La legislatura nació marcada por una rutina de nubarrones políticos en el día a día. Porque el ascenso y coronación de Pedro Sánchez fue engañoso. Se engendró en el odio a Mariano Rajoy. Todos a una. Y el Congreso ejerció de Fuenteovejuna ante un presidente que calmó su despido con una tarde de empacho de whisky. El Congreso votó contra Rajoy, no a favor de Sánchez. La ilusión por expulsar al registrador de la propiedad de la bancada azul empañó esta realidad durante los primeros días de la era Sánchez. Horas de vino y rosas. La izquierda y los nacionalistas estaban ilusionados y proyectaban en el nuevo inquilino de Moncloa lo que deseaban ver en él. Cada uno pedía su pan y circo. Podemos, miles de millones de gasto público para una gran agenda social imposible de sostener. Y los nacionalistas, más pasta (PNV) y espíritu (PDeCat y ERC). La legislatura nació tan frágil, tan dependiente de apoyos volubles que Sánchez tuvo que ejercer de director de marketing en su primera entrevista con aquel primer lema que no fue más que el arranque de la campaña electoral. “Tengo disposición de agotar la legislatura hasta 2020”, Sánchez dixit. Y la frase logró el efecto contrario. No consiguió, para nada, evitar la presión de una fecha electoral convertida en espada de Damocles durante un mandato en el que las consignas son no cometer errores y acelerar el cambio político. Sin embargo, el nuevo tablero de juego que aparece en el día a día va camino de situar al presidente ante un fracaso sonado en el Parlamento. Fracaso que sólo tiene una salida: la convocatoria de elecciones para el último trimestre de este año.
Aunque Sánchez dice seguir determinado a “mantener el rumbo” y en el Gobierno niegan que haya clima de apretar el “botón electoral”, este martes pidió responsabilidad a esos socios que intentan vender más caros sus apoyos. Lo hizo después de que este medio publicase que el presidente & Cía. barajan ya un adelanto electoral para este mismo año. Incluso se puso fecha en la charla con Susana Díaz. El 28-O, fecha simbólica para los socialistas, día en el que se cumplirán 36 años de la histórica victoria de Felipe González (202 diputados) en las elecciones de 1982, coincidiendo con unos hipotéticos comicios en Andalucía. Puntadas sobran para un adelanto electoral. El fracaso de la renovación del Consejo de RTVE por falta de mayoría parlamentaria, la victoria del sector radical en el PDeCat, pero el santo grial para la supervivencia de Sánchez estaba en el resultado de las votaciones de la senda de déficit. El Congreso rechazó de pleno el techo de gasto que proponía el Gobierno, un sopapo en toda regla a las aspiraciones de este Gobierno para alargar la legislatura.
A la acción, reacción. Moncloa aprovechó la rueda de prensa del Consejo de Ministros para lanzar varios spots necesarios para su parroquia (“una oferta de empleo público como nunca se había realizado”, la ministra portavoz Isabel Celáa dixit) y un anuncio en plan barricada. Un no nos moverán de la Moncloa. La vía sería mediante un eventual cambio en la Ley de Estabilidad Presupuestaria para quitar al Senado la posibilidad de veto, como va a ocurrir ahora con un PP que dispone de mayoría absoluta. Una trampa parlamentaria, técnicamente complicada y no exenta de un amplio debate jurídico, para conseguir el verdadero objetivo de Sánchez. Lograr tiempo para su campaña de marketing que le construya en mártir del resto del Parlamento. “Yo quiero hacer esto…”; “a mí me gustaría aprobar este ley…”; “este gobierno quería reformar… pero no me dejan”. Se trata de emitir un larguísimo spot político salpicado de aviones, gafas de sol y posados robados, con la letanía de promesas de gasto social y el boxeo con el fantasma del dictador. Había que construir al líder e identificar un proyecto, carencias que arrastraba el PSOE anterior a la moción de censura.
