Fukuyama se equivocó. El fin de la historia no fue la caída del muro de Berlín, que demostró la superioridad del libre mercado y la democracia liberal sobre el comunismo. No. Estamos de enhorabuena: la historia es una sucesión de acontecimientos que demuestran la maravillosa suerte que tenemos de ser gobernados por Sánchez. Lo dice el Real Decreto de la ESO.
El fin de la historia, por tanto, será cuando todos hablemos el lenguaje incluso, seamos ecofeministas sostenibles y plurinacionales, despreciemos el individualismo, abracemos la sexualidad líquida como la única moralmente aceptable, y seamos felices por no tener nada porque todo pertenecerá al Estado. La buena ciudadanía será comportarse como diga el Gobierno sanchista, el único legítimo para conducirnos al progreso.
A la izquierda política no le interesa la historia como disciplina para conocer el pasado, sino para ajustar cuentas con enemigos imaginarios y adoctrinar al personal. Este Gobierno no tiene el propósito de que las nuevas generaciones conozcan mejor la historia del mundo que les ha tocado vivir, sino usar los procesos históricos para demostrar su ideología. De esta manera, inoculada una visión del devenir humano, sus causas y consecuencias, creen que el modo de pensar progresista saldrá de forma espontánea.
Esta es la razón por la que la izquierda -el PSOE y eso que llaman Unidas Podemos-, está tan satisfecha con que el PP se presente como el partido recogedor, ese al que se llama cuando la economía se desmorona. Sí, ese partido que arregla lo que estropea el otro, el legítimo, el que marca el rumbo y forja la mentalidad. Ese papel subalterno es ideal para un proyecto transformador con alma totalitaria.
España solo existe por contratos que se llaman Constitución, no antes. Esta doctrina permite definir el país en el futuro con otra constitución que contenga, por ejemplo, un recorte de derechos individuales
Todo el enfoque de la enseñanza de la historia de España del Real Decreto está marcado por la ideología socialista en su interpretación sanchista. La historia a través de la perspectiva de género, la plurinacionalidad identitaria, el protagonismo de los movimientos sociales y obreros, la idea de progreso según el socialismo, y la exaltación de la Segunda República, que no fue un sistema democrático.
El objetivo de la selección de hechos y personas es finalista: construir una “ciudadanía informada y consciente” del valor del socialismo sanchista y de lo que representa. Dejando el aspecto crítico para denunciar las desigualdades materiales, lo que coincide, no casualmente, con el ideario clásico del igualitarismo izquierdista.
La visión es contractualista: España solo existe por contratos que se llaman Constitución, no antes. Esta doctrina permite definir el país en el futuro con otra constitución que contenga, por ejemplo, un recorte de derechos individuales, o la libertad de secesión de Cataluña o el País Vasco. Si España es un contrato, todo es negociable.
El referente histórico es 1931, un momento rupturista que entendía el republicanismo como una revolución para crear un régimen en posesión exclusiva de la izquierda y de los nacionalistas. La similitud con la pretensión de la coalición Frankenstein es escalofriante. Así, el “régimen del 78” sería un sistema de “expectativas incumplidas” que, por supuesto, Sánchez viene a remediar con su progresismo.
Queda fuera todo lo que estropee o dificulte ese relato, como la Hispania romana y la visigoda, Al Andalus, la Reconquista y la unificación con los Reyes Católicos, la conquista de América, y los Austrias a pesar de que con Carlos V y Felipe II se llega a la primera globalización. Los Borbones solo aparecen para hablar del centralismo, y como contrapunto de la plurinacionalidad identitaria.
Cambian nombres de calles y plazas, derriban estatuas o las retiran, trasladan en helicóptero el cadáver de un dictador, legislan una memoria de Estado, y aprueban un decreto educativo sin consultarlo
El resto es la Iglesia en el proceso de secularización, el protagonismo del movimiento obrero, la represión franquista, la “España vaciada” y la emancipación de la mujer. Todo son referencias que sirven para que el alumnado afronte los retos actuales, marcados por el Gobierno sanchista, claro, como el compromiso cívico progresista contra la desigualdad que provoca el mercado, y en defensa de las identidades territoriales históricamente oprimidas.
Seamos sinceros: la historia como disciplina les importa un pito. Solo les interesa las posibilidades de esa materia como instrumento de adoctrinamiento, subvención y revanchismo. Por eso no se discutió el contenido del decreto educativo parte por parte. Quisieron introducir tanta ideología como cupiera con el menor ruido posible. Esto se consigue sacando el debate de las Cortes y llevando la negociación a oscuras mesas con los socios que componen Frankenstein.
El socialismo tiene un problema con la historia. Es su campo de batalla favorito junto con la lengua. Tienen una obsesión con el ajuste de cuentas en el relato histórico, con borrar lo que no encaja con su dogma, con mitificar y santificar a los “suyos”, y censurar al resto. Cambian nombres de calles y plazas, derriban estatuas o las retiran, trasladan en helicóptero el cadáver de un dictador, legislan una memoria de Estado, y aprueban un decreto educativo sin consultarlo con los sufrientes profesionales del sector para imponer su ideología.
Este timo va a prolongar el hecho actual de que los alumnos inicien las carreras universitarias sin un conocimiento suficiente de la Historia, pero como endurecidos jueces morales. La mayoría llega a la Universidad sin concebir un presente y un futuro distintos a los que marca la izquierda, porque creen que ese es el sentido de la Historia. Y esto no es propio de una democracia, sino de un sistema totalitario. Una vez más, la mejora de la educación del alumno estará en manos de cada profesor al margen de la ley.
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