otras cosas con el sanchismo, llueve sobre mojado. Hace ya cuatro años, en plena pandemia, el Gobierno hizo un intento de controlar a la prensa. Inyectó cientos de millones de euros en los grandes grupos mediáticos con la excusa de que eran fundamentales para mantener a la ciudadanía informada en momentos tan duros, pero a nadie se le ocultaba que aquella largueza no era más que un modo de comprar silencios en un momento en el que arreciaban las críticas por la pésima gestión de la crisis sanitaria. Sánchez, muy sensible a todo lo que se dice de él, anunció que tomaría medidas contra quienes desinformasen. Se armó cierto revuelo y el plan se abandonó pronto porque la línea entre buena y mala información es muy delgada. A fin de cuentas, lo que a un lector le parece un buen reportaje otro es incapaz de leerlo porque le sublevan las conclusiones. Este oficio no es sencillo, es imposible contentar a todos, por eso el pluralismo es tan importante.
Desde entonces en el Gobierno se habían olvidado de sus problemas con la prensa crítica hasta que en marzo se empezó a hablar en ciertos periódicos de los negocios de su mujer. Decidió entonces dirigir una carta a la ciudadanía en la que se confesaba como un hombre “profundamente enamorado” de su esposa, al tiempo que anunciaba una suerte de retiro espiritual durante cinco días en los que valoraría si merecía la pena seguir al frente de la presidencia del Gobierno. Todo era un teatrillo indigno que concluyó con una feroz diatriba contra la prensa y la judicatura en la puerta del palacio de la Moncloa. Comunicó a su parroquia que no iba y que lucharía contra la desinformación, las injurias y las falsas acusaciones, todas provenientes de una imprecisa ultraderecha que actúa en comandita contra la democracia.
Los medios en España no nadan en la abundancia. Para muchos la publicidad institucional es un ingreso irrenunciable para mantener su estructura, para otros su existencia misma depende de ella
En su momento ya se dijo que si lo que la prensa decía de su mujer era falso lo tenía fácil, la legislación está de su lado. Si un periódico había injuriado o calumniado a su esposa no tenía más que denunciarlo. Pero no ha habido denuncia alguna, lo que vendría a demostrar que no hay desinformación, sino hechos bien documentados. Frente a eso, el poder poco puede hacer salvo intimidar. Para eso, el Gobierno dispone de poderosas herramientas en tanto que desde la administración se financia indirectamente vía publicidad institucional buena parte del entramado mediático. Los medios en España no nadan en la abundancia. Para muchos la publicidad institucional es un ingreso irrenunciable para mantener su estructura, para otros su existencia misma depende de ella.
Es ahí donde Sánchez quiere concentrarse creando incertidumbre. Ha prometido limitar esa publicidad, pero sólo puede hacerlo con la de la administración central. Las autonomías y los ayuntamientos tienen sus propios presupuestos que distribuyen a discreción, generalmente entre medios afines. Ahí nada puede hacer por más que se empeñe en lo contrario. A lo sumo obligar a los medios a detallar qué parte de su facturación proviene de publicidad institucional. Eso, claro está, afectará a los periódicos que le critican, pero también a los que le alaban las 24 horas del día.
Respecto a la propuesta de que los medios publiquen quien compone su accionariado se trata de simple humo para confundir creando la impresión de que la prensa en España esta controlada por actores que permanecen ocultos. Pero no es así. En nuestro país toda empresa debe comunicar al registro mercantil quiénes son sus accionistas. Esa información es de consulta libre para cualquier ciudadano. Como en tantas otras presuntas reformas de este Gobierno, una idea que venden como revolucionaria ya se aplica desde siempre.
Pero lo más chocante del plan sanchista para intimidar a los medios no son sus medidas, una salmodia de lugares comunes tomados del reglamento europeo, sino el hecho de que el Gobierno que probablemente con más dedicación haya mentido de toda la historia de España se preocupe tanto de la desinformación y los bulos. Pedro Sánchez miente por sistema, a todas horas y con total desparpajo. Dice una cosa y la contraria sin arrugarse, injuria por sistema a todos los que no están de acuerdo con él y señala con el dedo a empresarios y periodistas cada vez que lo cree necesario. No parece un candidato idóneo para poner orden en la prensa española que, por lo demás, es libre, plural y, aunque algo escasa de recursos, mantiene a la ciudadanía informada.
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