No echaron cuentas de la seguridad, confianza y garantía que debe dar un Ejecutivo, sino del efecto propagandístico. Por eso no presentó un programa de gobierno hasta 45 días después de la moción, y ni siquiera es posible su cumplimiento. Todos son palabras. Parole, parole, parole. Se anuncia una cascada de impuestos sin alma ni detalles. Se demoniza al diésel, una campaña grave, sin que forme parte de una estrategia global alrededor de una política energética… Hay una especie de olvido, en cierto modo sugestionado e intencionado, de quién es Sánchez. En las primarias de 2014 contra Eduardo Madina se presentó como un socioliberal, economista que venía de Bruselas, que hablaba de bajar el IRPF y de bajar cuotas de autónomos. Luego, tras el golpe de Ferraz del aparato y el susanismo, se creó una figura antiestablishment. Criticó a la prensa por manipuladora, habló de conspiraciones, señaló a periodistas. Al vencer frente al aparato, dio un giro socialdemócrata moderno, que planteado bien podía ser interesante: habló de poscapitalismo, de renta básica, de robotización. Defendió una alianza entre la socialdemocracia clásica y nuevas ideas ante la globalización y la revolución tecnológica. Esto lo olvidó muy pronto. Sánchez no tiene ideas, solo posicionamientos.
En Moncloa son conscientes de que dentro de un año no habrá grandes avances y cada anuncio hecho le pasará factura. Por eso no queda más horizonte que el adelanto electoral. Cuanto antes mejor.
El proyecto sanchista a nivel territorial también está por definir. Tendrá que ver más con anuncios de futuro, con carácter de precampaña de las autonómicas, que con compromisos firmes. Sólo hay una persona claramente “de partido” en el gobierno de Sánchez: el secretario de organización, José Luis Ábalos, en el Ministerio de Fomento. Se paseará durante el próximo año, si es que le da tiempo a llegar como ministro, por ciudades y comunidades autónomas prometiendo infraestructuras mientras cierra listas electorales y da soporte a candidatos afines.
En esa definición territorial de Sánchez, también tuvo sus momentos nacionalistas, con esta impresionante bandera de España tras uno de sus mítines. Y al surgir la crisis catalana quiso vender una imagen de constitucionalismo e incluso dureza. Sánchez apoyó el artículo 155 y no defendió a los “presos políticos” como sí hizo Podemos. Para el independentismo catalán, Sánchez era desde el principio uno de los “carceleros”. Incluso ERC le pidió que fuera a hablar con Junqueras a Estremera para negociar la moción. Aunque desde la perspectiva independentista el mandato de Sánchez es una oportunidad. El independentismo creció con Rajoy y Aznar, pero se afianzó tras la decepción de Zapatero y la implosión del PSC tras renegar de su discurso federal. Si Sánchez no puede avanzar o si, al poco, llegara un gobierno de Ciudadanos, constataría la idea que ha sido la gasolina del procès independentista: “España es irreformable”. Más gasolina y nuevo auge independentista. Sánchez lo sabe y también que parte de su reelección se la juega, al igual que Zapatero en 2008, en recibir un voto masivo en Catalunya y Euskadi. No es improbable (se jugará una decena de escaños con En Comú Podem y Podemos Euskadi) si es capaz de cuadrar el círculo en el profundo sur de España.
Tres socios de la moción quieren urnas: Podemos para frenar la sangría de votos hacia los socialistas, y ERC y el PDeCAT, ahora de Puigdemont, porque eso alimenta su proyecto en Cataluña, sobre todo cuando el Gobierno de España es tan débil y manejable. Es más, Ciudadanos, con un Rivera desaparecido, necesita una convocatoria electoral para reconstruir su propuesta. A Casado tampoco le viene mal porque aprovecharía la ilusión generada entre su gente por la elección y le serviría para deshacer el grupo parlamentario, hoy 'sorayista'.
Los anuncios pueden ejercer de buen marketing, pero en Moncloa son conscientes de que dentro de un año no habrá grandes avances y cada anuncio hecho le pasará factura. Por eso no queda más horizonte que el adelanto electoral. Cuanto antes mejor. Sánchez debe legitimarse en las urnas.
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